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JAVIER LORENZO CANDEL / POETA Y CRÍTICO LITERARIO

“La muerte es una idea anticapitalista”

Esther Peñas 10/03/2024

<p>Javier Lorenzo Candel. / <strong>Archivo personal del entrevistado</strong></p>

Javier Lorenzo Candel. / Archivo personal del entrevistado

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Puntos de fuga. Nuevas patologías de la vida cotidiana (Chamán). Este título reúne un puñado generoso de reflexiones que tratan de ampliar horizontes ante realidades que deslocalizan al ser humano, desde la guerra de Ucrania, el covid, la inteligencia artificial, pasando por la necesidad de lo común frente a un individualismo que nos aísla. Su autor, el poeta y crítico literario Javier Lorenzo Candel (Albacete, 1967), también retoma cuestiones intemporales como la violencia, el deseo, la fraternidad o la muerte, a la que considera una de las ideas anticapitalistas por excelencia.

¿Cuál es, a su juicio, la mayor patología de la que adolece nuestra sociedad y cuál su lado más luminoso?

Los nuevos capitalismos han conseguido que las sociedades queden instaladas en una suerte de consumismo que las define, construyendo así lo que podemos llamar seres deseantes. Porque, si tenemos en cuenta la función del deseo en nuestros comportamientos, veremos cómo podemos definirnos bien desde una perspectiva sentimental (deseo de amar, sexual, deseo de vivir en sociedad, deseo de entendernos, etc.) o bien desde esa praxis de lo deseado que tiene que ver con las grandes estructuras de consumo, las grandes empresas, las multinacionales del abastecimiento desmedido de lo deseado, con los materiales que cumplen la función de cubrir las necesidades que ellas mismas han diseñado. Estamos inmersos en sociedades donde el deseo se construye desde lo material, abandonando las características más espirituales, las más humanistas. Lo más luminoso quizá sea que estamos tomando consciencia de esa patología y podemos encontrar antídotos eficaces para controlarla.  

Asegura que nuestras sociedades están asustadas. ¿Cómo influye y de qué manera el miedo en nuestra cotidianidad, en nuestra identidad?

El miedo es lo más eficaz para paralizarnos. El que tiene miedo trata de protegerse de lo que teme. Pero, ¿a qué o a quién tememos ahora? Para que el individuo camine por la senda que algunos intentan diseñar es necesario que tenga miedo a salirse del camino trazado. Y, ¿cuál es ese camino? Quizá sea el creado por la superestructura económica, de un lado, que quiere individuos diseñados para los nuevos vientos del capitalismo, y, de otro, los niveles de exigencia personal que todos tenemos para cumplir con eficacia con los ritmos que nos hemos impuesto como sociedades productoras, emprendedoras, competitivas. Estamos viendo que nada se entiende fuera de estas características, por tanto, lo que salga fuera de ellas es terror, pánico social y exclusión. Ahí está la función del miedo y la consiguiente sociedad asustada. 

¿Hay que temer la inteligencia artificial?

Creo en la necesidad de ir descubriendo elementos que faciliten la vida de las personas, en crear sociedades preparadas para resolver los problemas a los que se enfrentan con la mayor eficacia posible, contando con el grupo social y dando respuestas conjuntas para problemas que nos afectan a todos y a todas. Si la IA ha venido para crear espacios que sean capaces de abordar esto, bienvenida sea. 

Pero me temo que quien puede controlar la IA puede tener otros planes para su desarrollo y su implantación. Quizá deberíamos aplicarnos en la necesidad de construir desde una ética asociada a la manera en la que nos estamos defendiendo de lo que nos rodea que a la de dotar de más presión al individuo que tratar de afirmarse en este mundo. Y creo que la IA viene para quedarse en el territorio de la presión social, de la exigencia neocapitalista, en definitiva, en una manera más de desprendernos de lo humano como garantía de futuro.

¿Cuándo es necesario tener presente el peligro y que condicione nuestra acción?

A raíz de la pandemia de covid, las sociedades han descubierto algo para lo que no estaban preparadas: el peligro y lo peligroso. Habíamos construidos grandes torres de defensa, estábamos suficientemente armados contra las invasiones bárbaras, teníamos legislaciones que daban tranquilidad y aportaban convivencia, el capitalismo abría valores de oferta y la demanda crecía abundantemente, éramos occidentales en sociedades tranquilas desde el punto de vista de las nuevas economías. Pero llegó el virus y nos dimos cuenta de que somos vulnerables, de que tenemos posibilidad de desaparecer, de nuestras debilidades como especie. Esto fue extraordinariamente importante en ese mismo momento. Pero como el ser humano es adaptativo, pasado el peligro y lo peligroso, volvemos a acomodarnos en nuestros sillones de oreja y a seguir marcando los ritmos del bienestar y la confianza plena en nuestro sistema de valores. 

