DEMOCRACIA
Los dueños de la biblioteca y la libertad de expresión como problema
Las redes sociales y la educación pública permiten hablar a las mayorías. No debería sorprender la demonización de las primeras y el intento de demoler la segunda
Gonzalo Torné 5/04/2024
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Todo el mundo dice estar a favor de la libertad de expresión. Pero los poderosos (los dueños de los micrófonos y las bibliotecas) piden a menudo a los ciudadanos que callen y los respeten, y los ciudadanos piden no menos a menudo a los dueños de los micrófonos y las bibliotecas que rectifiquen o se larguen. ¿Se puede defender la libertad de expresión pidiendo silencio?
La libertad de expresión no es siempre una y la misma. No existe ningún sistema político que se sostenga sobre el derecho de todos a decir cualquier cosa en cualquier sitio y momento.
La libertad de expresión se articula en base al espacio en el que se pueden decir las cosas, y a qué cantidad y “calidad” de personas pueden decirlas y son escuchadas.
Diferentes relaciones entre el espacio y la cantidad de hablantes articulan distintas libertades de expresión. La forma de estas articulaciones es mucho más decisiva para comprender el alcance y la naturaleza de la “libertad de expresión” de una sociedad que establecer el catálogo de temas aceptables de conversación.
La libertad de expresión se define también en contraposición a quienes quedan excluidos de los espacios donde se permite hablar y se es escuchado.
La libertad de expresión en Atenas se ejercía en la plaza pública y entre iguales. Los ciudadanos podían posicionarse sobre cualquier asunto público y aspirar a ejercer los cargos políticos. Este sistema de libre circulación de opiniones y responsabilidades se sostiene sobre un conjunto de no ciudadanos excluidos: mujeres, extranjeros, menores de edad.
En los sistemas absolutistas el poder y la libertad de expresión se fusionan
En el ágora griega la libertad de expresión es un sistema de organización del poder. A quien se excluya del ágora deberá soportar el poder, pero no se le permitirá ejercerlo ni influir en sus decisiones.
En los sistemas absolutistas el poder y la libertad de expresión se fusionan. El poder limita la libertad de expresión a la repetición de lo tolerable, previamente acordado. Poder y libertad de expresión son coextensivos.
La censura no es un instrumento contra la libertad de expresión. Es una aplicación del poder, un reflejo instintivo.
“La libertad de expresión es un sistema defensivo contra el poder” (John Stuart Mill).
La democracia moderna puede entenderse como una progresiva flexibilidad del poder, por la que los cargos dejan de ser hereditarios y arbitrarios, y pasan a ser elegibles y rotatorios. El poder se flexibiliza por dos vertientes: reconoce distintos aspectos de la libertad de expresión como derechos (entendidos como garantía de ejercicio), y se amplía de manera progresiva la participación en el uso de la palabra. La masa de los excluidos mengua.
La libertad de expresión existe en los sistemas democráticos con independencia de lo grande que sea la masa de ciudadanos despojada de ellos.
El equilibrio entre la cantidad de participantes y excluidos en el juego de la libertad de expresión altera su forma, nunca su naturaleza.
El reparto del poder no supone un desalojo del poder. El Estado, incluso al renunciar a la aspiración de perpetuarse y asumiendo la conveniencia de adaptarse a los cambios que propone la voluntad popular, es capaz de sostener espacios en blanco donde no puede entrar la libertad de expresión: ley mordaza, injurias a la corona, defensa pública de la pederastia, exaltación del nazismo… La legalidad retira aquí el tablero de juego.
Por debajo de los espacios donde la ley prohíbe la libertad de expresión se desarrolla el combate crítico. Un juego de opiniones cruzadas entre ciudadanos similares. La regla del juego señala que debe respetarse al emisor (el derecho a la libertad de hablar), pero no al contenido que emite, que está sujeto a crítica; en tonos que pueden ir desde el matiz respetuoso hasta lo cruento, sin contrariar el espíritu del juego.
Existe una tercera zona: la de los ciudadanos excluidos de la libertad de expresión. Pese a disfrutar del derecho a expresarse que se les negaba a mujeres, extranjeros y menores en el ágora, no disponen de espacios donde hablar ni de recursos técnicos para que se propaguen sus ideas. Están obligados a delegar la voz en sus representantes. Daba igual lo que la mayoría de nuestros abuelos pensasen: despojados de tribunas y altavoces, nadie les escuchaba.
