LAS MÁSCARAS DEL DRAMA
Las tres vidas de Rosario de Velasco
Reconstruimos la historia de la pintora madrileña, casi desconocida tras la Guerra Civil, cuya obra llegará al Thyssen en junio con creciente expectación
Miguel Ángel Ortega Lucas 4/04/2024
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Buscamos en el arte lo que perdura. Destellos de verdad y de belleza que no entienden del tiempo, que iluminan en cualquier circunstancia y latitud; como estrellas extinguidas cuya luz nos alcanza todavía. Ésa es, entre otras, la diferencia que suelen marcar los artistas de fuste. Y algo muy parecido le sucedía a Toya Viudes de Velasco (Murcia, 1967) con un cuadro pintado en 1934, omnipresente en su vida y durante muchos años mascarón de proa del salón de la casa de sus padres. Una obra que le fascinó desde niña, “impresionante” para ella no sólo por sus dimensiones (2 x 2 metros), titulado Las lavanderas.
Lo tenía su abuelo Luis en su casa de Valencia, en la calle Conde de Salvatierra. Al morir él, la abuela se trasladó a Murcia con su hija, la madre de Toya, y ahí siguió. Como un paisaje abierto desde el comedor hasta el campo en que esas mujeres llevan a cabo el rito antiquísimo del río, donde lavar la ropa es también un pretexto para la confidencia y para que los niños jueguen libres. Un día Toya dejó de ser niña y se fue a Madrid a estudiar. Fue por esa época cuando descubrió, en el Museo Reina Sofía, un cuadro de la misma autora llamado Adán y Eva. Cuya réplica en postal resultó ser de las más vendidas del museo. A pesar de lo cual esa autora, llamada Rosario de Velasco, apenas era conocida en el circuito y casi nada por el público.
Conoció un éxito fulgurante durante su juventud, en los años previos a la guerra civil y la dictadura franquista
Rosario era la tía abuela de Toya. Nacida en Madrid en 1904 y muerta en Barcelona en 1991, conoció un éxito fulgurante en su juventud, los años previos a la guerra civil y la dictadura franquista. El cuadro de Las lavanderas, que regaló a su hermano Luis y abuelo de Toya en 1936, concurrió a la Exposición Nacional de Bellas Artes en 1934. No obtuvo mención entonces, pero Rosario ya había tenido premios y expuesto en salas extranjeras de prestigio. Tras aquel reencuentro en el Reina Sofía, Toya Viudes se hizo una pregunta recurrente para muchos que conocieron la obra de Rosario de Velasco: por qué no era conocida, compartiendo sala su Adán y Eva con obras de Salvador Dalí; habiendo deslumbrado a lo largo de los años treinta.
La idea de montar una exposición de su tía abuela –a quien Toya no llegó a conocer en vida– ya germinó entonces. “Años después lo intenté en Murcia”, cuenta, pero no prosperó. Pasó el tiempo (décadas), y Toya recaló en la localidad costera murciana de Cabo de Palos meses antes de la pandemia de 2020, para estar más cerca de sus padres, tras diez años trabajando como periodista de viajes en Colombia. Quiso la vida que el gestor cultural Miguel Lusarreta se instalara también en Cabo de Palos, y que se acabaran conociendo. Lusarreta sí sabía de su tía abuela, por haber hecho el catálogo del Reina Sofía en 1998.
Lusarreta “no conocía nada más” de la pintora más allá del Adán y Eva, nos cuenta también por teléfono. “Muchos conocen ese cuadro pero no a la artista. Luego vas descubriendo más de su obra, y resulta sorprendente que no sea reconocida”. La respuesta de Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen-Bornemisza, cuando recibió la propuesta de exposición de parte de Lusarreta, fue de puertas abiertas: “Yo sabía que a Solana siempre le había interesado la figura de Rosario de Velasco y nos atendió enseguida”. Así que Toya Viudes y Miguel Lusarreta se apresuraron a recuperar todo lo posible de su obra, de la cual atesoran ya cerca de 350 cuadros. El problema es que muchos no se conservaron bien (por la misma razón de su desconocimiento), y aguardan la hora de su restauración. Según Lusarreta, hubo más intentos de montar una muestra sobre ella, pero los sistemas de subasta anteriores a internet, amén de la confidencialidad, hacían muy difícil localizar las obras. Ahora, con el enlace de la familia, “la cosa cambia”.