Ahora lo peligroso es estar fuera de ese sistema de valores

Deberíamos haber aprendido, pero hemos sido incapaces de hacerlo porque, y esta puede ser una de las tesis que defiendo, no estamos preparados para modificar las ritmos impuestos, las tesis del neocapitalismo, la fuerza de esa estructura megalítica que es la creación de la necesidad y la posibilidad de atenuarla. Ahora lo peligroso es estar fuera de ese sistema de valores, ser un excluido. Y eso es, en sí mismo, algo terrible para la gran mayoría de nosotros.

Apela a la política del “nosotros” en un momento de intenso individualismo-selfístico (si me permite el palabro), en el que los movimientos de apoyo mutuo (sindicales, vecinales, religiosos) no pasan por su mejor momento. ¿Qué explica que hayamos llegado a esta situación? ¿Qué puede reparar esos vínculos de la segunda del plural?

La mayor baza de las políticas implantadas en los países más desarrollados es aquella que apuesta por tener en cuenta al individuo más que al grupo social, entre otras razones porque el individuo es mucho más controlable, más previsible, que el grupo. Thatcher hablaba de No Societycomo elemento fundamental de sus políticas. Donde no hay sociedad desaparece también cualquier reivindicación de masa, la fuerza del grupo, la capacidad del nosotros. Trump apuesta también por este cortocircuito de lo social para controlar cualquier movimiento, porque sus políticas inciden directamente en lo profundo del sentimiento individual, donde se apela a la identidad, a la defensa del núcleo familiar, a la necesidad de crear un caparazón frente al otro. La autoridad es defenderse de lo hostil, y lo hostil reside en los movimientos de masas (reivindicación de identidad sexual, defensa ante la opresión por motivos raciales, etc.). Hay, no obstante, movimientos en Francia, en España, en Alemania, que están desarrollando la capacidad de acción del grupo humano en defensa de ideas, de tierra, en contra de proyectos de aniquilación de la naturaleza o de acciones encaminadas a la defensa de sus propias estrategias sociales, de su economía de subsistencia. Ese sería un buen ejemplo para ir construyendo nuevas contestaciones a los gobiernos. 

¿Hasta qué punto se ha banalizado la muerte hoy en día?

La muerte es una idea anticapitalista. Una sociedad moderna y de consumo, una sociedad de emprendedores económicos, no puede tener el concepto de muerte entre sus valores porque se tiene que defender la idea de eternidad. Si vamos acompañados de nuestra finitud tenderemos a pensar a plazos mucho más cortos y aplicaremos el principio de urgencia. Las sociedades capitalistas son sociedades a largo plazo que, además, manejan como nadie el concepto de felicidad, de bienestar, de capacidad y de construcción. La idea de muerte es una pieza que no puede aparecer en el engranaje de su maquinaria porque dificultaría sus estrategias de movimiento. Además, la muerte es un concepto poderosamente humano en un mundo extremadamente mecanicista, donde el deseo vincula cualquier actitud. No se desea morir, luego tendemos a olvidarlo.

Hemos construido una sociedad donde la falta es algo fundamental 

¿Es la falta, ese concepto lacaniano, lo que nos mantiene del lado del deseo, de la vida?

De esta vida, sí. Hemos construido una sociedad donde la falta es algo fundamental porque siempre que nos falte algo, siempre que tengamos la sensación de que necesitamos algo que nos falta, tenemos una oferta magnífica en el mercado de consumo. Podemos hablar de lo material, pero también las estrategias inciden en lo espiritual. Cuando cubrimos la necesidad de algo que deseamos estamos tan satisfechos que hablamos de felicidad. Somos felices y ese es el gran exponente, el concepto de la gran estrategia. 

Si nuestra vida tiene como gran valor la felicidad, conseguirla a través de la oferta y la demanda es, para las grandes máquinas de fabricación de necesidades, algo básico. Y el deseo es la gasolina más potente de todas las estrategias posibles. La sensación de falta es, por tanto, el gran descubrimiento.

En algunos de los artículos se detiene en la idea o concepto de “identidad”. ¿Qué es lo que más la define?

La identidad se construye. Somos seres humanos que han sido puestos en este mundo amparados por valores que definen nuestras identidades. Es nuestro equipaje, nuestra herramienta para enfrentarnos a la vida. En algunos casos puede ser comparada con la tradición, pero la identidad va mucho más allá. Es curiosa la manera en la que nos estamos desprendiendo de este concepto, siquiera porque pensamos que nos hace falta para caminar, que podemos cambiarlo a nuestro antojo, que lo identitario puede llegar a ser un lastre para triunfar. Estamos haciendo desparecer el equipaje de nuestra identidad singularmente alineados a la idea de la no identidad, del no conocimiento de los valores del pasado, del olvido voluntario e involuntario de nuestra educación sentimental. El ser humano sin identidad es el mejor elemento para sociedades deshumanizadas, desprovistas de valores humanos y creadas desde la conciencia del hombre o la mujer nuevos, activos individuos preparados para afrontar los retos de este siglo. Frente a esto, algunos movimientos de defensa de identificación con la naturaleza, la tradición, el pasado dotado de tiempo lento, de trabajo artesano, etc. La vuelta, en definitiva, a la identidad de lo humano, lo poderosamente humano. 

