MADRÍ, ZONA DE OBRAS
El costurero de Colón
Con tantos aditamentos, y con su situación estratégica entre los barrios bien de Madrid, no es de extrañar que la plaza se haya convertido en la Meca de las manifestaciones retrógradas de este país
Ricardo Aguilera 21/10/2023
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Plaza de Colón, en Madrid. / R. A.
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Hay lugares cuya fuerza gravitatoria atrae los objetos más diversos sin orden ni concierto. Es lo que sucede en los cajones de la mesilla de noche, en las leoneras de los adolescentes, en las cajas de herramientas o en los costureros. Son sitios donde la entropía reina entre pastilleros, calcetines, destornilladores y tijeras. Madrid tiene un lugar así, sede en permanente desorden de un “monstruario” de cachibaches puestos por el Ayuntamiento para hacer bonito, o simplemente para hacer la puñeta. Estamos en Colón, antes plaza, hoy costurero.
Está situado en un lugar estratégico, la confluencia del eje Castellana-Recoletos, y las calles Goya y Génova. Allí se unen –o se separan, quién sabe– los predios aristocráticos del barrio de Salamanca con lo más exclusivo del barrio de Chamberí. Sin embargo, pese a su magnífica localización –o quizás por eso–, la plaza de Colón ha sido siempre muy desgraciada. Cuando la conocí, hace eones, era un sitio amplio, pero con un punto de sobriedad. La escultura de Colón, un muermo neogótico de mármol, obra de Jerónimo Suñol, estaba en medio de la plaza sustentada por un amplio pedestal: 12 metros de piedra diseñados por el arquitecto militar Arturo Mélida. No había tanto tráfico entonces. El homenaje colombino estaba rodeado por edificios de solidez histórica: la Casa de la Moneda y Timbre, la Casa Palacio de Luis de Silva, la Biblioteca Nacional… Pero llegó el desarrollismo franquista, y como la derecha montaraz le tiene tanto amor a la piqueta como a los paredones, empezaron a jugar con ese espacio público a ver cómo conseguían llenarse los bolsillos con el monopoly del derribo y la construcción.
Con el desprecio que nos caracteriza, la Casa Palacio fue substituida por los delirios de grandeza de un delincuente: Ruíz Mateos
A finales de los 60 cayó la Casa Palacio, donde vivió y escribió Galdós. Con el desprecio que nos caracteriza, fue substituida por los delirios de grandeza de un delincuente: Ruíz Mateos. Allí se levantaron al unísono las Torres de Jerez, posteriormente conocidas como Torres de Colón, tras la desamortización del imperio del abejorro jerezano. Siempre en nuestro recuerdo aquella frase histórica: ¡Que te pego, leche! Un cafre de la España casposa lanzando un capón a un adalid del capitalismo ultraliberal disfrazado de socialdemócrata. ¡Qué momentos! Siempre me ha gustado ver cómo se pelean entre ellos. Pero volvamos a las torres. Su alzamiento fue obra del arquitecto Antonio Lamela, un señor con tanto fundamento que entre sus obras figura el estadio Bernabéu, aunque hoy de lo suyo no quede más que el esqueleto debido al proceso de abotargamiento mórbido que sufre ese templo deportivo. Para demostrar que era el más chulo del Colegio de Arquitectos, Lamela decidió emprender la construcción con la novedosa técnica de estructura suspendida. Se ve que alguien le dijo que no se podía empezar la casa por el tejado y él respondió: sujétame el cubata un momento. Cuando volvió a por el vaso, ya había surgido una mole melliza de 23 plantas. Fue aplaudido. El hecho de que el rascacielos redundante rompiese la armonía estética de la plaza le pareció a todo el mundo de perlas. Estamos en Madrid. En 1990, el edificio fue rematado con una estructura verdosa que le valió el mote de “el enchufe”. Hubo división de opiniones, como en los toros. Hace nada, en 2019, la empresa propietaria, Mutua Madrileña, decidió sacarle más jugo a su inversión y emprendió una ampliación en altura: fuera el enchufe y subimos cuatro plantas más. El Ayuntamiento del pitufo genuflexo dio su consentimiento.