También con las redes sociales. Toya Viudes se presentó en X con la determinación de seguir encontrando obras de su tía abuela: “Me dirigí a los medios, y me hizo muchísimo caso la cuenta de Julia en la Onda”, el programa radiofónico de Julia Otero. “En La Vanguardia también se portaron súper bien y me sacaron una doble página. Gracias a eso aparecieron Maternidad y Gitanos”. Este último, presentado al Premio Carnegie de Pittsburg en 1935, y subastado en 1995.
La historia de la obra perdidade la tía abuela hizo responder a la gente. Pero es muy dudoso que se hubiera dado tal respuesta si la obra no llega a merecerlo. A pesar de no tener idea casi nadie de quién fue Rosario de Velasco.
Rebelde, católica y “arrolladora”
Algo que también suele diferenciar a los verdaderos artistas es la autenticidad. Una visión y una conducta singularísimas en que vida y obra no conocen separación. Es lo que fue siempre la persona llamada Rosario de Velasco: a la luz de los hechos, y de quienes mejor y más cerca la conocieron. “Era arrolladora”, nos cuenta Marvi Ugarte Farrerons, una de los siete nietos que tuvo Rosario de su única hija, María del Mar. “No pasaba desapercibida. Iba por la calle y llamaba la atención, pero por lo que transmitía. Iba pisando fuerte, sí”.
“No pasaba desapercibida. Iba por la calle y llamaba la atención, pero por lo que transmitía. Iba pisando fuerte”
Rosario de Velasco nació en Madrid. De Antonio Velasco, madrileño, y de la vasca Rosario Belausteguigoitia. El padre era coronel del ejército; militar sui generis también para la España de esa época. Estuvo destinado en Inglaterra y Cuba y era aficionado al arte. Ejerció como profesor de acuarela en la escuela militar, y llevó de pequeñas a Rosario y su hermana Lola a la academia de quien sería dos veces director del Museo del Prado, Fernando Álvarez de Sotomayor. Ahí empezó a pintar. Al mismo tiempo –nos cuenta también su nieto Víctor Ugarte, actual director del Instituto Cervantes de Londres–, Rosario ya era de niña alguien “inconformista”, con gran querencia por “los juegos de acción y subirse a los árboles”.
La efervescencia del periodo de entreguerras facilitó que la joven Rosario de Velasco viviera un ambiente de modernidad óptimo para su desarrollo vital y artístico, en unos años –las décadas de los veinte y treinta– en que las mujeres gozaron de una libertad de costumbres inédita hasta esa fecha en España. Amén de la que ya traía de su casa, con un padre militar y una madre muy católica que nunca le cortaron las alas; al contrario. Este dato resulta iluminador para entender su carácter: libérrimo, y al mismo tiempo religioso. Con un rechazo visceral a “las señoronas de misa diaria con abrigo de piel”, asegura su nieto Víctor, “muy moderna y muy feminista” de primera hora, pero también “muy católica”.
