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Pasé ayer lo mejor del día en lo que es para mí la caverna de Alí Baba: el singular cubil de Albert Costa, un singular amigo.
Presentar a Albert en palabra y en volumen –ácido, lúcido, genial entre sus libros y fetiches– es tarea pendiente; lo que sigue aspira, si acaso, al bosquejo a mano alzada. Su insondable saber en materia de arte primitivo, de antropología, me da cada que acudo a visitarlo un tremendo baño de humildad.
Albert, con ocho décadas sobradas a cuestas, está sordo como una tapia. Nuestro diálogo es torpe e impaciente. Me doy a entender garrapateando en una libreta a rayas. La verdad es que no hago mucho más que espolearlo, que darle alas: lo importante, ahí, es escuchar. Y claro, mirar bien los libros y más libros que va sacando de las estanterías y abriendo en la página apropiada para mostrarme, no sé... la foto de una estatuilla Baoulé, o de una extraña y feroz horquilla ceremonial de Micronesia erizada de dientes de tiburón.
Albert me pide luego que lo siga a alguna otra habitación, enciende el interruptor y ahí, donde era sombra, ¡está la sobria y letal horquilla!; ¡la altiva y fértil princesa negra de pátina exquisita!
Maniaca, inagotable, la biblioteca de Albert es la biblioteca de mis sueños: del canto superior de cada libro sobresale un sinnúmero de papelitos anotados, testimonio vivo de cómo un disciplinado autodidacta construye su saber. Porque –como me contaba alguna vez– en materia de arte tribal no basta con tener “el ojo”, o con creer tener “el ojo”; hay que saber, documentarse, referirse, probar... Y a partir de ese envidiable rigor suyo (rigor de ingeniero, plenamente capaz de demostrar), sin otra credencial que la de erudito –amén de un innegable don de gentes– Albert se irguió en comisario de sendas, memorables exposiciones: África: magia y poder. 2500 años de arte en Nigeria (1998), Espíritus del agua. Arte de Alaska y la Columbia Británica (1999), África. La figura imaginada (2004), etc.
Siempre me había envanecido –en privado, claro; en la más estricta intimidad– de poseer “el ojo”; confiaba plenamente en que en mi destino me aguardaba un Corot en una venta de garaje. Apostando a ello mi fortuna imaginaria, recorrí durante lustros cuanto mercadillo normando me salió al paso. Huelga decir que el hallazgo no ocurrió. Aunque vaya que recogí basura variopinta, a la que, con el tiempo, cogí cariño.
Ayer tarde, curioseando en las sorprendentes repisas de la casa de Albert, me imantó la mirada una pequeña cabeza labrada en piedra negra. La alcé. Sentí su densidad. Su peso y poderío.
“Esto es basalto azteca” me dije mientras la examinaba. “Los ojos ciegos debieron llevar incrustaciones de concha; probablemente vino de un portaestandarte decapitado…”.
Con ademán inquisitivo, la mostré a su dueño.
Albert me devolvió su media sonrisa:
“¡Hombre, si viene de tu tierra! ¡Es azteca!; la encontré entre las baratijas de un anticuario de pueblo, cerca de Santander. Hace ¿qué?, pffff... ¿Treinta años? Me guardé bien de que se me notase el entusiasmo –me latía fuerte el corazón, ¿eh?– ¡y me la llevé por las pesetas que llevaba en la billetera!”
Conocí a Albert por puro azar objetivo. Atravesaba yo, presuroso, el barcelonés barrio de Gracia. Llevaba demora para una cita. Gracia es un barrio algo enredado. Algo me sugirió torcer en una esquina. Diez metros más adelante, el escaparate vestido de libros de un localito de poca monta me obligó a detenerme y curiosear. Ahí estaba el Saudades do Brasil de Lévi-Strauss –el tomo con sus fotografías en blanco y negro, tristemente tropicales, entre los Caduveo, los Bororo, los ríspidos Nambikwara–. ¡Años llevaba yo de salivar por él! A su lado, el magno catálogo (agotadísimo, claro) de la magna exposición André Breton en el Centre Pompidou. ¡Y libros y libros y libros de arte de Oceanía, arte amerindio o africano, Crónica de Indias, libros de viajes y de expediciones! ¡Unas memorias, que desconocía, del antropólogo Georges Balandier!
