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reseña

Culpa y responsabilidad

Sobre ‘Los alemanes’, de Sergio del Molino

Ernesto Bottini 12/07/2024

<p><em>Mujer leyendo.</em> Barbour, 1910. </p>

Mujer leyendo. Barbour, 1910. 

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Este momento tenía que llegar, antes o después. La golosina de la “cancelación” era demasiado tentadora como para que la industria editorial especializada en ficción dejara escapar la oportunidad de hincarle el diente. Por tanto, ya tenemos la primera novela sobre el fenómeno que articula el discurso cultural del antiprogresismo escrita por un autor español con gran éxito comercial. La obra en cuestión, Los alemanes, viene acompañada del Premio Alfaguara de novela 2024, uno de los más importantes de la literatura en castellano.

Si bien Sergio del Molino (Madrid, 1979) es un escritor lo suficientemente hábil como para no pillarse los dedos a la altura de la primera falange y remata la fábula de manera elusiva, lo cierto es que toda la retórica de la novela trabaja sobre la misma idea recurrente: no somos culpables de lo que han hecho nuestros padres y por tanto el pasado no debería plegarse de forma “canceladora” sobre el presente. Ahí está puesto el peso argumentativo de la novela, la tesis que se despliega a través de los diversos monólogos de sus protagonistas. Cuando aparece esbozado un remedo de antítesis o discurso contraargumental, lo hace por medio de razonamientos debilitados, diluidos o directamente capados. Dicho de otra forma, es evidente que estamos ante una novela que se hace trampas al solitario, escrita para darse la razón.

Mediante el uso del espantajo moralizador de la “culpa”, tanto los personajes narradores como la propia novela escurren el bulto a la hora de tratar un tema complejo y central de los debates contemporáneos: la responsabilidad sobre el legado histórico y las respuestas éticas a sus desafíos. Este es el truco de mago de salón de gasolinera que subyace a la fábula: en la picadora de carne entra la caricatura del movimiento ecologista –con una vergonzosa parodia de Greta Thumberg, objetivo globalizado de toda una generación de señores rabiosos y frustrados–, la simplificación socarrona de la llamada “cultura de la cancelación”, la milagrosa desnazificación por ósmosis y la idealización cándida de unos supuestos valores superiores de la política de la Transición.

Como el propio imaginario reaccionario se reproduce a través de la sobreactuación de una hipotética amenaza “canceladora”, de igual manera la fábula de esta novela pone en escena a una serie de personajes y conflictos cuya lógica interna hace aguas y se hunde en un mar de irracionalidad y contradicciones. La novela propone respuestas que solo sirven para ponerse de perfil ante el cuestionamiento del pasado y sus ramificaciones en el presente. Así, Los alemanes naufraga en la deliberada confusión entre culpa y responsabilidad. Cómo dimensionar la responsabilidad sobre la herencia recibida y articular las acciones derivadas de asumirla es parte de una construcción ética individual y colectiva que, por lo general, ni viene tasada ni es fija y que, por eso mismo, es materia riquísima para la indagación novelística (la obra de Coetzee es un buen ejemplo de ello). Llevar este desafío ético y filosófico al terreno de la culpa –que es un sentimiento o condición que expía el sujeto hacia el interior– y de la furiosa laminación social, significa amputar la posibilidad de una exploración valiosa.

El pasado comparece aquí como un disparo imprevisible y caprichoso, con la sustancia lógica propia de una detonación surrealista, con el fin de desintegrar, con su rayo cancelador, la dudosa utopía de “una sociedad de libres e iguales”. Junto con su destrucción simbólica, caen también unos personajes de apariencia inmaculada que lloran “como llora la tierra, sin darse importancia, dejando que el agua arrastre los sedimentos y que las civilizaciones florezcan mansas en sus orillas”.

El eje argumental de Los alemanes es el chantaje y la posterior difamación de sus protagonistas

El eje argumental de Los alemanes es el chantaje y la posterior difamación de sus protagonistas. No obstante, el autor evita entrar por el costado más burdo de la denuncia de la “cancelación” (cuando se trata de un castigo social justificado en un hecho oprobioso) y achacarla a sus sospechosos habituales: los colectivos racializados, queer y feministas o, dicho de otro modo, la temida hidra posmoderna. Aquí viene dada por hechos cometidos por otros, en un pasado que ya ha empezado a desdibujarse y nace de un contubernio de intereses espurios. La reprobación se expresa aquí como un hecho intrínsecamente injusto y es instrumentalizada por fuerzas oscuras. Difícil imaginar un escenario de rechazo social irracional más delirante y conspiranoico. Difícil imaginar una fábula más torcida para desprestigiar y criminalizar las denuncias, críticas y reivindicaciones legítimas que habitualmente se encuadran en la llamada “cultura de la cancelación”.