Fue sin duda esa veta la que le llevaría a acercarse a la Falange Española a mediados de los años treinta, ahuyentada de los partidos de izquierda por su cariz anticlerical. En un momento en que la Falange presentaba un novedoso potaje ideológico que mezclaba tanto lo conservador de las esencias del pueblo como la revolución de viejos órdenes, y cuando casi todo el mundo se “significaba” políticamente, Rosario de Velasco lo hizo con quienes defendían su fe religiosa. Sin sospechar aún –como en muchos otros casos– en qué acabarían derivando. Y sin que ello supusiera motivo de conflicto con quienes se afiliaban a lo opuesto. Por ejemplo, las que se han dado en llamar Las sin sombrero, coetáneas de la Generación del 27, como la después comunista María Teresa León; cuyo libro Cuentos para soñar ilustró Velasco en 1924. (“Había un respeto y una amistad por encima de lo que pensaras políticamente”, apunta Toya Viudes, “que ahora yo no reconozco”.) Los dibujos originales de ese libro, por cierto, aparecieron hace poco, cuando alguien que los conservaba se puso en contacto con Viudes tras la aparición de un reportaje sobre su tía abuela en el Diario de Burgos.
En 1931, año de proclamación de la II República y cumpliendo ella los 27, Rosario de Velasco alumbró lo que sería su primer éxito: una pintura en que una mujer baña a un niño pequeño titulada El baño –cuadro que no se ha localizado aún–. Al año siguiente concurrió a la Exposición Nacional de Bellas Artes con Adán y Eva. Toya Viudes dio con una crónica de la época en que se cuenta que el jurado estaba dispuesto a darle la primera medalla, pero como “no había precedente” de dársela a una mujer, a alguien se le antojó concederle la segunda. Ese mismo año expuso también en Venecia, Valencia, Copenhague y Berlín. En 1933 cruzó el Atlántico para exponer en Pittsburg, EE.UU. Una muestra colectiva de arte contemporáneo español en París, en marzo de 1936, propició que el museo Pompidou comprara su obra Carnaval, que aún se conserva allí. El 4 de julio de ese año, catorce días antes de la sublevación militar que dio inicio a la guerra civil española, presentó en la Exposición Nacional de Bellas Artes, en el Palacio de Cristal de Madrid, una obra, llamada Matanza de los inocentes, que resultó profética.
Fue entonces cuando, podríamos decir, acabó su primera vida y empezó la segunda; la más larga. Al poco de iniciada la guerra ese verano tuvo que huir de Madrid, que era zona republicana, tras una denuncia por pertenecer a la Falange; dicen que de la portera de su edificio. Se fue a Barcelona –también zona roja, pero donde no era conocida– con el pretexto (real por otro lado) de acabar un retrato familiar. Pero fue detenida y encarcelada en la Modelo. Allí, relata su nieta Marvi Ugarte, pasó la noche con otra mujer, jugando al parchís por no dormir. Entonces intervino un hombre que había conocido allí mismo, en Barcelona; que “era médico, y amigo del médico de la cárcel”: Javier Farrerons Co. Estos consiguieron sacar a Rosario a escondidas en una carretilla, bajo una montaña de ropa sucia, y que salvara la vida, porque la compañera de celda acabó fusilada al día siguiente.
Rosario de Velasco y Javier Farrerons se casaron muy pronto; a escondidas, en un piso y por el rito eclesiástico
Rosario de Velasco y Javier Farrerons se casaron muy pronto; a escondidas, en un piso y por el rito eclesiástico. Luego dejaron Barcelona para cruzar los Pirineos, con el objetivo de llegar por Francia a San Sebastián –donde vivía la abuela de Rosario–, que era zona sublevada. “Eran montañeros y sabían lo que hacían”, cuenta M. Ugarte. Les acompañaba un guía, y el editor Gustavo Gili con su mujer y su hijo de seis años; los del retrato familiar pendiente. Tras pasar por San Sebastián llegaron a Burgos, donde estaba su hermana Lola. Se quedaron en un pueblecillo burgalés llamado Las Machorras durante al menos año y medio [aquí las fechas bailan], hasta regresar a Barcelona una vez acabada la guerra en 1939. Allí vivió Rosario con su familia hasta su muerte.
Matanza de los inocentes (1936).