Marcha atrás: 1970. Derribo de la Casa de la Moneda y Timbre. Queda un solar espléndido. Lamela, que ya estaba trajinando con las torres, propone una solución: hacer una explanada peatonal desde las puertas del cine Carlos III hasta la Biblioteca Nacional. Para ello había que tirar la reja de fundición de la biblioteca y unir Génova con Goya mediante un scalextric, que era la moda del momento. Sorprendentemente le dicen que no. El Ayuntamiento ya tenía otro proyecto: los Jardines del Descubrimiento. Debajo de esos neonatos jardines construyeron el consabido aparcamiento, sostén económico de los arbustos que mal crecen encima, y para justificar todo este vaivén de hormigoneras, en el semisótano hicieron un centro cultural. Para separar la arboleda endeble del tráfico insufrible de Serrano, le pidieron a Vaquero Turcios que hiciera el favor de poner una cortina de hormigón armado de por medio. Así nacieron los tres molochs que hacen referencia, tanto a la gesta del descubrimiento de América, como a los dibujos animados de los Picapiedra. A todas estas, Colón ya no pintaba nada en medio de la autopista urbana en que se había convertido el eje Castellana-Recoletos, así que se lo llevaron, con pedestal y todo, a la esquina suroeste de los dichosos jardines, donde descansó una temporada.
Llegado el nuevo siglo se tomó la sabia decisión de adornar la plaza con la bandera de España más grande jamás vista
Todo este mareante vaivén de la Plaza de Colón se vio incrementado por una idea realmente refrescante: poner una catarata de aguas recicladas cubriendo la entrada del semisótano donde mora el centro cultural. Lo malo era que el atronador ruido de la cascada volvía loco al personal del lugar: taquilleras, acomodadores, camareros… Ya no tienen que preocuparse: han cerrado el grifo y las aguas batientes han sido sustituidas por unos paneles de plástico translúcido. Que se vea que hay poderío e imaginación. En superficie, la marejada tampoco ha amainado. Llegado el nuevo siglo, y con las huestes aznarianas subidas en todo el machito, se tomó la sabia decisión de adornar la plaza con la bandera de España más grande jamás vista: un mástil de 50 metros de altura con una superficie rojigualda de 294 metros cuadrados. Viva España. Con esos aditamentos, y con su situación estratégica entre los barrios bien de Madrid, no es de extrañar que la plaza se haya convertido en la Meca de todas las manifestaciones retrógradas de este país, desde la bienvenida a aquel Papa oscurantista que llegó de Polonia, hasta las cencerradas con berreo incluido de todas las ultraderechas que somos capaces de generar, que no son pocas. La próxima es el domingo 29, convocada por la fundación DENAES, acertadísimo acrónimo de “defensa de la nación española”, donde las turbas evangelizantes de la España de bien darán “vox” a sus cuantiosos odios. No es obligatorio asistir, afortunadamente.
Sigamos con la historia, porque el carrusel nunca para. En 2009, el faraón Gallardón decidió devolver a Colón al centro de la plaza, lo cual le honra. No así los ornamentos que le fueron cayendo a ese lugar tan singular. Por la plaza y alrededores, el viandante se ve sorprendido por grupos escultóricos que rivalizan en feísmo postmoderno y chabacano. Una de las cien mil gordas de Botero preside el carnaval en una isleta inhóspita; cruzando Génova, una rana vomitiva y gigantesca nos recuerda inevitablemente el amor de doña Espe por los batracios. A espaldas de la rana se oye el latir subterráneo del Museo de Cera y su Tren del Terror, lugar imposible donde toda elevación estética cae por su propio peso. La última en llegar a este costurero desordenado en que se ha convertido la plaza de Colón es la cabeza de Julia, obra de Jaume Plensa, que ocupa el lugar donde desterraron a Colón años antes. Blanca, ingrávida, serena, con los ojos prudentemente cerrados, Julia parece estar pensando lo obvio: ¿qué pinto yo aquí?
Hay lugares cuya fuerza gravitatoria atrae los objetos más diversos sin orden ni concierto. Es lo que sucede en los cajones de la mesilla de noche, en las leoneras de los adolescentes, en las cajas de herramientas o en los costureros. Son sitios donde la entropía reina entre pastilleros, calcetines,...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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