¿¿¿Qué magnetismo ignoto consiguió arrastrar todo a dicho aparador???
Empujé la puerta y crucé el umbral. No exagero al decir que, de golpe, mi vida se ensanchó. Libros de piso a techo. Desde un maltrecho sillón, un viejo sonriente y despeinado, enjuto y tieso como una marioneta, me saluda e invita a explorar. Libros y más libros, un radiador de aceite, el diminuto escritorio con un vetusto ordenador, un par de escaleras de aluminio. Libros de piso a techo, libros por el suelo, libros apilados. El desorden es sólo aparente: en cuanto me aplico a su estudio, los lomos develan un riguroso orden temático. El asombro engulle mi prisa. Comienzo a interrogar al afable librero...
“¿Qué?”, “¿Que qué?” –el viejo me regala un ademán de impotencia y una gran sonrisa– “No te oigo, ¡estoy sordo!”.
El diálogo, sacudido de “¿qués?”, de reiterados “¿eh?”, resulta atribulado. Por no decir imposible. Mi interlocutor me pone en mano papel y bolígrafo. Escribo mi pregunta y lo devuelvo. Él responde de viva voz. Los libros, termino por comprender, son parte de su biblioteca personal: no teniendo a quién legarla, decidió deshacerse de ella. A sus ochentaymuchos, se re-inventó como librero y, hoy, de ello vive (una edición original del espinoso Essai sur l'inégalité des races humaines (1853) de Gobineau llega a tasar, si se topa con el cliente adecuado, su fajo de euros). Vende, me dice, sobre todo por internet, pero mantiene el local “porque de cuando en cuando entra alguien con quien se puede charlar…”.
Salí de la librería arrastrando una bolsa repleta de prodigios y, picado por la curiosidad, con la promesa solemne de volver.
Promesa que he honrado y honrado y vuelto a honrar.
Albert, fui aprendiendo en visitas subsecuentes –ya a la librería, ya al cubil / scriptorium / museo en el que vive– fue ingeniero de profesión. Ejerció y vivió de ello toda su vida activa. Era calculista, aunque manejaba también la representación de ciertas patentes alemanas. Entre una actividad y otra pudo vivir con bastante holgura. Su pasión verdadera, no obstante, era el arte tribal. La etiqueta es incómoda –tanto o casi como la de primitivo–, pero no es hora y lugar de meternos en honduras: toda esa gama de objetos, antaño “salvajes”, se denominan ahora, neutramente, “cultura material”. Con sus sucesivas ganancias, el ingeniero poco a poco se convirtió en marchand.
“Mira –me ilustra Albert sobre su peculiar método–, lo esencial es ir una y otra vez a los grandes museos, intimar con las grandes colecciones de las grandes capitales: Londres, París, Berlín, Zúrich; estudiar las piezas maestras de cada etnia, destilar y guardar en la retina sus líneas esenciales, y, a partir de ellas, componer el arquetipo. Cuando toca decidir, a veces con urgencia, si se está ante una pieza ‘buena’, lo será en función de su grado de semejanza con el arquetipo. El resto ya es trabajo de detective; establecer linajes y proveniencias. Catálogos, sucesiones, préstamos, subastas…”.
Los antropólogos de la academia lo miraron con no poco recelo: un mero intruso, un diletante advenedizo, un improvisado... ¡Mal sabían a quién tenían enfrente!
Albert se formó y movió en el ámbito de las colecciones privadas –purgando, por ejemplo, la colección Folch de todo lo que no fuera, al menos, de segunda…– o comprando y vendiendo a los exigentes galeristas parisinos. Y se formó también sobre el terreno: el margen de ganancia le financiaba los viajes a parajes remotos. Porque la suya no es solo una cultura libresca de subrayados y papelitos; nunca está Albert más vivo que cuando se recuerda mal-durmiendo en una ahumada “haus tambaran” (casa de los hombres) del río Sepik (Papúa Nueva Guinea) o, en pos de objetos cada vez más elusivos, al volante del Land Rover alquilado por las pistas de laterita del país Dogón.