El distanciamiento
Para Toya Viudes, “después de la guerra se le cayó el mundo encima. Leo esas reseñas y es impresionante la vida artística que había antes y en lo que se convirtió todo después, que fue una pesadilla”. La dictadura franquista cercenó unas posibilidades históricas de avance en España, castró a varias generaciones brillantes y devolvió al país a las catacumbas del Medievo por la vía del terrorismo de Estado. Y Rosario de Velasco enterró su proximidad a cualquier facción política tras el horror indiscriminado que vivió en la guerra y la posterior deglución que hizo el franquismo de la Falange, convertida en punta de lanza, o flecha, de un sistema que no tenía más ensamblaje intelectual que el alpargatazo heredado de siglos. (Un distanciamiento que recuerda al de otros falangistas asqueados muy poco después, como el poeta Luis Rosales.) En la casa de la artista, como en tantas casas españolas, se dejó de hablar de política y muy rara vez de la guerra, al menos delante de los niños.
“Nunca se hablaba de política, no”, dice Marvi Ugarte. Lo que Rosario transmitió a sus nietos pequeños, ya en los años sesenta, sólo fue “la alegría de vivir”: “A mí me enseñó a leer con dibujos. Mis padres se separaron y nos fuimos a vivir con mi madre y mis abuelos, así que la relación era muy intensa. Mi abuelo era médico especialista en alergias y se dedicaban a recoger plantas para hacer vacunas [gracias a esto siguieron viajando mucho]. Nos enseñaban los nombres de los árboles, de las flores… Era amor absoluto”. A Rosario también “le encantaba hacer películas en Súper 8. Decía que hubiera hecho cine de no dedicarse a la pintura. Era un terremoto mi abuela. En el campo, en Huesca, se subía una hora a hablar con los pastores. Hablaba con todo el mundo y todo el mundo la quería, fuera donde fuera. Y yo recuerdo ir de pequeña con ella a clases de yoga… En los años sesenta, sí. También esquiaban, nadaban… ¡Llegó a una final del campeonato femenino de tenis! Hacía gimnasia sueca cada mañana y luego se duchaba con agua fría. A los 79 años se cayó por unas escaleras mecánicas, levantó los brazos y dijo: ‘¡No me he roto nada gracias a mi gimnasia diaria!’”.
Tampoco dejó de pintar nunca. A pesar de que, como señala Víctor Ugarte, “en Barcelona se encontró una sociedad muy distinta, donde no era conocida como en Madrid, así que tuvo que empezar de cero”. No dejó de exponer tras la guerra, pero su estrella en cuestión de repercusión pública no volvió a ser la misma. Punto en el cual surge la sospecha de si hubiera sido todo distinto de aprovechar su antigua afiliación política, una vez ganada la guerra por los presuntamente de su bando: “Sólo hablaba de la guerra como de algo horrible para todos. La primera exposición que hizo después, en Valencia en el 39, es la última vez que participó en alguna cosa de Falange”.
Cierto cansancio por exponerse ella misma, por hacer el esfuerzo de hacerse un nombre en el panorama artístico, parece también imponerse conforme se va acercando a los 40 años. Vendía obras incluso antes de las muestras públicas, pero su carácter díscolo, “tan desinhibida hasta físicamente”, le hacía un personaje aún más estrafalario en la nueva-vieja sociedad franquista. “Decía a veces que tendría que tener un marchante, pero tampoco hizo nada por tenerlo”, dice su nieto. “Esa pereza suya es generalizada con respecto a la convención. Quería hacer su propia vida artística” sin venderse a nadie: “Si te gusta, bien, y si no, también”. “Le daba igual el qué dirán. Siempre criticaba a las señoras [ricas] que iban a lucirse a la ópera o a las exposiciones” sin entender nada. “Nos enseñaba a admirar lo valioso y era muy radical también cuando un cuadro no le gustaba. No tenía medias tintas. Si ibas con ella a una exposición hasta pasabas un poco de vergüenza, porque era muy vehemente en sus opiniones. A mí me llevaba a ver películas de Fellini y de Kurosawa. Tenía de cabecera a Kawavata, premio Nobel japonés, y el Ulises de Joyce. Tenía muy poco que ver con una abuela de la época. Como mi madre, su hija, que acabó la carrera de Medicina”.
