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Medio dormida, y excusándome por la tardanza, le envío una retahíla de preguntas a Luis López Carrasco (Murcia, 1981), el autor de El desierto blanco, novela galardonada con el premio Herralde de este año. Es la tercera o cuarta vez que leo el texto desde que supe que existía en un restaurante de Lavapiés con un excelente menú del día delante. Por la confianza que nos tenemos, acordamos que redactar unas preguntas y responder a estas con calma es lo mejor. Con el tiempo, he ido cambiando de capítulo del libro que me interpela más, solo espero que la próxima vez que nos veamos no me pregunte cuál toca este mes. También él ha estado de gira por el sur de España con el libro, gira que he seguido como si fuese Nicolas Cage en Hechizo de luna tras pedirle matrimonio a Cher. Es decir, con ilusión.
En la primera página de El desierto blanco, se anuncia su motor: “Un micrófono apagado que nadie quiso encender”. Esta imagen de la nostalgia cohesiona el argumento de la novela. ¿Cómo trabajaste alrededor de esta idea?
Un narrador, Carlos, recuerda escenas de su juventud desde un tiempo y un lugar desconocidos. Su recuerdo lejano es nuestro pasado reciente. Esa distancia amplificada sobre unos momentos que para nosotros son todavía cercanos produce algo así como un desplazamiento, como si lo que teníamos a mano de repente se hubiera proyectado hacia atrás o nosotros hubiéramos acelerado hasta convertir el reconocible punto de partida en un borrón en el retrovisor. Más adelante, Aitana, su pareja, intervendrá en el recuerdo de ese pasado común. La nostalgia es un tema del libro, desde luego, un asunto del que se discute, pero no todos los personajes comulgan con él. Carlos narra para recordar, Aitana, sin embargo, narra para intentar lo contrario. Carlos quiere “volver” a través de la narración. Si recordar es volver a contarse algo a uno mismo, la nostalgia quizá sea el acto de contarse las cosas siempre de la misma manera.
Sobre la entrevista de trabajo del primer capítulo, el dinero toma protagonismo en la dinámica de grupo y permite que los candidatos al puesto puedan entrar a ella como una ficción, perversa, pero una ficción.
Hay muchos juegos en el libro y casi todos, al ser de rol, permiten inventar versiones de uno mismo: los juegos en ocasiones ofrecen una cierta impunidad, una cierta crueldad. Ofrecen unas reglas alternativas en las que podemos hacer cosas que uno no haría, como, por ejemplo, ser malvado. Si a eso le sumamos que el premio sea un puesto de trabajo, existen muchas probabilidades de que nos adentremos en territorios pantanosos, también disparatados. La competitividad enmarcada en un entorno lúdico con recompensas reales puede producir monstruos y eso lo saben los psicólogos desde hace décadas.
Los “objetos reproductores de memoria” (cámaras, vídeos, CD, grabadoras…) unas veces digitalizan nuestros recuerdos y otras implican algo de devastación. Entonces, ¿qué nos da recordar y recordarnos por escrito?
Que el pasado esté tan al alcance de la mano puede producir que estemos todas y todos un poco “enfermos de pasado”. ¿Vivimos en unos tiempos más nostálgicos que antes? No lo sé. Desde luego, últimamente parecemos decirnos constantemente que existe una especie de déficit de futuro. Hablando con Anna Pacheco en la presentación en Barcelona nos preguntamos si la distopía es la otra cara de la nostalgia. Con respecto a la literatura no sé muy bien si se diferencia en ese aspecto de otros objetos culturales.
En el texto sucede una cosa curiosa: unas llamativas notas a pie de página. En ellas, parece explicarse el discurso institucional sobre eventos y personas del imaginario social español, en clara distancia a la intimidad o relato individual. ¿Cómo se relaciona en tu novela la historia colectiva con la individual, más allá de estas notas?