Cosas nazis

La intriga de Los alemanes (porque toda novela comercial con nazismo de fondo tiene su cuota de intriga) se sostiene en aplazar el descubrimiento, por parte de los personajes narradores y del lector, de los antecedentes filonazis del padre, que se remontan a la infancia y la juventud de los protagonistas, en las décadas finales del siglo XX. Esto implica forzar hasta el extremo la verosimilitud de la historia. ¿Cómo puede ser, se preguntará el lector, que un profesor universitario especializado en la literatura judía de Alemania, y una política “brillante” (“brillas porque entiendes el mundo mejor que otros”) en plena carrera ascendente hacia la capital del reino, hayan pasado por la vida ignorando que su padre era un activo neonazi, que financiaba comandos terroristas en Alemania y mantenía una estrecha relación de mecenazgo en España con un jerarca nazi refugiado tras la guerra? Con lo dados que son los nazis a hacer cosas nazis, a las diatribas nazis y a exhibir parafernalia nazi… ¡con la impunidad con la que se expresó el neonazismo en España hasta bien entrada la década de 1990! 

Un motor que, según reflejan las listas de los ensayos más vendidos en los últimos años, tiene la capacidad de vender libros como panes

Aunque parezca una exageración producto de la retórica crítica, la “cancelación” se pone en marcha desde una trastienda sombría, donde se mezcla el urbanismo rampante, las finanzas transnacionales, la mafia israelita y un rencor desbocado, enfebrecido y sádico, rayano en la locura y con altas resonancias de la conspiración judeomasónica. Sus agentes, los tontos útiles de la maquinaria paranoide, son dos marionetas al servicio de la narración facilona: un juntaversos hambreado, ambicioso y desagradecido, y un estudiante de doctorado arribista seducido por el aura de “estrella del rock” del filósofo Byung-Chul Han. Caricaturas, monigotes, guiñoles sin entidad, tornillos de anclaje del carburador con el que el novelista inyecta gasolina en el motor de combustión victimista que ha puesto en marcha la internacional reaccionaria, que parece haber encontrado en la denuncia de la “cultura de la cancelación” un marco funcional para reactivar la defensa de un paradigma moral y un orden jerárquico cuestionados. Un motor que, según reflejan las listas de los ensayos más vendidos en los últimos años, tiene la capacidad de vender libros como panes.

Hay tantos tópicos embuchados en esta novela que incluso se trabaja con el cliché del comerciante judío marrullero y sin escrúpulos. ¿Es posible sustraerse al hecho de que la representación es una decisión autoral que acarrea una responsabilidad? Más aun, ¿es posible ignorar que la memoria misma también es una representación que pone en juego una responsabilidad?

La cultura, esa cosa

Se reconocen pinceladas de referentes reales en algunos personajes, como en el caso del alcalde de la Zaragoza ficcional de la novela, inspirado en Javier Lambán (la querencia de Sergio del Molino por la hagiografía de la “vieja guardia” socialista parece programática). Alfonso es un personaje áspero y pretencioso, revestido de una complejidad babosa que le sienta como el traje de luces a King África: “Eva –me decía a veces– a la política llega cualquiera. Esto es como el clero en la Edad Media, el oficio de los hijos segundones, el refugio de los mediocres. Ahora bien, aguantar, lo que se dice aguantar, solo aguantan quienes saben mirar dentro del alma. Si no sabes ver dentro del alma de los otros, me decía, estás a tiempo de dejarlo. Alfonso era, además, un historiador aficionado bastante solvente. Más de una vez le había visto asombrar a catedráticos que no sospechaban que conociese tan a fondo las guerras napoleónicas o las diferencias dogmáticas entre Plejánov y Lenin”.

La imaginada cumbre panoli que consiste en “asombrar a catedráticos”. Descacharrante.