Dejó de interesarle tanto el dibujo y mucho más la textura, los colores y el significado profundo de lo que pudiera revelarse
Lo que sí fue a más es su compromiso feroz con la pintura, cuyo estilo evolucionó con los años hasta casi renegar de su primera época, como tantos artistas cuando van encontrando su estilo más auténtico y menos deudor de influencias. Dejó de interesarle tanto el dibujo –“le encantaban los frescos pompeyanos, que estudió muchísimo”, dice Marvi Ugarte– y mucho más la textura, los colores y el significado profundo de lo que pudiera revelarse: “Cuando pintaba ya no sabía qué iba a salir”, dice su hermano Víctor. “Ya en los cincuenta y sesenta decía: ‘Parece que sale una cara…”. Pero siempre pensando en lo que ella llamaba ‘las calidades’. Empezaba varias obras a la vez y tardaba mucho en terminarlas. Cuando descubrió el óleo sobre papel, que le permitía tirar papeles y no lienzos, cambió también al poder ir más rápido. Creo que eso le liberó, igual que se liberó antes de la forma y la precisión del dibujo”. Abandonó cada vez más lo figurativo, lo academicista –“cosas que a veces recuerdan a Zuloaga”– y su pintura se volcó hacia adentro: “Por eso yo creo que su mejor obra es el óleo sobre papel, en la que hay cosas impresionantes, abstractas ya”.
Sus nietos vieron más la pintura que no se va a exponer en el Thyssen en junio, la de después, aunque todos coinciden en que se debe empezar por el principio de su carrera; de ahí que la muestra vaya a abarcar sus primeros veinte años de trayectoria. Viendo su trabajo día a día durante las décadas posteriores, cuenta Marvi Ugarte, “no nos cabía en la cabeza que no tuviera un reconocimiento. Le faltaba un marchante”. No lo buscó, pudiendo conseguirlo sin mucho esfuerzo. Todo apunta a que prefirió dedicar la fuerza que tenía de sobra a cosas más importantes que la fama y los laureles.
Óleo sobre papel.
La resurrección
Tres décadas después de su muerte, y cien años después de que cumpliera los 20 años, la obra de Rosario de Velasco encontró un marchante a título póstumo en la hiperactividad –que recuerda a la de ella misma– de su sobrina nieta Toya Viudes de Velasco, por la vanguardista vía de internet: “El 20 de mayo pasado, cumpleaños de Rosario, Twitter se volvió loco y me empezaron a llamar de todas partes; radios, periódicos, televisión… Para mí esta aventura está siendo sobre todo personal. No tuve oportunidad de conocerla, pero todo este año que llevo inmersa en Rosario la estoy conociendo. Y a veces me reconozco en ella. Además de recuperar a una familia que tenía muy lejana. Está siendo una alegría y una satisfacción que ni te imaginas… Y qué tristeza la guerra también cuando le pones caras. Fue una mierda que partió en dos a un país, y a Rosario le partió la vida”.
Es por eso que a Toya le parecería “muy injusto” –como ya se ha insinuado en alguna parte– que se le acabara juzgando porque alguna vez tuvo carné falangista, y no por su obra: “Ponte en su pellejo. Artista de exitazo que de repente tiene que irse, dejar los cuadros tiraos, que casi la matan… que fue una grandísima mujer, una grandísima madre, compañera, hija… que quería libertad para todos y que le importaba un culo Franco… Sólo por haber sido una artista de ese nivel merece un respeto”. “Me parece impresionante cómo ha respondido la prensa”, dice sobre ello Marvi Ugarte, que heredó la veta artística de su abuela; “esto ha trascendido. Pero ojalá no la traten como a una pintora de signo político porque es lo más anti político que yo he visto en mi vida, y la obra tiene una calidad que habla por sí sola”.
