arquitectura
El paisaje de los puentes
Pese a su función pragmática de conectividad física, los puentes son magníficos constructores de paisajes
David H. Falagán 12/04/2024
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En la madrugada del pasado 26 de marzo se produjo el colapso del puente Francis Scott Key, una estructura de armadura continua de acero en forma de arco que cruzaba el río Patapsco en dirección a la ciudad de Baltimore. Como todo el mundo ha visto en los videos virales del desastre, un inmenso barco portacontenedores que impactó contra uno de sus pilares principales provocó la desgracia. No es la primera vez que la caída de un puente es noticia. Seguro que en la memoria de muchos está la caída del puente Morandi en Génova en agosto de 2018, o la del puente I-35W sobre el río Mississippi en Minneapolis en agosto de 2007. De hecho, tampoco es especialmente tranquilizador saber que algunas ingenierías han cuantificado en más de cien los puentes que se han hundido por todo el mundo en lo que va de siglo XXI. Unas veces por catástrofes naturales, otras por circunstancias accidentales, o en algunos casos por cuestiones técnicas, el hecho es que las estructuras no siempre resisten (Matthys Levy y Mario Salvadori lo explicaron con mucha gracia en su libro Por qué se caen los edificios, Turner, 2015). Un malvado profesor de arquitectura con el que coincidí solía utilizar estos casos para compartir aquel chascarrillo sobre las diferencias entre aparejadores, ingenieros y arquitectos (lo reproduzco, discúlpenme los profesionales aludidos): “El aparejador diseña el puente, el puente se cae y el aparejador no sabe por qué; el ingeniero diseña el puente, el puente se cae pero el ingeniero sabe perfectamente por qué; el arquitecto diseña el puente, el puente no se cae pero el arquitecto no tiene ni idea de por qué”. Nada más lejos de la realidad, por supuesto, puros piques competenciales…
En todo caso, no es en la naturaleza resistente de los puentes en la que queremos fijarnos aquí, sino en la belleza intrínseca, no tanto formal como experiencial, de los propios puentes. Para empezar, admirando y reivindicando una mirada atenta a las maravillas de la técnica que todos utilizamos diariamente. Y, ya puestos a recomendar literatura, quien pueda que se fije en la historia que escribió Leonardo Fernández Troyano en Tierra sobre el agua. Visión histórica universal de los puentes (Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, 2004).
Los puentes, pese a su función pragmática de conectividad física, son magníficos constructores de paisajes
Es curioso el vínculo emocional que tenemos con los puentes. Los utilizamos a diario, acortan nuestros recorridos, facilitan nuestros trayectos, forman parte de nuestro día a día, pero casi nunca gozan de un papel protagonista ni de nuestras vidas ni de los lugares que habitamos (normalmente no vamos “al” puente, vamos a esos otros lugares “a través” del puente). Los elementos prepositivos son aquí muy importantes porque sitúan a los puentes en una situación de tránsito y no de lugar en sí mismos. Tendríamos la tentación de clasificarlos con esa etiqueta que Marc Augé ha popularizado con su concepto de no-lugares, aquellos espacios propios de la transitoriedad (o, como él mismo diría, de la sobremodernidad) que parecen no presentar una entidad suficiente como para otorgarles un significado simbólico. No sería del todo cierto, puesto que la comprensión de un espacio como no-lugar es en sí mismo un acto subjetivo, y precisamente en este texto estamos aludiendo a los vínculos emocionales. Para ser rigurosos, quizás deberíamos acercarnos a los puentes desde un concepto todavía más volátil, valga la paradoja, como es el de entre-lugar. Algunos humanistas como Homi K. Bhabha o Edward Soja se han aproximado a este término desde los estudios poscoloniales –y en realidad desde la alteridad que otorga una perspectiva transcultural– para demostrar la existencia de estos lugares de confluencia. El profesor de sociología Antonio Muñoz Carrión, desde la referencia explícita a los puentes, o los autores del libro Entre-lugares, las fronteras domésticas (Recolectores Urbanos, 2019), desde la reflexión en torno a la arquitectura, han demostrado la versatilidad del concepto para reconocer espacios propios de nuestra cotidianeidad. Los puentes son entre-lugares por su capacidad para dar forma a ese espacio de frontera entre los lugares que unen. Son umbrales, espacios liminales, y a la vez, si se permite una referencia a Foucault sin pasarnos de pedantes, lugares heterotópicos, con más capas de significados de las que percibimos cuando los cruzamos.