Tras su porte austero, y a pesar de la abrasiva ironía con que sabe mirarse y mirar al mundo, se adivina que Albert viene de la burguesía catalana más ilustrada. Pero al vivir la antropología se supo despojar de cualquier aire de suficiencia.
“¿Qué es entonces, para ti, el Arte?”, garrapateo en la libreta. Se la entrego.
Albert lee mi pregunta. Cavila.
“El Arte... hmmm... es... Arte es todo aquello hecho por el Hombre en lo que vibra cierta voluntad de trascendencia”.
Apoyándose, frágil, en los muebles, se acerca a una repisa y pide que me acerque. Alza entonces –y pone en mis manos– una vasija mochica ornada con intrincados motivos zoomorfos.
Touché.
Nuestra improbable amistad sufriría imprevisibles paréntesis...
“¡Cómo tú y yo no nos conocimos antes!”, me dice desde una cama de hospital –el súbito frenazo del autobús D40 lo hizo volar tres metros por el pasillo y fracturarse la cadera–. “¡La de diabluras que habríamos hecho juntos!”.
Sentado al lado de una cama toda barandales, cables y mandos, lleno la libreta con mi parte, taquigráfica, de nuestro desfasado diálogo. Algo le anoto sobre, pongamos, la Expedición Malaspina. Él lo mira y responde, animoso y rotundo. Lo visito en la clínica durante su dilatada convalecencia. Procuro llevarle, para que divague la mente, libros laboriosamente elegidos en función de su excentricidad. Vuelven a mi morral tan pronto como salieron: ¡resulta siempre que ya los ha leído! Causas de fuerza mayor me obligan, de un día al otro, a interrumpir mis visitas.
Años atrás, según pudo contarme, un súbito problema cardiaco lo fulminó a media calle. Estuvo muerto durante más minutos de cuantos es menester. Cuando parecía imposible, lo resucitaron. Albert sabe desde entonces que vive de prestado. Hace de ello una razón más de su inveterado optimismo, de su joie de vivre. “Mira, con mi corazón de cuerda, me dejaron bien claro los cardiólogos que en cualquier momento me puedo caer muerto. Bueno –acota jocoso–, no daré mucho problema: estoy tan reseco que sólo habrá que doblarme en cuatro, como a un cartón, y echarme en el contenedor amarillo”.
También yo volví, y no hace tanto, de entre las afiladas fauces de la muerte: meningitis bacteriana, encefalitis, sepsis... Desperté del coma hecho un guiñapo. Cuando pude una vez más salir al mundo, pedí a mi mujer que, en mi primera excursión fuera de casa, me llevara a ver a Albert. Lo sorprendimos en la acera que, dos veces por día, lo conduce de su tienda a su casa. Llevaba él en la mano una bolsa con kiwis, para la merienda. Albert y yo nos abrazamos. Largamente, sin decir palabra. Sólo él podía entender de dónde yo volvía: abrazos así no ocurren sino entre dos pícaros que han vivido, con todos sus efectos especiales, el kitsch del viaje astral... Y que volvieron para contarlo.
No sé si el nítido epicureísmo de Albert sea consecuencia de haber metido un pie en las aguas heladas del no ser. Sospecho que no, ya le venía de fábrica.
Acompaño una vez más a Albert en su ruta más habitual: la cuesta que lo devuelve, resollando, de la librería al hogar. Me viene a la mente el final de 'Zona', poema mayor de Guillaume Apollinaire –el primer moderno en apasionarse por la estética de la alteridad–:
[…] A casa quieres ya volver a pie
Y descansar entre tus fetiches de Oceanía y de Guinea
Cristos son, bajo otra forma y de otra fe,
Los Cristos inferiores de una oscura esperanza
Ligeramente renqueante al fin de su jornada, Albert Costa bien podría suscribir esos cuatro versos de hace ya más de un siglo.
