MADRÍ, ZONA DE OBRAS
Un cristo
En estas calles nacieron los otrora famosos “guerrilleros de Cristo Rey”, una jauría de hijos de próceres del franquismo que se dedicaban a machacar al personal en los años inmediatos al óbito de la momia
Ricardo Aguilera 24/12/2023
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Ulular de sirenas, bramidos de autobuses, atasco constante, bocinazos, rumor de una autovía subterránea, tráfico infernal en superficie… Ruido, mucho ruido. Y peste. Olor a humo, a churros, a humanidad y, sobre todo, un penetrante olor a franquismo estancado. Estamos en el vientre de la bestia, en el epicentro del fascismo hispano: la plaza de Cristo Rey. Susto.
Como sabemos, pasaron. Y pasaron precisamente por aquí. La plaza de Cristo Rey y sus aledaños fueron el frente más sangriento durante la toma de Madrid, el último acto de la Guerra Civil. Las tropas de la infamia bajaron por la Cuesta de las Perdices y se hicieron con la ciudad arrasando la Universitaria y todo lo que encontraron a su paso. Tanto es así, que la plaza de marras se urbanizó en los años 50 bajo los auspicios de la Dirección General de Regiones Devastadas. Era un solar. Hoy es un nudo: nudo de comunicaciones, nudo sanitario y nudo de edificios singulares que perpetúan la ignominia. Un nudo corredizo del nacionalcatolicismo, el mismo que puso su terrible nombre a este lugar.
Allí se asientan dos hospitales de renombre. El más antiguo, el Hospital Clínico San Carlos, muy dañado durante la guerra, pero recuperado tras ella. En las labores de reconstrucción no pudo participar el arquitecto que lo diseñó, Manuel Sánchez Arcas, porque tuvo que exiliarse en la Unión Soviética. Está en lo alto del Cerro del Pimiento, un lugar estratégico que se llevó buena parte de los obuses que cayeron por la zona. A su lado, la Fundación Jiménez Díaz, más conocida como Clínica de la Concepción, o La Concha, nombre de la esposa del galeno. Se abrió en 1955, dos años después de inaugurarse la plaza. Mucho después, en 1968, se instaló una fuente en homenaje a Jiménez Díaz entre ambos hospitales; un grupo escultórico con tres ninfas de bronce haciendo el ridículo a los pies del busto del sabio. El autor de este esperpento acuático fue Juan de Ávalos, escultor del régimen y autor también de las monstruosidades que adornan el Valle de los Caídos. Con el tiempo, los chorros de agua dieron lugar al secarral, y hoy es el dormitorio de una familia rumana asentada entre nereidas herrumbrosas. Tiene una foto. En frente, la única alegría de la plaza: un camión churrería con buen género y mejores precios.
Se barajaron muchos proyectos para ese edificio... De momento ha cuajado el de lugar de descanso de gatos callejeros y pobres sin techo
Muy cerca hubo otro hospital, el Generalísimo Franco. Hospital militar, por supuesto. Todavía ocupa una manzana entera entre Isaac Peral, Donoso Cortés, Joaquín María López e Hilarión Eslava. Se cerró en 2001, bajo el grotesco mandato de Federico Trillo en Defensa. Se barajaron muchos proyectos para ese pedazo de edificio: hospital de crónicos, oficinas, viviendas… De momento ha cuajado el de lugar de descanso de gatos callejeros y pobres sin techo. Eso sí, han desmontado de la fachada algunos símbolos franquistas, pero el hedor permanece. No culpen a los gatos.
Los mininos de los que hablamos, procedían del solar que permaneció intacto durante décadas en la esquina de la plaza con Isaac Peral, lindando con las soluciones habitacionales de los peces gordos de la Complutense. En esas estupendas viviendas del Rectorado moraron dos personajes opuestos: Fraga Iribarne, que lo dejaba todo perdido de policías y escoltas, y “Anjel” Muñoz, el añorado Reverendo, que adornaba el lugar con músicas sublimes. Hoy han rellenado la esquina vacía con un colegio mayor llamado El Faro, en referencia al Faro de Moncloa, otro hito de la arquitectura entendida como una manera de ganar dinero y perder prestigio. Este platillo volante pinchado en un palo yergue sus 110 metros de altura desde 1992, auspiciado por aquella folclórica que reinaba en el Ayuntamiento: José María Álvarez del Manzano. Salvador Pérez Arroyo, autor del Planetario y el Rockódromo, fue el encargado de diseñar la cosa. Sobre el proyecto figuraban ascensores de vértigo, un restaurante giratorio y maravillosas vistas a monumentos como el Arco de la Victoria del asesino o el Monasterio del Aire. Pero la realidad fue por otro lado. La plataforma giratoria no giró, el restaurante quebró y los ascensores dejaron de subir y bajar. Hubo errores de diseño, desperfectos, incumplimiento de normas de seguridad, incendios… Hoy, tras costosísimas reformas, se conforma con ser un mirador para turistas y morbosos: 4 euros tarifa general.