Utilizaré mi experiencia personal para mostrar un ejemplo. Yo nací en la ciudad de Salamanca, donde residí hasta que inicié mis estudios universitarios. Vivía en el extrarradio “trastormesino”, lo que significaba haber de cruzar el río Tormes para llegar al centro de la ciudad. En este recorrido disfrutaba de una de las vistas más icónicas del lugar, aquella en la que las catedrales medievales de la ciudad (y la parte elevada del casco histórico) se observan desde la orilla opuesta del río. Es una imagen emblemática reproducida incansablemente en las tarjetas postales, un vehículo extraordinario de conocimiento urbano como ha demostrado Jordi Sardá en su libro Solo imágenes (Fundación Arquia, 2022). La imagen de monumentalidad que genera la identidad propia de la ciudad de Salamanca está perfectamente condensada en esa imagen (y no se debe menospreciar este valor si queremos reivindicar el valor de las ciudades pequeñas, como propone Carlos Romero Rey en Capital de provincia, Caniche, 2021). Con todo, no siempre nos damos cuenta de que es una imagen única con diferentes variantes en la que el elemento cambiante fundamental es el puente que se utiliza para enmarcar el encuadre. En algunos casos es el Puente Romano, vínculo de la ciudad con la Vía de la Plata, datado aproximadamente en el siglo I; en otros es el Puente Nuevo (o Puente de Enrique Estevan), un puente de arcos de hierro diseñado por el ingeniero Saturnino Zufiarre (quien había sido discípulo de Gustave Eiffel) a principios del siglo XX. Confieso que, aunque menos popular, la imagen que para mí era más sugerente era la que situaba la ciudad bajo el Puente del Pradillo. Se trataba de una preciosa estructura ferroviaria de viga en celosía metálica proyectada a finales del siglo XIX, que fue reconstruida por el ingeniero J.M. del Villar en la década de los 1930s tras un accidente con descarrilamiento que provocó su deterioro. Algunas fotografías de Guzmán Gombau son especialmente elocuentes de este imaginario, que nos transporta a situaciones más recientes en las que una ciudad es retratada simbólicamente a través de los puentes. El ejemplo más emblemático seguramente lo constituye el cartel comercial de la película Manhattan de Woody Allen (1979), con el Puente de Queensboro como protagonista. Por tanto, ese papel de marco que los puentes han tenido en la construcción de imaginarios ya ha sido percibido ocasionalmente con protagonismo de identidad propia.
No son pocos los relatos en los que los puentes han jugado ese papel cada vez más central en la construcción narrativa, especialmente en la cinematográfica. A nadie escapa la belleza romántica de Meryl Streep junto a Los puentes de Madison en la película de Clint Eastwood (1995). O el valor efímero de El puente sobre el río Kwai en la película de David Lean, con las disputas por su construcción entre británicos y japoneses (1957). También es digna de recordar la omnipresencia del Golden Gate como símbolo reconocible de San Francisco en la maravillosa y perturbadora Vértigo de Alfred Hitchcock (1958). Y no es difícil reconocer “cameos” de puentes que forman parte de la historia de las ciudades (y de la arquitectura o la ingeniería) en decenas de películas. Me viene a la memoria la presencia del Ponte Vecchio de Florencia en Hannibal de Ridley Scott (2001) –el puente histórico que fue considerado precursor de las megaestructuras por el historiador de la arquitectura Reyner Banham por su capacidad para albergar funciones (talleres, viviendas) más allá del tránsito. O, ya que hemos empezado por ahí, la presencia del propio puente Francis Scott Key de Baltimore en Justicia para todos de Norman Jewison (1979), con Al Pacino y Jack Warden pasando en helicóptero bajo el puente ahora siniestrado. No debemos pensar en ello como un fenómeno exclusivamente cinematográfico, sino que en la literatura también abunda la presencia de estos entre-lugares. Por citar un caso especialmente paradigmático podemos mencionar la novela Nacimiento de un puente, de Maylis de Kerangal (Anagrama, 2013), el relato caleidoscópico de la construcción de un puente en una California imaginaria.
Antes que cualquier otra cosa, la arquitectura es un acto de transformación del paisaje
Los puentes, pese a su función pragmática de conectividad física, son magníficos constructores de paisajes. Antes que cualquier otra cosa, la arquitectura es siempre un acto de transformación del paisaje. De ahí la fascinación por su uso literario y audiovisual en la producción de ficciones. Pero debemos también reivindicar el valor de los puentes como mediadores entre esos paisajes. Son observatorios privilegiados desde los espacios intermedios, la verdadera materialización física de un desplazamiento hiperespacial. Por eso, merece la pena recordar que no solo su forma sino su propia existencia, o el acto mismo de su diseño también debe reconocerse desde la duda. El arquitecto británico Cedric Price lo expresó de manera brillante. Como podemos leer en Una arquitectura de la aproximación (Puente editores, 2022), “nadie debería interesarse en el diseño de puentes; deberíamos preocuparnos por cómo llegar al otro lado”.
En la madrugada del pasado 26 de marzo se produjo el colapso del puente Francis Scott Key, una estructura de armadura continua de acero en forma de arco que cruzaba el río Patapsco en dirección a la ciudad de Baltimore. Como todo el mundo ha visto en los videos virales del desastre, un inmenso barco...
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