Sugiere Lévi-Strauss en una entrevista que cierta frase de Michel Leiris a propósito de Alfred Métraux sirve, mejor que cualquier otra, para dibujar a Leiris mismo. Y lo cita:
“Es lo que yo llamo un poeta. Por lo cual entiendo no tanto alguien que escribe poemas, sino alguien que aspira a captar de manera absoluta aquello en lo que vive, y a romper su aislamiento mediante la plena comunicación de lo captado”.
Guardando las debidas proporciones, quisiera enhebrar a Albert en esa misma ristra. No por lo ilustre, sino por el impulso vital: tras cada encuentro con él vuelvo andando a casa (a mis propios fetiches y libros) congraciado con la maravilla de vivir, contagiado por su picardía y su vertiginosa erudición, por su juventud de espíritu, por su anti-solemne desparpajo, por su poesía.
Y siempre vuelvo con algo. Alguna idea, un consejo (“¡¡¡Ponte a escribir!!!”), un dato insólito, anécdotas de sus correrías africanas, un corta-uñas Touareg, la edición abreviada de La rama dorada de Frazer, un viejo cráneo de mono perlado de hilos de chaquira rojos, blancos, marrones. “Llévatelo, llévatelo, no vale nada”, me había instado. “¡Te lo regalo! ¡Basta con que le des sus cacahuetes!” (Desde lo alto de un altero de libros, dos expectantes ojos de babuino me vigilan mientras esto escribo.)
Uno de los terribles espectáculos que ofreció el siglo XX fue el del conmovedor capítulo final de las etnias tradicionales –y de su cultura material–. Algunos pocos amamos extraña, tierna, ciega y arrebatadamente los despojos de tan dolorosa agonía. Es, debe decirse, un amor vampírico y brutal que –¡ay!– no se amilana ante la rapiña.
Tras algún estimulante intercambio de ideas, uno de tantos, Albert puso en mis manos la Antología de poesía primitiva (Alianza Tres, Madrid, 1979) recopilada a lo largo de décadas por Ernesto Cardenal, el gran poeta nicaragüense. La devoré como el antropófago que puedo ser. Me resultó una lectura capital y me acongoja llegar tan tarde a ella. Impresiona cómo, en la alteridad más radical, se reconoce siempre el mismo grano fundamental de la materia humana. ¡Tantos y tantos son los fragmentos que me hablan y que quisiera compartir! Esquirlas poéticas de los Papagos, los Miskitos, los Tewas, los Ewhes, los Dinkas, los Comanches, los Otomíes, los Tsimshianes, los… De nuestros hermanos los hombres.
Voy sólo a copiar, aquí y a manera de cierre –patrimonio inmaterial o, si se quiere, cultura espiritual–, dos breves cantos de despojo. Araucano el primero, Piaroa el segundo. Ambos me interpelan muy directamente y los traigo a cuento porque se inserta en ellos, ambigua y brutal, la figura del antropólogo.
[ARAUCANO - Chile]
«Canción de despedida a los antropólogos»
(recogida por la investigadora Bertha Kössler Ilg)
Ustedes se van y yo me quedo.
Ustedes se llevan mi voz y mis versos.
Adonde ustedes van irán mis versos y mi voz.
Yo me quedo aquí,
Y mi voz y mis versos quién sabe adónde irán.
•
[PIAROA - Venezuela]
El hombre blanco ha vuelto a la choza.
Sus ojos
brillan en la sombra
como las chispas que cocinan el pescado.
Con largas manos
agarra el collar de Euari,
las flechas de Remie,
la falda de Chirimica,
la pequeña hamaca de Camó.
La niña llora ante esa voz de perro.
La mamá aprieta contra su pecho a Camó
Y dice: déjanos.
•
Pasé ayer lo mejor del día en lo que es para mí la caverna de Alí Baba: el singular cubil de Albert Costa, un singular amigo.
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Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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