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veraneo sostenible

Turismo contra qué o quién

Al hilo de las manifestaciones previstas para el 6 de julio, nos preguntamos sobre el riesgo de asimilar turismo a inmigración, lo democrático del viaje y su sentido del espectáculo, ¿qué pasa con nuestro descanso?

Anna Pacheco 5/07/2024

<p>Fotograma del documental <em>El síndrome de Venecia</em> (Pichler, 2012).</p>

Fotograma del documental El síndrome de Venecia (Pichler, 2012).

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Desde que a finales de febrero se publicó Estuve aquí y me acordé de nosotros, he participado en diferentes charlas, presentaciones y clubs de lectura. De algún modo, está siendo un viaje hablar del propio viaje turístico y reabrir en conjunto cuestiones para las que ni mucho menos tengo todas las respuestas. Voy a intentar resumir algunos de los temas que más me han interesado de los diálogos surgidos e ideas de otros que he ido anotando. 

En una presentación en Tarragona, parte del diálogo se articuló en torno al HardRock, el macroproyecto urbanístico que plantea la construcción de un gran casino en esta provincia. En este tipo de presentaciones literarias muchas veces corremos el riesgo de darnos la razón a nosotros mismos –las preguntas se convierten en reflexiones y las reflexiones, a menudo, en algo a lo que es fácil adherirse–. Otras veces, sirven para medir lo que más preocupa a la gente (o, al menos, a la gente de ese lugar) o para lamentarse por algún tema que quizás hubiera estado bien incluir en el libro y no se hizo. Sin embargo, en esa charla, aconteció algo importante y, en cierto modo, original: una mujer nos dio la razón pero no por los motivos que creíamos. 

La mujer, entre el público, dijo al resto de la gente que era cierto que había que oponerse al proyecto porque “ya sabíamos lo que pasaría” y ese ya sabíamos lo que pasaría era que “llegaría mano de obra inmigrante, que no se adaptan y que traen problemas”. La mujer habló de la petroquímica de Tarragona y sus barrios periféricos donde, a mediados de los setenta, muchos inmigrantes del resto de España fueron en busca de trabajo y casa. Dijo que ella misma se estaba encargando de convencer a sus amigos de que se opusieran al HardRock, recordándoles esos nuevos vecinos de entonces, y los que estarían ahora por llegar. Ahí se hizo un silencio, un silencio rasposo y murmurante.

Este episodio es muy ilustrativo y creo que conviene pensar sobre él. La crítica a la turistificación –algo que colectivos ecologistas, decrecentistas, movimientos sociales e investigadores llevan más de una década observando– parece estar calando en otros nichos y esferas no especializadas estos últimos veranos. Por eso, es interesante pensar bien las preguntas que nos hacemos y las palabras que usamos. Cuando hablamos de que “hay muchos turistas”, o con buena intención se denuncia el malestar de las ciudades desde la imagen de “sardinas en lata”, tenemos ahí un primer peligro de desprendimiento. La fobia a la masa o la asunción de que “no cabe nadie más” puede virar relativamente rápido a discursos antiinmigratorios y puede ser cooptada muy rápidamente por los partidos racistas y xenófobos que se alimentan de esto. En una charla en Palma con Margalida Ramis, militante ecologista y Portavoz del Grup Balear d'Ornitologia i Defensa de la Naturalesa (GOB), me explicó, por ejemplo, que por ese motivo ellos están optando por no hablar de masificación o saturación sino de turistificación. La idea de un “sobrante” puede llegar a ser muy versátil: tanto puede ser utilizada como la mujer que he citado más arriba –que no quiere que lleguen más trabajadores inmigrantes– como por asentar la idea de un territorio demasiado lleno al que le sobran personas, diluyendo peligrosamente las diferencias esenciales, por sus propias prácticas y usos del territorio, entre un inmigrante y un turista. Y también, claro está, es el pretexto que sirve para la progresiva elitización y la justificación del llamado “turismo de calidad”.

El antropólogo Manuel Delgado recordaba estos días un artículo que publicó en 2008 en el que señalaba el imaginario común que comparten estas dos figuras –turista e inmigrante– y los riesgos que entraña “detectar en el forastero la figura del bárbaro invasor”, aquel que es preferible aislar, vigilar, restringir o expulsar, “negándoles a su vez todo derecho a la complejidad, ignorando que ambos personajes conceptuales albergan un gran número de variables que los hacen muy distintos unos de otros: clase, edad, género, origen, prácticas, intereses…”. 