Escribí esas notas en un tono muy de Enciclopedia, esa especie de neutralidad aséptica que nunca es neutral, claro. Su función principal era producir dudas, ya desde el inicio del libro, sobre a quién está dirigido el libro, en qué lectores están pensando su narrador principal, por qué se ve en la necesidad de contextualizar informaciones que se dan por sabidas. No me había dado cuenta, pero es cierto que esa manera de “enmarcar la época” opone la historia institucional con la intimidad singular de la experiencia cotidiana, cuyas vidas muchas veces no participan ni se relacionan con las memorias oficiales, algo que me obsesiona también en mi trabajo cinematográfico. Aunque, ahora que lo pienso, quizá eso haya cambiado, ¿somos capaces de distanciarnos de la agenda mediática? Me parece que un problema clave de la actualidad es que vía informativos y magacines matutinos vivimos íntimamente, personalmente, hechos noticiosos que poco tienen que ver con lo que realmente nos atañe. Es decir, se siente la potencial ruptura de España por la amnistía como un desgarro psicológico. Esto es muy peligroso. Los términos de disputa del presente, sean a favor o en contra, están marcados desde arriba.
¿Cómo se mueve el narrador por el tiempo, cuál es su motivación?
Bueno, el narrador está en el futuro, donde no puede volver es a su pasado. Tampoco parece que pueda volver físicamente a los lugares en los que vivió. Quizá recordar sea para él una manera de alejarse por unos momentos de una vida futura que no le satisface, quizá eso le permita abstraerse de un tiempo en el que le cuesta vivir. También creo que necesita saber si se le escapó algo, si en su pasado se esconden algunas claves, que en su momento eran invisibles, que le puedan explicar mejor qué les ha pasado y desde ahí reconquistar su propia biografía. No estoy seguro de que lo consiga, no estoy seguro de que tenga muy claras sus propias motivaciones.
La ira parece ser una buena herramienta para invocar o convocar el pasado. ¿Qué es aquello que tanto desasosiego nos produce al pensar en lo ya vivido?
Pues no sé si se puede tener ira de manera retrospectiva, siempre me ha parecido que la ira es una emoción que se experimenta en presente. La ira retrospectiva quizá sea aquello a lo que llamamos rencor. El rencor tiene muy mala prensa pero quizá tenga algún aspecto positivo.
El rencor tiene muy mala prensa pero quizá tenga algún aspecto positivo
Ya en el segundo capítulo, “Océano de luz”, el lector se enfrenta a una idea tan enajenante como valiosa. Muertes, enfermedades, accidentes de avión, como es el caso. ¿Es que tal vez no podremos parar el avance del sistema?
Las ficciones que nos rodean, que son muchas y a veces tienen efectos sobre la realidad, como la propaganda, la publicidad o la bolsa de valores, nos dicen mucho del mundo que habitamos, del horizonte de posibilidades o alternativas de vida que podemos permitirnos imaginar. Por otro lado, la ficción puede ser sanadora y reconfortante. La pandemia fue algo profundamente disruptivo y gracias a la conectividad y a la ficción pudimos sostenernos y sentirnos acompañados. Ahora bien, me pregunto si la sensación de aceleración del presente, el sobreestímulo y la conectividad constante están afectando a nuestra imaginación. Me parece que la imaginación puede ser una poderosa fuente de conocimiento, pero necesita espacios vacíos. Quizá tengamos que aprender a hacer dieta de datos o redescubrir qué espacios vacíos siguen existiendo en nuestra realidad.
¿Qué es lo que buscamos con tanta desesperación en el pasado, que no sabemos encontrar en el presente?
Buscamos certezas y seguridad porque el bombardeo mediático nos ha hecho creer que vivimos tiempos inseguros e inciertos y claro, hay que responsabilizar a colectivos vulnerables para que se nos olvide que fue el capital internacional y la banca en connivencia con la clase política la que nos llevó a la ruina y nos dejó sin casa, sin trabajo y sin proyectos de vida. A todo proceso impugnador, como pudo ser el 15M o la huelga feminista, le sigue una tremenda, violenta y agresiva reacción. La receta del populismo ultra es romper la sociedad en dos o más fragmentos para que los movimientos sociales, transformadores, que pongan la desigualdad, el respeto al medioambiente y los derechos humanos en el centro, no puedan establecer alianzas mayoritarias. Es aterrador. Que haya una izquierda que quiere enfrentarse a eso con recetas de un pasado que no va a volver es una batalla perdida.
Medio dormida, y excusándome por la tardanza, le envío una retahíla de preguntas a Luis López Carrasco (Murcia, 1981), el autor de El desierto blanco, novela galardonada con el premio Herralde de este año. Es la tercera o cuarta vez que leo el texto desde que supe que existía en un restaurante...
Autora >
Andrea Toribio
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