Con la extensión del espacio democrático ya no era necesario excluir de manera explícita a nadie de la libertad de palabra. Bastaba con mantenerlos lejos de los medios y de las tribunas, también de las bibliotecas que contribuyen a formarse.
“El límite de la libertad es el daño del otro” (John Stuart Mill).
Todo el mundo tiene derecho (entendido como ejercicio de libertad en defensa del poder) a pensar y a usar su cuerpo como le venga en gana.
El riesgo de la democracia pasa por la constitución de mayorías que acosen la libertad de sus minorías. Mill habla abiertamente de tiranía de las mayorías democráticas. Entendidas como la que ostenta más poder representativo: la clase dominante.
La clase dominante impone por costumbre y constancia sus gustos y opiniones
La clase dominante impone por costumbre y constancia sus gustos y opiniones. A veces perjudicando, reprimiendo o vejando a las minorías. En este proceso no interviene la libertad de expresión sino un poder blando, de penetración lenta. Una difusión de ejemplaridad y leves censuras. En ningún momento se quiebra la legalidad vigente.
El juego de la libertad de expresión se juega de manera desproporcionada. La mayoría (los dueños de la biblioteca) disponen de altavoces para difundir sus gustos y costumbres, y pueden avergonzar públicamente los comportamientos, ideas o hábitos que no casan con su idea de gusto.
La libertad de expresión es el medio por el que las minorías pueden defenderse de las mayorías. La libertad de palabra está garantizada como derecho. Pero, ¿qué vale un derecho que no puede ejercerse?
Los cambios sociales suponen un cambio de clase dominante y una alteración decisiva en el terreno del gusto y las costumbres. La transición de los valores aristocráticos a los burgueses le suministraron a Balzac material para treinta volúmenes.
Dos cambios fundamentales de nuestra época: acceso masivo a las universidades y aparición de nuevas tecnologías que posibilitan expresarse en público y difundir las opiniones. La confluencia entre una mayor capacidad para articular juicios y la posibilidad de disfrutar de un espacio de resonancia, altera la forma de la libertad de expresión. La biblioteca ya no tiene dueño, la crítica vuela en todas direcciones.
Las nuevas “minorías emancipadas” (las masas de Ortega pasadas por los estudios superiores) libran una batalla legítima en el campo de la crítica, lejos de la legislación. Y emplean las mismas estrategias que la clase dominante: difunden sus costumbres, hábitos y gustos; y se defienden de los ataques avergonzando a los del contrario.
El dueño de la biblioteca pretende que las minorías renuncien al derecho a defenderse con la palabra
Cuando los dueños de la biblioteca descubren que su “libertad de expresión” era también difusión de poder y ven cómo las minorías emplean esa misma libertad de expresión para defenderse de su influencia, se repliegan de manera defensiva y tratan de invertir los términos de Mill: no es el uso de la biblioteca la garantía de la libertad de expresión, sino quién tiene la llave. En adelante quienes empleen el libre derecho de la palabra como defensa contra la pared serán acusados de trastabillar la libertad de expresión. Como censores sería un exceso, se les llamará canceladores.
El cancelador debe callar por el bien de la libertad de expresión. El dueño de la biblioteca pretende que las minorías renuncien al derecho a defenderse con la palabra para seguir viviendo en la acogedora ficción de que su poder es libertad de expresión.
La minoría rebasa la libertad de expresión cuando no ataca el mensaje sino el derecho a la emisión. Entonces opera como el poder al que pretende oponerse.
El ejercicio crítico y el contraste de ideas no están obligados a ser plácidos, a menudo la corriente arrastra ofensas, vergüenza, oprobios y burlas. La libertad de expresión puede ser tan agresiva y cruel como cruentas sean las desigualdades sociales y las injusticias políticas de las que apenas es un reflejo.
Un ágora es un campo de batalla, solo puede civilizarse con la aceptación mutua de normas. La exigencia irrenunciable es que la mayoría reconozca el derecho de las minorías a ser sus interlocutores. Asumir de palabra la flexibilización que ya es un estado de cosas.
El actual estado de cosas se mantiene sobre dos pilares: las redes sociales y la educación pública universal. A nadie debería sorprenderle la demonización de las primeras (el cierre supondría un daño económico excesivo) y el intento de demoler las segundas.
Todo el mundo dice estar a favor de la libertad de expresión. Pero los poderosos (los dueños de los micrófonos y las bibliotecas) piden a menudo a los ciudadanos que callen y los respeten, y los ciudadanos piden no menos a menudo a los dueños de los micrófonos y las bibliotecas que rectifiquen o se larguen. ¿Se...
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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