¿Qué significa que un centro es verdaderamente auténtico? ¿A qué año hay que remontarse? 

En una línea similar, creo que conviene hacer una defensa contranostálgica de eso que llamamos identidad; pues otro riesgo cuando hablamos de combatir la turistificación de las ciudades y pueblos es evocar un pasado idealizado en el que, ya no solo haya un excedente de guiris y franquicias, sino que, en función de la mirada que se aplique, puede acabar estigmatizando otro tipo de prácticas y usos del espacio que no se ajusten a la supuesta identidad histórica del territorio. ¿Qué significa que un centro es verdaderamente auténtico? ¿A qué año hay que remontarse? ¿A qué siglo? Para algunas personas, los bares regentados por chinos son menos auténticos y menos propios que los bares regentados por gallegos (o, ahora, sus descendientes). Albert Arias Sans analizaba el caso de Las Ramblas de Barcelona en el libro colectivo El malestar de la turistificación y, valiéndose del legado de Doreen Massey, proponía reconfigurar las nociones de “global” y “local”. Una propuesta de Arias para evitar esta mirada estrecha era: “No presuponer que si hay algo que proviene de los flujos globales es un riesgo per se o que hay que defender lo local de forma incondicional, ya que la realidad se entesta en evidenciar que esto no es así”.

Otro asunto. En la crítica a la turistificación, nunca tardan en aparecer los ceños fruncidos, la estupefacción. Alguna gente se pregunta por qué demonios hay otra gente que parece dispuesta a cargarse el turismo, o dicho de otro modo: por qué queréis arruinar también nuestras vacaciones. Si Mario Gaviria dijo aquello de que “solo los pijos, los ricos y los clasistas odian Benidorm”, puede que exista (al menos, en Twitter) una versión caricaturesca y adaptada: “Solo los activistas e intelectuales de clase media critican el turismo”. Desde este prisma jocoso, entienden que no tiene sentido fijarse en el turismo “porque es algo que todos hacemos y, además, es un placer y solo unos chiflados querrían impugnarlo”. Pero la defensa acérrima del turismo como práctica y aspiración democrática puede llegar a ser algo autocomplaciente. Durante la pasada escuela de verano organizada por el centro de investigación AlbaSud en la UB Raval se abordó, de alguna manera, todo esto en un diálogo entre los investigadores Ivan Murray y Raúl Valls. Cuando se habla de la democratización del turismo se ignora que, a escala global, el turismo tiene poco de democrático y que, en realidad, reproduce e incrementa las relaciones de explotación del Norte Global al Sur Global. Me parecen importantes las reflexiones de Murray y Cañada en este texto reciente: en muchos casos, esta fijación por la búsqueda de la coherencia individual (entonar el “tú también has sido turista” con ese tintineo) solo conlleva a una despolitización y deslegitimación de las demandas, “como si la movilización solo pudiera ser planteada desde la virtuosidad moral”. 

La tesis sobre los estilos de vida imperiales sostiene que su pervivencia solo es posible a costa de su privación a otros muchos

Raúl Valls mencionó, además, los “estilos de vida imperiales” –concepto acuñado por Ulrich Brand y Markus Wissen– para referirse al hecho de que buena parte del planeta ya está lejos de estos estilos de vida (dentro de los cuales se podría contemplar los viajes con fines de turísticos, pero no solo), y que estos estilos de vida son insostenibles en lo ecológico, pero también en lo social. “Las formas de vida imperiales ni son buenas ni son justas”, dijo Valls. “Esto significa que nuestros sistemas basales [los del mundo Occidental] tienen unas exigencias muy elevadas de recursos”, añadió Murray, lo que los hacen impracticables e irrepetibles para el conjunto de la población mundial. En resumen, la tesis sobre los estilos de vida imperiales sostiene que su pervivencia solo es posible a costa de su privación a otros muchos, pues siempre dependen de un “exterior” disponible al cual explotar y expoliar y donde externalizar sus costes. Para ellos, esta dependencia conduce a una falla inevitable, pues todos esos exteriores desean eso de lo que se les priva. Y más si encima esos mismos son una de las razones de su empobrecimiento. En el libro Modo de vida imperial: vida cotidiana y crisis ecológica del capitalismo, los dos autores explican de este modo esta colisión fundamental:

