Escritos contextatarios
Cobrar conciencia
Prólogo a ‘Horas inútiles junto al Sena’, de Alba E. Nivas
Ignacio Echevarría 2/06/2024
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A esta mujer que se pasea por París con la mirada y los oídos bien abiertos sería fácil tomarla por una flanêuse. Con este término, el de flanêuse, cierta crítica feminista trata de replicar un tipo urbano –el flâneur, el paseante ocioso y receptivo– seductoramente categorizado por Walter Benjamin en sus seminales trabajos sobre el París del Segundo Imperio. Pero la mujer que nos habla en este libro no encaja del todo en el patrón de la flanêuse. En primer lugar, porque su condición no es propiamente la de una paseante ociosa: es madre de un niño aún pequeño, es profesora de yoga y buena parte de su tiempo lo acaparan las tareas y los cuidados familiares, a los que se sustrae ocasionalmente cuando pasea. Tampoco el París por el que pasea, el París de Macron, del confinamiento, de los chalecos amarillos, recuerda gran cosa al París del Segundo Imperio, más allá de su siempre imponente escenografía urbanística. Pero es que además, si bien parece que camina a solas, esta mujer está sacando de paseo –como quien saca a pasear a su perro– a la “voz en off”, como ella misma la llama, una voz interior que nunca cesa de interpelarla, de incordiarla con “ráfagas de pensamientos e intempestuosas emociones”.
Esta mujer lleva años, dice, tratando de acallar a la “voz en off” con “las refinadas técnicas de meditación tibetana" que ella misma practica y enseña. Pero no hay manera. Los asaltos de esa voz "sobrevienen con pasmosa velocidad" y "encienden el piloto automático de un pronunciado sentido crítico" del que, por otro lado, ya no sabe prescindir.
Esa voz en off, ¿será "la voz de la conciencia"? ¿Es la de ese Pepito Grillo que cada cual cargamos con más o menos resignación, haciéndole más o menos caso?
No propiamente. Pues la de la conciencia –«conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios», conforme a la definición del DRAE– suele ser una voz admonitoria, que llama al orden (los psicoanalistas hablan del superyó: la versión interiorizada de las normas, reglas y prohibiciones parentales y culturales), en tanto que la voz en off que se deja oír en este libro tiene otro talante. Constituye más bien una especie de desdoblamiento. Cabría relacionarla con ese «interlocutor cruel» al que se refería Elias Canetti en su intento de describir lo que para él suponía la escritura de un diario. Decía Canetti refiriéndose a él: «Siempre está presente, no se aparta». Y añadía: «Su instinto para rastrear las motivaciones del poder o de la vanidad es fabuloso. Claro que tiene a su favor el hecho de conocernos de pies a cabeza. Cuando se percata de alguna imprecisión mía, alguna deficiencia en mi conocimiento, una debilidad o un gesto de pereza, se me echa encima como un rayo».
Que conste que los textos reunidos en este volumen no conforman de modo alguno un diario, por mucho que algunos de ellos sean, sí, entradas de diario. Éstas se alternan con apuntes sueltos, con poemas, con epifanías, con recuerdos, con retazos de vida, con reflexiones y con ensayos más o menos breves, más o menos divagatorios o discursivos. Lo que procura su unidad, en cualquier caso, es el ser todos ellos materiales de una conciencia en movimiento; de una conciencia, por así decirlo, en marcha. De ahí la condición digamos “ambulante” de este libro, que bien cabría adscribir –salvadas todas las distancias– al linaje de Les Rêveries du promeneur solitaire, ‘Las ensoñaciones del paseante solitario’ de Jean-Jacques Rousseau, también ellas urdidas en el transcurso de los paseos que su autor da por París. Pero no: lo que tiene lugar aquí, en este libro, de una manera no exactamente premeditada pero sí en cambio muy contagiosa, es la escenificación de ese proceso complejo, gradual, sutil que entendemos por “cobrar conciencia”. Esa es la cuestión: cobrar conciencia. Conciencia no sólo de la realidad que nos envuelve, sino conciencia también de uno mismo, comprendido el propio cuerpo.
