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Con su segunda novela, Cuerpo vítreo (Anagrama), Aurora Freijo (Madrid 1965) vuelve a adentrarse en zonas fronterizas, ambivalentes, en las que el cuerpo sirve de eje para tantear de qué modo el daño, la muerte, la enfermedad y el deterioro condicionan y turban nuestra percepción no solo del mundo, sino la de uno mismo y el otro. Con una prosa fragmentada y delicado pespunte lírico, Freijo nos encara con la finitud humana.
Más allá de lo físico, ¿qué simboliza la vista para el cuerpo?
La ceguera, en Cuerpo vítreo, es la noche oscura del alma. La vista es un ancla. En el devenir incesante que puede ser la realidad, la vista ordena, coloca, detiene. Es la posibilidad de organizar el caos en que consiste lo que hay. Esta novela es el monólogo interior sobre ese miedo, el miedo a perderse en una inmensidad amorfa. Por otro lado, no tener visión nos expone al otro, nos somete a la indefensión de la mirada del otro sobre nosotros. Perder la vista es, para la protagonista, una plena desposesión. Creo que esta prosa poética es, por eso, más que una novela, un texto trágico.
En el anterior libro, el abuso; en este, la enfermedad, la muerte, la ausencia, el desamor. ¿Cómo convertir las sombras en poesía?
La palabra poética está anudada irremediablemente a la sombra. Es la más dicente, la más oportuna, la elegida para decir lo que somos: ruido y furia, y miedo. Se me viene a la cabeza Celan… Entiendo mal otro tipo de poesía que no sea esta, digamos, metafísica, ontológica. La palabra poética que ansío tendría la suavidad doliente de Emily Dickinson, con sus abejas y colinas, junto a la desesperación de las rosas heridas de Leopoldo Panero. La ligereza de los insectos y la brutalidad de los sepulcros. Decía Duras que las novelas o son poemas o complicaciones innecesarias, historietas. Con ese ánimo he querido escribir este monólogo de voz interior que es Cuerpo vítreo.
La palabra poética está anudada irremediablemente a la sombra. Es la más oportuna para decir lo que somos: ruido y furia, y miedo
¿Conviene amar a quien nunca se queda a dormir, como hace T.? Si “todas las razones para amar son inauditas”, ¿por qué nos cuesta tanto abandonarnos a lo indócil del amor y tratamos siempre de cincharlo?
El amor no se elige en función de lo más conveniente. Quizá ni siquiera se elige. El amor es bastante indómito aun respondiendo a ciertos intereses, eso sí, inconscientes, incontrolables pues, que se rigen por el goce, que no es nada gozoso, sino al contrario. Eros es extraño. Puede incluso asustar. Tal vez por eso lo neurotizamos. En este caso, el amante T. es la humillación, la trampa, la desconsideración… pero, al fin y al cabo, un modo de amor, en el que ambos se instalan para construir un huevo huero. T., el vampiro, la polilla que come corazones; T. es una morgue, sin embargo… Ella comienza su monólogo afirmando que se está pudriendo su nervio óptico, pero también su corazón. Su relación con T., su amor gangrenado, es la devastación.
¿Cómo convivir con el miedo?
Sabiendo de él. Tomando su mano inevitablemente. Y a la vez atemperándolo, para que no nos devore, como Saturno. Somos hijos del miedo, aunque nos anestesiemos. Creo que lo que hay en esta novela no es un miedo a la muerte, sino un miedo universal a la agonía, como decía José Hierro, al padecimiento. Y ¿cómo no temblar, entonces? Temblemos. Escribamos en serio. Temor y temblor, con las palabras de Kierkegaard.
Lo que hay en esta novela no es un miedo a la muerte, sino un miedo universal a la agonía
¿«Pena significa también castigo»?
Lo terrible que nos sucede no tiene sentido. No sufrimos para nada, no morimos para nada. Esa falta de causa, esa nada, ese sin sentido es muy perturbador. Solo los porqués, las respuestas, aunque sean simulaciones, construcciones ad hoc, nos sostienen. La sinrazón no admite interlocutor, no permite pedir cuentas, no acepta negociaciones. Es el puro abismo. Pero si al menos ideo la casa de un castigo, cabe algo de consuelo, todo se hace algo más soportable. Vamos en busca de la razón y nos contamos cuentos para adultos. Pura farsa. Pero, de algún modo, cumple una función de control. Como Sísifo: el sinsentido y el castigo. Por eso, buscando una explicación, la protagonista en la novela apela, aun sin esperar en realidad nada, a los dioses.
Cuando “todos los cementerios nos esperan”, ¿cómo no sucumbir a cualquiera de sus tumbas?
Porque preferimos vivir. Es el conatus, la fuerza que nos impulsa a seguir. Y, además, precisamente saber que irremediablemente moriremos nos puede hacer vivir más, nos prepara para participar de la joie de vivre. La existencia condena a la muerte, pero la muerte es la mejor de las posibilidades; ser mortal nos engendra vida. Es cierto que a veces los cementerios lo llenan todo y dan ganas de morirse, pero…
El fantasma de la madre, ¿de qué modo nos condiciona? ¿Siempre vuelve en los momentos de máxima fragilidad, la madre, su recuerdo?
Más que la madre es la falta de la madre, su añoranza. Es la propia orfandad la que gravita en la escritura que es Cuerpo vítreo. La madre medio muerta con la que no puede contar. Quiere una madre al modo deus ex machina, pero todos somos insuficientes para el otro. La madre es la posibilidad de salvación.
La vulnerabilidad, que es la conciencia de la enfermedad, nos hermana
La enfermedad, ¿nos separa de los otros, en tanto que el mundo parece medirse únicamente en función de ella?
Creo que no del todo, es más, creo que nos une. Nos hace algo así como participes de una comunidad rara, a la que nos querríamos en realidad pertenecer, que agrupa aun manteniendo una separación. La vulnerabilidad, que es la conciencia de la enfermedad, nos hermana. Y nos avisa, para quien no se ha dado cuenta, de que somos más que ninguna otra cosa, cuerpo: un cuerpo vítreo, duro pero frágil, como el vidrio.
Escribir, ¿hasta qué punto es una enfermedad?
Creo que escribir es una lealtad. Escribir es testimoniar. No se escribe para nada más. Hacerlo con alguna intención es traicionar a la propia escritura. En la novela aparece como la posibilidad, la búsqueda de una curación: sanar por la palabra. Y, sin embargo, no es más que un nuevo fracaso. Thanatos no tiene cura.
¿Cuál sería la enfermedad letal para la escritura?
Estar en la habladuría, en una palabra que no dice nada, que solo entretiene, que únicamente disimula para alejar lo que nos mueve a escribir: la dificultad que son Eros y Thanatos. Por eso se debe escribir buscando el máximo despojamiento, huir de prosa que se sostiene solo en las tramas, en los sucesos. No se puede escribir sin negatividad, no cabe la literatura siendo felices esclavos. La lengua, la literatura, debe ser entendida como un modo de respiración, como la posibilidad de una patria (heimat).
Con su segunda novela, Cuerpo vítreo (Anagrama), Aurora Freijo (Madrid 1965) vuelve a adentrarse en zonas fronterizas, ambivalentes, en las que el cuerpo sirve de eje para tantear de qué modo el daño, la muerte, la enfermedad y el deterioro condicionan y turban nuestra percepción no solo del mundo, sino...
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