Lo refrenda Elena Rodríguez, coordinadora de la exposición que llegará al Thyssen-Bornemisza en junio, quien sostiene que Rosario de Velasco es reconocida por los expertos como “una de las representantes en España de los movimientos europeos de recuperación del clasicismo. Bajo nuestro punto de vista, la calidad de su producción durante las primeras décadas de su trayectoria merecía que fuera estudiada”. Sobre ese estilo fundacional de la pintora, Rodríguez considera que la influencia de su primer maestro, Álvarez de Sotomayor, “se deja ver en la destreza que alcanza en el dibujo y los volúmenes. También la obra del primer Renacimiento, sobre todo Mantegna, artista al que ella misma menciona en una entrevista”, que “influye en su personal composición de las figuras y formas” por su “potente volumen”. Sin ignorar por otra parte a las vanguardias, “como se puede observar en algunos cuadros donde la ordenación del espacio y los objetos recuerda al cubismo”.
“Partiendo de la tradición”, dice Elena Rodríguez, Velasco “deja que los motivos se vuelvan estáticos y enigmáticos, incluso en las escenas con numerosas figuras, siguiendo las corrientes de la vuelta al orden alemana e italiana. Su técnica también recoge la influencia de estas corrientes: colores de apariencia metálica producto de una aplicación de la pintura en una capa fina y pulida”. Todo esto, concluye, “confiere a sus imágenes una solemnidad moderna”.
Dicho lo cual, si alguien necesitase acreditaciones más modernas, ahí tiene a la emperatriz de la modernidad, la cantante Madonna, quien resultó interesarse por Rosario de Velasco ya en los años 90, cuando casi nadie la conocía aquí. Sería divertidísimo oír la opinión de la propia Rosario al respecto… “Seguro” –aventura con sorna Víctor Ugarte– “que diría: Pero qué pesaos éstos ahora…”. Claro que se trata de que oigan hablar de ella quienes jamás tuvieron ni idea.
Es la misión de Toya de Velasco, arropada por su familia extendida: “No hay día en que no piense en ella”, dice. “A veces me han dado ganas de tirar la toalla, pero si el corazón me dice que es lo que tengo que hacer… Me acuerdo de lo que tuvo que hacer ella, cómo tuvo que huir, cambiar de vida, y por eso no desfallezco. Además, toda mi familia me arropa. Estamos todos redescubriéndola a la vez. Sin el apoyo de los periodistas tampoco hubiera pasado. Le estamos haciendo justicia más allá de la cuestión familiar. Cuando vea los cuadros colgados en el Thyssen diré: ahora sí… Pero el proyecto no termina en el Thyssen, sino que empieza ahí”. Sus cuadros llegarán también al museo de Bellas Artes de Valencia de noviembre a enero del año próximo. “Estoy esperanzada para que esto sea el pistoletazo; puede que haya cuadros en el extranjero todavía por ubicar. Nosotros hemos llegado a donde hemos podido hasta ahora”.
Cuando sea el momento enseñarán sus obras de madurez, de las que Rosario decía: “Ahora es cuando sé pintar”. Para sacarla de esa bruma en que ella misma cayó en sus últimos años, tras una vida intensísima apurada hasta los bordes: “Perdió la cabeza”, cuenta Marvi Ugarte. “Un día, paseando por Sitges, me decía: ‘No sé quién eres, pero eres muy especial para mí’”.
Acabó entonces su segunda vida, a los 87 años. Parece que ahora comienza la tercera.
Buscamos en el arte lo que perdura. Destellos de verdad y de belleza que no entienden del tiempo, que iluminan en cualquier circunstancia y latitud; como estrellas extinguidas cuya luz nos alcanza todavía. Ésa es, entre otras, la diferencia que suelen marcar los artistas de fuste. Y algo muy parecido le sucedía a...
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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