El cuerpo ocupa un lugar importante en estos textos, una de cuyas subtramas es la experiencia a ratos brutal y perturbadora de la maternidad, primero, y enseguida la experiencia reconciliadora de la crianza. El acto de cobrar conciencia se acompasa aquí al ritmo del cuerpo que camina, que percibe, que moldea esa conciencia a través de los sentidos. Es desde el propio cuerpo y a través del propio cuerpo –cuerpo de mujer, en este caso, aunque “a fin de cuentas, incluso en lo relativo al cuerpo humano, el género no deja de ser una azarosa improvisación de la Naturaleza”– como la conciencia restablece aquí sus vínculos. Y es por virtud de este desplazamiento cardinal que esa conciencia comprende y asume que esos vínculos no son sólo de naturaleza social, política, económica, cultural, sino, antes de todo eso, son vínculos orgánicos. Vínculos no solamente humanos, que nos ligan al conjunto de los seres vivos.
“La interconexión de todo lo que existe –se dice aquí– es algo más que una sugerente declaración ecologista. Es algo más que una idea. Percibir la unidad con lo viviente en el propio cuerpo es una experiencia jubilosa y transformadora al alcance de cualquiera”.
El encanto y el poderío de este libro reside en la forma tentativa con que esta experiencia se abre paso en el tráfico cotidiano, comprometiendo para hacerlo niveles muy diferentes de atención, de sensibilidad, de emoción, también de pensamiento crítico, que acierta a captar y traducir una escritura versátil, tersa, irónica y apasionada. La forma miscelánea ensaya aquí “la posibilidad de un yo sin narrativa personal, es decir, de un yo en bragas –o en calzones– y con tendencias copulativas de otro orden”. Los “materiales de conciencia” aquí acumulados se despliegan en un tiempo y en un lugar muy precisos. La voz que aquí nos habla dice tener “la desgraciada suerte de vivir en el distrito XI, en el simbólico eje que va de la Bastilla a la Place de la Repúblique, manifestódromo nacional par excellence. Y para más señas, en la manzana del Bataclan, a pocas calles de Charlie Hébdo. Mi hijo ha crecido contando los globos rojos de la CGT y los chalecos amarillos, entre policías disfrazados de escarabajos-terminators y gases lacrimógenos”. La revuelta social, la pandemia del covid, la guerra de Ucrania, la crisis energética y la cada vez más apremiante y angustiosa amenaza climática, la masacre de Gaza... Sobre este trasfondo catastrófico, casi distópico, agravado más que distraído por “la futilidad de los escaparates” que proliferan en una ciudad entregada al turismo y al consumismo más irresponsable y desenfrenado, despunta sin embargo la esperanza, que irrumpe de pronto como un elemento casi subversivo. Lo hace a través de la indignación y de la rabia, a través también de la fatiga y de la oscuridad, en forma de resuelta resistencia a dar la batalla por perdida, de clarividente empeño en cambiar las reglas del juego y servirse de la imaginación para ampliar las estrechas fronteras de la realidad, alineándose en un frente distinto de combate.
“Me pasa a menudo. Miro a personas totalmente desconocidas y siento una intensa simpatía de destino. En el hecho de vivir hoy, en este mundo de polos que se deshielan y fronteras que ya no contienen el sufrimiento, encuentro una perturbadora excitación, como si el núcleo más íntimo de las cosas, el sustrato común, empezara también a desbordarse y junto a las catástrofes naturales se aproximara el tiempo de los prodigios”.
La apertura de esta perspectiva en la conciencia de una ciudadana común, madre de familia, lúcida espectadora de “las calamidades que se nos avecinan en este siglo de crueldad, muerte y transformaciones radicales” constituye la aventura y la enseñanza de este libro.
Hacia el final, nuestra paseante se desentiende por un rato de su voz en off y se pone los auriculares para escuchar a Bruno Latour insistiendo en cuestionar “no sólo la noción de Naturaleza sino el propio imaginario del globo terrestre”, defendiendo “el pluralismo de todos los entes y modos de existencia”. Oírlo le devuelve la confianza.
“La oscuridad es real pero no irreversible. La inteligencia está viva”.
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Horas inútiles junto al Sena (Escritos Contextatarios, 2024).
A esta mujer que se pasea por París con la mirada y los oídos bien abiertos sería fácil tomarla por una flanêuse. Con este término, el de flanêuse, cierta crítica feminista trata de replicar un tipo urbano –el flâneur, el paseante ocioso y receptivo– seductoramente categorizado por...
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Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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