Detrás del faro está el Museo de América, un bodrio neocolonial que se nutre del generoso excedente del Museo Arqueológico de Madrid, y cubre todo el legado que le arrancamos a las Américas. Su cara norte linda con el desdichado parque de la Virgen Blanca. Allí estaba el asilo de Santa Cristina, destrozado durante la guerra. En las labores de desescombro se encontró una imagen de la virgen algo desconchada y, claro, le hicieron un modesto monumento. Durante mucho tiempo, el parquecillo fue un lugar agradable, un pinar bien conservado entre el Clínico y la universitaria. Hoy, gracias al pertinaz botellón, la obstinada sequía y la dejadez de Ayuntamiento y Rectorado, es un foco infeccioso donde pasar las noches de verano cogiéndose un pedo y, de paso, unas cuantas enfermedades.
Volvamos a la misma plaza de Cristo Rey, el núcleo irradiador del mal rollo de la zona. A mediados de los 50 se levantaron en ella dos edificios singulares. En el nº 3 encontramos una torre revestida de piedra blanca de Sierra Elvira. Esta hermosa fachada de la ciudad es lo primero que ven los que llegan por la Carretera de la Coruña. En uno de sus pisos de tropecientos metros cuadrados vivía el empresario de chacina Emiliano Revilla, secuestrado por ETA, que tras su liberación saludó desde el balcón que da a la plaza al pueblo de Madrid. A su lado se levanta otra torre curiosa, el nº 4, con fachada gris verdosa de gresite. Está rematada con un anuncio perenne de Mahou, un detalle economicista que no se sabe si tiene que ver con que en ella viva Cristobal Montoro, aquel ministro con aspecto de mustélido.
La calle ha ganado un bulevar de mentirijillas, con arbolitos plantados en macetones y un buen espacio de granito para los skaters. Más ruido
En la plaza convergen dos calles de gran calado: Cea Bermúdez y San Francisco de Sales. En esta última estuvo el Hotel Mindanao, un edificio con estilo y swing que ha sido sustituido por un bloque de viviendas de lujo con aspecto de cárcel de máxima seguridad. Antes de urbanizarse la zona, aquello era conocido como el Campo de las Calaveras… adivinen por qué. En Cea Bermúdez también se encuentran vistosos edificios de viviendas con mucho poderío. Como esta calle de gente bien se había convertido en una autopista insufrible, en los años 90 se perforó un túnel para aliviar el tráfico de la gente que se dirigía a sus chalets empotrados en la sierra. El resultado ha sido un atasco por partida doble: subterráneo y en superficie. Eso sí, la calle ha ganado un bulevar de mentirijillas, con arbolitos plantados en macetones y un buen espacio de granito para los skaters. Más ruido.
Entre las calles que dan a estas dos vías principales, y en ellas mismas, abundan las viviendas de sindicatos –verticales, por supuesto– , militares y de otros paniaguados del régimen que nunca se acaba. En ellas nacieron los otrora famosos “guerrilleros de Cristo Rey”, una jauría de perros rabiosos, hijos de próceres del franquismo, que se dedicaban a machacar al personal con barba y pelo largo en los años inmediatos al óbito de la momia. Cuentan con algún asesinato en su haber. Sus nombres son conocidos. Ninguno pisó la cárcel. Deben ser devotos de la parroquia de la zona, Santa Rita, esa iluminada que afirmaba que lo que se da no se quita. Y a ellos les dieron el señorío eterno de este país, como rezaban las monedas de Franco, “por la gracia de Dios”. De Dios es Cristo y Rey.
Ulular de sirenas, bramidos de autobuses, atasco constante, bocinazos, rumor de una autovía subterránea, tráfico infernal en superficie… Ruido, mucho ruido. Y peste. Olor a humo, a churros, a humanidad y, sobre todo, un penetrante olor a franquismo estancado. Estamos en el vientre de la bestia, en el epicentro...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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