“A medida que las economías emergentes como China, India y Brasil se desarrollen al estilo capitalista, y las clases medias y altas adopten ideas y prácticas de la ‘buena vida’ del Norte, estarán aumentado su demanda de recursos y la necesidad de externalizar costos, por ejemplo, en forma de CO2. En consecuencia, ascienden y se convierten en competidores del Norte global no solo en términos económicos, sino también ecológicos. El resultado son las tensiones ecológico-imperiales (...) A esto se añade que cada vez menos personas en el Sur global están dispuestas a permitir que el modo de vida imperial del Norte global arruine su propia vida. Los movimientos actuales de desplazamiento y migración también deben verse en este contexto. Asimismo, muestran el continuo atractivo que el estilo de vida imperial representa para aquellos que aún no han podido participar en él: los refugiados buscan seguridad y una vida mejor, que se puede lograr con más probabilidad en las condiciones del modo de vida imperial de los centros capitalistas que en cualquier otro lugar”.

Esto enlaza con otra idea que arrojó el geógrafo Macià Blázquez –en el marco de las mismas jornadas– y es la de entender el “decrecimiento como una contracción en términos igualitarios y programáticos”. Es decir, el decrecimiento debe ser planeado y, esto es lo más importante, “a todo el mundo no se le puede pedir decrecer igual”. 

Para ella, era una forma de veranear que inequívocamente asociaba a momentos de tranquilidad y felicidad, de “descanso total”

En una ocasión, una chica de un club de lectura me dijo que entendía todo, pero que se le hacía difícil reimaginar las vacaciones. En su caso, sus veranos familiares consistían en alojarse una semana al año en algún resort u hotel de la costa. Ocho días, siete noches. Ni uno más. Para ella, era una forma de veranear que inequívocamente asociaba a momentos de tranquilidad y felicidad, de “descanso total”; y también a algo todavía más concreto: ver a su madre sin hacer nada. 

Esta cuestión la recogieron las antropólogas Carla Izcara e Inés Gutiérrez Cueli en este mismo seminario ya mencionado, su charla versó sobre la necesidad de imaginar futuros deseables y postcapitalistas en los que el papel histórico de la mujer no sucumba nuevamente a una lógica patriarcal. Las vacaciones (el ocio, el descanso) entendidas como eso necesario para la reproducción social. Si pensamos un horizonte de escasez –y en una reconversión a un descanso de proximidad, más social y autogestionado–, “¿quién se encargará de reponer y cuidar esos cuerpos?”, se preguntaban. Gutiérrez advirtió del peligro de reasentar imaginarios familiaristas en los que son las mujeres las que cocinan, preparan la mochila de la excursión, limpian la ropa, piensan la cena, preparan el regreso a las clases, al trabajo, acomodan la casa. Por supuesto, no es que esto solo sea un riesgo para el futuro, esta ya es la realidad de muchas mujeres, el riesgo es no poder escapar del precipicio de siempre. Izcara también habló del lujo y del cuidado comunal como una forma de reinterpretar lo que entendemos por descanso. El deseo y el placer son, dijo ella, “reconfigurables y transformables” y, de hecho, “la propia acumulación de experiencias –típica de las economías del Norte Global– también pueden llegar a matar el placer”. Esta anestesia extremadamente costosa (y que, de todos modos, es patrimonio de unos pocos poquísimos) es lo que ahora mismo también se encuentra en discusión.

De lo que se está hablando es de que el descanso sea menos excepcional 

No está de más repetirlo, pero dicho vulgarmente: nadie está en contra del descanso. De hecho, de lo que se está hablando es de que el descanso sea menos excepcional y al alcance de una mayoría global; calmar, tal vez así, nuestros deseos de exotismos y peripecias lejanas. Crear un nuevo sentido común o, en palabras del antropólogo José Mansilla, que llegue un momento en el que “la libertad sea precisamente no tener que viajar a estos lugares aunque puedas hacerlo”. 