No somos humanos si no tenemos conciencia de dolor

Si se vive “no sin dolor, sino sin conciencia del dolor”, ¿qué perdemos?

Lo más importante de cada estímulo que recibimos es la toma de conciencia de ese estímulo, qué nos provoca, cómo nos sentimos ante él y, por consiguiente, de qué manera lo hacemos nuestro, empezamos a entenderlo. El sentimiento de dolor es, quizá, uno de los más poderosos porque incide en un cambio sustancial en nuestra manera de ser. No somos humanos si no tenemos conciencia de dolor, y la reflexión que se desprende después del acontecimiento. Hemos construido nuestra identidad sabiendo lo que el dolor nos ha aportado, lo más importante para hacernos personas. Los animales tienen dolor, pero no conciencia de dolor porque no hay reflexión posterior para entenderlo. Cuando hablo de esa conciencia trato de amplificarla también a la de amor y a la de muerte, como dos pilares fundamentales. Y es aquí donde podemos hacer una crítica a las sociedades que se han adueñado de la conciencia del dolor para tratar de extirpar la sensación de dolor.  Si esto es así, dónde queda la filosofía, dónde la literatura, ambas construidas desde estos soportes. Dónde queda el humanismo si desprendemos al ser humano de la conciencia de dolor, de amor, de muerte; dónde, incluso, la política. Esa debería ser una cuestión fundamental para intentar airear una nueva ética a los movimientos de las nuevas sociedades.

¿Hasta qué punto hay libertad de expresión con tanta cultura de la cancelación, de lo políticamente correcto, de la crispación…?

Se trata de evitar cualquier opinión que se salga de los carriles impuestos, pero siempre ha sido así. El poderoso coarta cualquier opinión que afecte a sus estrategias de poder, que rompa con sus ritmos, con sus necesidades para instalar sus políticas. Quien habla en contra, tiende a ser un elemento al que perseguir, si es en sociedades democráticas, a través de sus bases capitalistas, si en sociedades donde reina una dictadura, a través de actitudes más expeditivas. El poder siempre quiere tener razón, aunque no la tenga, y ampliar sus juicios para que todo el mundo piense como él. Ahora bien, en los últimos años venimos asistiendo a esa actitud de cancelación del discurso en uno y otro bando, viendo cómo el que discrepa tiende a ser apartado, discriminado, incluso asesinado por regímenes poderosos en sociedades más avanzadas. Aquí es donde entramos en el terreno de la preocupación, porque no se trata de conquistar la verdad a fuerza del debate en un discurso y otro, sino de sesgar cualquier contestación que se salga de los cauces oficiales. Estamos viviendo momentos para la preocupación, pero todavía existe un espacio amplio para la reflexión y la opinión considerada, para los juicios de unos y otros, para el debate político. Quizá estemos en trance de perder ese pulso, pero mientras tanto sigamos defendiendo cualquier opinión, por contraria que pueda ser a la nuestra. Mientras sea así, seguiremos en la conquista de la libertad.

¿Por qué nos cuesta tanto debatir desde puntos de vista diferentes sin tachar al otro de idiota, o bobo, o engañado?

Porque, si tenemos en cuenta lo dicho hasta ahora en torno a las sociedades individuales, y que en algún momento llamo objetivas, la verdad es mi verdad, frente a la verdad del otro que pasa por un proceso curioso de análisis despiadado. Esto tiene también que ver con un proceso de equiparación del juicio crítico, que viene definido por lo igualitario también a la hora de tener razón. Mi razón es la razón que yo defiendo y es, por tanto, mucho más poderosa que la tuya, en cuanto que es la mía. Con estos mimbres es difícil pensar en asumir el pensamiento del otro para ampliar tu propio juicio. Creemos que estamos en posesión de la verdad y, lo que es peor, creemos que todo lo que no sea nuestro juicio, es susceptible de ser falso. Y si lo que yo diga tiene el mismo valor que lo que tú digas, me quedo con lo mío. 

¿Contra el macroconsumo… hay antídoto? 

Sí. Buscar mucho más allá de las grandes estrategias empresariales que tienden a acabar con la idea de que el ser humano es humano, un mero proceso de falta y deseo, un engranaje más en sus propios fines donde, por ejemplo, se ha instalado una necesidad mucho más poderosa que la idea real de necesidad. Parémonos a pensar con cuánto de lo que nos rodea es necesario vivir, y vayamos construyendo un futuro a la medida de nuestras vidas, las vidas reales, no las que están intentando que vivamos. 

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