Por momentos, los personajes son meros vehículos para desplegar un discurso histórico-cultural denso y solemne

Por momentos, los personajes son meros vehículos para desplegar un discurso histórico-cultural denso y solemne, cuya circulación en el texto resulta muy poco natural: “Subió después una de sus sobrinas, creo que Carmen, y entonó a capela un lied. Lo identifiqué pese a mi oído de piedra [el personaje lleva media novela hablando de su incapacidad y desinterés por la música]. Era Einsamkeit, es decir, soledad. Mientras escuchaba la primera estrofa pensé en la belleza morfológica de la palabra alemana. Einsamkeit es un sustantivo que se construye a partir del número uno, eins. En español sería algo así como uniedad, la propiedad de ser uno. Aunque me gustaba descomponer las palabras compuestas, no solía prestar atención a las etimologías ni a la historia de las lenguas. Siempre me parecieron material de relleno erudito, la falsa poesía de los falsos poetas”. Cito en extenso para mostrar el mecanismo de estos monólogos que componen la novela. Aparte de la incoherencia reveladora del pasaje, ¿quién es el lector implícito?, ¿para quién traduce?, ¿a quién le está explicando esto? 

Señalo este aspecto problemático del texto para dejar constancia de que la novela no solo es cuestionable debido al planteamiento torticero del tema (por aquello que cuenta), sino también por cómo lo cuenta. Los personajes se relatan los unos a los otros cosas evidentes, cosas que ya saben, utilizando los diálogos con torpeza para filtrar información al lector: “te ahorro esa parte porque ya la sabrás… ya sabes cómo se unieron desde el principio con los patricios, con las familias de bien… qué te voy a contar… Hitler se apoyó desde el principio en los alemanes en el exterior, ya sabes, ‘ein Volk…’ ¿Te acuerdas de ese artículo sobre la banalidad del mal que escribiste? Cómo no te vas a acordar”, y así todo. Estos excursos, utilizados para contar la historia de la pequeña comunidad de alemanes de Zaragoza (“los alemanes del Camerún”) o perfilar a los personajes, exceden las habituales licencias que otorga con buena voluntad el pacto de ficción. Las buenas novelas pueden subvertir las convenciones narrativas y crear sus propias condiciones de enunciación exitosas; las malas novelas muchas veces lo son porque desoyen las convenciones sin disponer del fuelle necesario para crear unas condiciones de enunciación alternativas.

Parte del conflicto de esta novela recae en el cuestionamiento de las aptitudes de los personajes y las posiciones que ocupan en la vida pública. En el caso de uno de los hermanos que protagonizan la historia son sus cualidades para la docencia y la investigación en la universidad de Ratisbona, cuando es la propia novela la que nos presenta a un personaje bastante bobo y mediocre, repetidor de conocimientos y lugares comunes de la cultura académica. En el caso de la otra hermana, un discurso sobre la actividad política que más bien suena a fantasía teosófica. La novela está atravesada de pseudoteorías de la música barroca, pseudosociología del arte y pseudofilosofía de la Historia, todo ello con un penetrante tufo a paráfrasis de manuales de divulgación, a cachivaches culturales que no pueden evitar transmitir una profunda sensación de inanidad.

Las SS en el altar de la culpa

El ecosistema literario español ha demostrado que puede prosperar aun con sus principales premios manifiestamente concedidos de antemano

Las Salchichas Schuster son el origen de la fortuna familiar de los protagonistas pero también funcionan como metáfora ajustada de esta novela en su calidad de producto literario de fácil consumo. Concebida, podríamos decir, para un público que demanda ficciones que le ofrezcan tranquilidad de conciencia, aunque esta venga traficada por medio de falsos dilemas y hombres de paja. Un público que no se sienta interpelado ni concernido por los horrores de la Historia, que liberado de toda culpa pueda tumbarse a soñar con civilizaciones que florecen mansas a orillas de los ríos. Así, en una tripa de celulosa se ha embutido una masa hecha con recortes de pelotazo urbanístico, trozos de negocio del fútbol provincial, un puñado de nazis extraterritoriales, piezas de análisis cultural de alto contenido graso metidas con calzador, conservantes y estabilizadores provenientes de la moda audiovisual del falso documental y excipientes que ayudan a aglutinar la mezcla.

El ecosistema literario español –como otros– ha demostrado que puede prosperar aun con sus principales premios manifiestamente concedidos de antemano. Uno quisiera, sin embargo, que entre los miembros de sus jurados, cuyo prestigio sostiene la carpa del circo, cundiera el ejemplo de Juan Marsé, quien marcó un umbral ético al negarse a participar del número del bombero torero.

Este momento tenía que llegar, antes o después. La golosina de la “cancelación” era demasiado tentadora como para que la industria editorial especializada en ficción dejara escapar la oportunidad de hincarle el diente. Por tanto, ya tenemos la primera novela sobre el fenómeno que articula el discurso cultural del...

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Autor >

Ernesto Bottini

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