El geógrafo Ernest Cañada habló, en su intervención, de la necesidad urgente de cambiar el foco y pensar quién es realmente el sujeto de las políticas turísticas. Para él, el problema principal es que la “población local no es sujeto político y es la clase empresarial la que exige adecuar el territorio a sus intereses”. Por eso, en muchos lugares turistificados convivimos con este sentimiento inquietante: la ciudad como un escaparate, la ciudad pasarela, la ciudad circuito, la ciudad-objeto. O en palabras del escritor Luis López Carrasco en su novela el Desierto Blanco: “¿Quién era el destinatario del regalo en el que se había convertido nuestra ciudad? Esperábamos ser nosotros porque, ¿quién podría vivir en un regalo que no es para uno?”. Las movilizaciones de estos días en Palma, Canarias, Málaga, Barcelona o Girona deben leerse desde ahí: los habitantes de esta ciudad-regalo se rebelan, en gran parte, porque no pueden ni pagarse la vida dentro de él. Se ha convertido en un regalo demasiado caro. 

Desviándonos brevemente del tema, aunque no mucho, pensé estos días en un tuit de la periodista Belén Remacha. Ella escribía esto: “Mi imperio romano es la teoría de que si solo se pudiera viajar sin compartir ni una sola imagen en ninguna red social, disminuirían muchísimo dichos viajes”. Este tuit cómico me parece que explica, en parte, el capital social asociado al viaje turístico y funciona tanto en una época en la que existen redes sociales como en tiempos pretéritos. El viaje también lo es por lo que representa después: ya sea en forma de souvenir, en álbum de fotos analógico como, incluso, en forma de pintura mural en un palacete de una familia burguesa del novecientos. Mostrar el viaje siempre formó parte del viaje. Este argumento no exime este otro: la curiosidad, claro, es algo inherente a la condición humana y muchos de estos viajes reportan, seguro, el placer genuino de mirar hacia lo desconocido. Pero, precisamente, la necesidad de generar beneficios y crecimiento en una economía en la que los países pugnan por ser más y más competitivos, hacen que la curiosidad y la atención no sean conceptos puros ni neutrales. 

Raoul Bianchi afirmó en el marco de esta escuela que, en tanto que el turismo no vende exactamente nada, “su producto es intangible, su mercancía es la economía de la experiencia y para la experiencia no hay límite”. Recientemente, la periodista Noelia Ramírez hizo una ruta fantástica y grotesca (el tipo de rutas que a mí me gustan) por los museos de la Barcelona turística, posiblemente el epítome de la mercantilización de la experiencia. Piscinas de bolas, arte inmersivo, museos de la felicidad, realidad virtual y obras instagrameables. Estos establecimientos tienen sentido en cualquier rincón del mundo, son fácilmente exportables, su única condición es que sean extremadamente fotografiables, que tú estés ahí para relatarlo. 

Para acabar, quiero quedarme con tres imágenes que creo que capturan bien lo que estamos disputando estos días. La primera, las pancartas con el lema “no es turismofobia, es caciquefobia” que se pudieron leer durante las movilizaciones en Canarias. Así es, en corto: esto tiene que ver con limitar e intervenir fuertemente un sector secuestrado por la empresa privada y por unos nombres y apellidos muy concretos. En segundo lugar, una pintada anónima que apareció en una iglesia en Sástago (Zaragoza) en 1973. El municipio amaneció con este recordatorio antihechizos y hechiceros: “Llaman milagro al desarrollo, pero el milagro está en el reparto”. Y la última, las declaraciones en prensa de Roberto Centeno, presidente de un fondo de inversión valenciano, quien denunció que “es una barbaridad que la Malvarrosa no esté llena de hoteles de cinco estrellas y que en primera línea de playa haya un hospital, un instituto y viviendas de protección oficial”. ¿Os imagináis? ¿Os imagináis que no fuera ninguna barbaridad? 

Desde que a finales de febrero se publicó Estuve aquí y me acordé de nosotros, he participado en diferentes charlas, presentaciones y clubs de lectura. De algún modo, está siendo un viaje hablar del propio viaje turístico y reabrir en conjunto cuestiones para las que ni mucho menos tengo todas las...

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Autora >

Anna Pacheco

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