LITERATURA
Gabrielle Wittkop, la última escritora libertina
A propósito de la publicación de ‘Serenísimo asesinato’ (Cabaret Voltaire), una historia cruel y desconcertante ambientada en Venecia
Esther Peñas 16/04/2024
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De Gabrielle Wittkop conocemos sugerentes detalles suyos biográficos, además de los que introdujo en su novela póstuma Cada día es un árbol que cae, ese monumental, denso y voluptuoso homenaje a los Cantos del Maldoror del conde de Lautréamont, concebida como una suerte de indómito y libertino diario, pero tan enmascarado en la atmósfera corrupta y corrompida de la narración que se antoja casi imposible tratar de extraer suceso alguno no contaminado por la decadencia de la muerte que preside. La muerte, asunto axial en su literatura, no solo ocupa el asunto, sirve de pretexto para coser las ideas y los actos, los acontecimientos y las contingencias, los sentimientos y las numerosas referencias artísticas que emergen en sus títulos. También la muerte encarnada, la de ese amor nauseabundo de belleza delicada y mefítica que practica Lucien, protagonista de El necrófilo, una novelita de apenas cien páginas de una delicadeza exquisita, que fue retirado de circulación una larga temporada, cuando soplaban vientos de estrecheces morales. La mirada de Wittkop siempre es fúnebre, hermosamente fúnebre. Y su escritura podría calificarse como escritura de la caída. Por lo perturbador y lúcido de su palabra.
Cabaret Voltaire, que ya editó los dos títulos mencionados, acaba de publicar Serenísimo asesinato (fecha original: 2001), una historia cruel y desconcertante que transcurre en Venecia, adentrado el siglo XVII, a la que precede una cita transparente de Sade: “…tamaños horrores no deben suponerse nunca en una casa; creer en ellos es comprometer a todos los que viven en ella”.
La acción se desarrolla en dos tiempos distintos, entre 1766 y 1797, con una temporalidad muy lenta, que abarca muchos años, y otra veloz, casi precipitada. Con todo, la progresión reside en el crescendo hacia la catástrofe, en el desgaste de la cuerda destinada a romperse. El inicio es magnífico. De tan ácido:
—¿No puede leer uno sin que lo molesten constantemente?
[…]
—Es que, Signor… vuestra esposa ha muerto…
—¿Otra vez?
Alvise Lanzi. Alto. Aún bastante apuesto, “a pesar de sus cincuenta y tres años y su rostro algo caballuno”, ha perdido ya tres esposas. Es la comidilla de la ciudad enmascarada. Alvise padece de un hastío existencial (llámese spleensi procede) y se pregunta quién acudirá a las exequias. Ama los libros y, aunque no es un orador hábil, su dialéctica es tan torpe como brillante su pensamiento. Condenado a amar de las mujeres únicamente su epidermis, las desprecia tanto como las necesita.
Alrededor de Alvise deambulan personajes fascinantes: Marcia Zolpan, lesbiana, “inclinación a la que se entrega con tanta regularidad como discreción”; Catarina Pellegrini, epiléptica e hija de un tratante de esclavos; Giacomo Biri, cicisbeo, es decir, caballero de compañía para damas; Ottavia Lanzi, viuda a los dieciocho años y madre de Alvise, que ha escrito poemas satíricos y un ensayo “bastante notable”; Gaspare, que abandona dibujos obscenos entre las páginas de los misales, “más por perturbar las almas que por excitar los cuerpos”; Luisa Calmo, “tumbada siempre boca arriba, repleta de vino y semen”; Martinelli, administrador y secretario, soltero y dominado por la pasión del juego…
En Serenísimo asesinato la atmósfera es aterciopelada y cada párrafo tiene el sabor de la degeneración. “Para la ciudad de los espejos, una escritura como hecha de espejos rotos donde cada fragmento presenta una mirada nueva sobre la corteza de las cosas”. Siempre espejos. “La noche siempre aporta algo cuando los espejos sacian su sed con las tinieblas”. Más espejos, porque “siempre sucede algo en la ciudad donde los espejos devoran la noche”. Y asesinatos. Y cuadros, de Tiépolo y Guardi.
Morir “como un hombre libre”
Nació en 1920 como Gabrielle Ménardeau, en Nantes, ciudad donde, durante el Reinado del Terror, los próceres revolucionarios, bajo las draconianas y crueles órdenes de Jean-Baptiste Carrier, arrojaron sin piedad al Loira a cientos de sospechosos de simpatizar con Luis XVI, en lo que se conoció como “los ahogamientos de Nantes”.
Gabrielle fue escritora, ensayista y periodista. También espléndida collagista (muchas de las ediciones de sus libros incluyen muestras). Firmó un estupendo ensayo sobre E.T.A. Hoffman, y trabajó como traductora para Gallimard. Hizo público su lesbianismo misógino, escandalizando a una sociedad en exceso pacata. Por azar, conoció en el París ocupado a Justus Franz Wittkop, un desertor homosexual alemán, historiador y ensayista, veinte años mayor que ella. Se casaron: “Nos amamos como dos amigos. Nuestra unión no fue convencional, fue una alianza intelectual”. Tomó de él su nom de plume y mantuvieron la convivencia y el afecto hasta que Justus, afectado de párkinson, se suicidó. “Le he incitado. Le preparé la cicuta”, afirmó ella en una entrevista. Siguió su ejemplo suicida en 2002, a los 82 años, tras detectársele un cáncer de pulmón. Llamó a su editora y le dijo: “Voy a morir de la misma manera que he vivido, como un hombre libre”. Fue en víspera de Navidad. Toda una iconoclasta.
Huérfana de madre a los seis años, Gabrielle fue criada por su padre, que decidió, en vez de escolarizarla, abrirle sin reparos los estantes de su biblioteca. “Empecé a leer cuatro horas diarias. Mi padre me obligó desde niña a pensar por mí misma. No he estado programada para formar parte de las masas”, confiesa en una entrevista. En esa biblioteca conoció al Divino Marqués, de quien toma la querencia por la perversión, a Villiers de L’Isle-Adam, de quien hereda la expresividad, a Poe, quien le inocula ese sadismo de Berenice. Pero recuerda con entusiasmo sus lecturas de Voltaire, Condillac, La Mettrie o Diderot. Escribiendo le interesa el lado libertino de lo humano, la crueldad, la amoralidad en estado puro. Su estilo impregna de una inquietante y dulce sensualidad los temas macabros que aborda, lo que despierta en el lector una angustiosa (por placentera) empatía. Del amor se queda con su aspecto más lascivo, amenazado por la soledad e incomprensión, y describe las relaciones humanas zurcidas por el interés y la violencia. Es, con permiso de algunos pasajes del Kuxmmannsanta de Angélica Liddell, la última gran escritora libertina.
No tuvo hijos. Odiaba a los niños. Detestaba a las feministas. No le interesaba la política. Atea sin virulencia. De voz nasal y ademanes aristocráticos. Viajera obstinada. Viajaba sola por Europa, Tailandia, Brasil, Sumatra o la India, escribiendo crónicas para el Frankfurter Allgemeine Zeitung. En Bombay, conoció a un homosexual con quien tuvo un idilio. Apareció apuñalado en un prostíbulo. Le dedicó su libro más hermoso, La muerte de C.
Lo suyo se resume en elegancia y provocación.
De Gabrielle Wittkop conocemos sugerentes detalles suyos biográficos, además de los que introdujo en su novela póstuma Cada día es un árbol que cae, ese monumental, denso y voluptuoso homenaje a los Cantos del Maldoror del conde de Lautréamont, concebida como una suerte de indómito y...
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