EDITORIAL
Yo, El Supremo
3/07/2024
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Los excesos políticos de nuestro poder judicial empiezan a ser insoportables. Quienes deberían ser garantes del derecho se han convertido en un poder fuera de control, que no duda en sustituir las leyes democráticas por su simple voluntad ni en abusar de su posición, marcada por la impunidad y la absoluta ausencia de rendición de cuentas, para imponernos a todos la ideología que la sociedad ha rechazado en las urnas y en el Parlamento de forma mayoritaria.
El Tribunal Supremo acaba de dictar un auto en el que da el paso definitivo en esa dirección. Niega la aplicación de la ley de amnistía a los líderes políticos catalanes condenados por delitos de malversación y, en la práctica, viene a convertir el espíritu y la letra de esa ley en papel mojado. Desgraciadamente, el auto no es una decisión jurídica. Carece de la mínima argumentación coherente para ser aceptada como tal. Su mera lectura repugna a cualquier jurista democrático y decente. No sólo porque está trufada de una ironía insultante contra el legislador electo y de juicios de valor totalmente improcedentes en un texto jurisdiccional. También, y sobre todo, porque es incapaz de elaborar una línea lógica de pensamiento jurídico mínimamente convincente.
El legislador democrático surgido de las últimas elecciones generales y confirmado después en los pactos alcanzados en el Parlamento ha aprobado una ley que concede la amnistía a los delitos cometidos en la lucha por la independencia de Cataluña de los últimos años. Entre ellos, está el de malversación por usar dinero público para fines ilícitos. La ley aprobada solo deja fuera de ese beneficio a quienes lo cometieron para enriquecerse personalmente, cosa que ningún tribunal ha podido probar. A los jueces puede gustarles o no esa ley, pero es el derecho en vigor y la tienen que aplicar.
Los magistrados de nuestro Tribunal Supremo, sin embargo, no son ni tan demócratas, ni tan profesionales, ni tan honestos. No están dispuestos a aplicar las leyes que no coincidan con su ideología o que no convengan a los partidos políticos que los nombraron. Por eso se han inventado un razonamiento absurdo, infantil y disparatado que intenta explicar que los líderes del procés, que supuestamente destinaron dinero público a promocionar el referéndum independentista del 1 de octubre, lo hicieron con la intención de conseguir un enriquecimiento patrimonial personal: el Supremo inventa, sin prueba alguna, que, de no haber usado dinero público, habrían tenido que usar su dinero personal. Así, establece que ahorraron dinero, lo que es una forma de enriquecimiento.
Hay que sentirse muy impune y muy henchido de poder para usar un argumento tan falsario y risible como vía prioritaria para detener la aplicación de la ley más importante de los últimos años. Pero la cosa no acaba ahí. Aprovechando que la ley también dice que no se perdonarán los delitos que afecten a los intereses económicos de la Unión Europea, los ínclitos soldados que el Partido Popular promocionó a magistrados del Tribunal Supremo arguyen que, de haberse logrado la independencia de Cataluña, la Unión Europea habría sufrido una pérdida económica al no poder recaudar impuestos en ese territorio. De este modo falaz, en realidad, lo que el Supremo nos dice es que la ley de amnistía es inaplicable. Porque si no se amnistían los delitos que afectan a las finanzas europeas y se considera que cualquier delito cometido para lograr la independencia afectaría a esas finanzas, ningún delito cometido para acercar a Cataluña a su independencia puede ser amnistiado.
En fin, juristas de toda condición e ideología han llamado ya la atención sobre la incoherencia de los argumentos redactados por el juez Manuel Marchena, seguramente el presidente más arrogante que ha tenido nunca el TS. Se diría que ya no le importa siquiera renunciar a su fama y prestigio de gran jurista; si le hace falta a su bando político, él pergeña un bodrio y se queda tan ancho. Yo, el Supremo. No tiene por encima a ningún otro tribunal que pueda corregir su interpretación de la ley y de los hechos. Si hay un recurso, lo resolverá él mismo. Así que le da igual.
El mensaje del Supremo es letal para la democracia. La ciudadanía acude periódicamente a las urnas, elige a 350 diputados y estos invisten a un Gobierno. Unos y otros proponen, discuten, luchan y pactan hasta aprobar textos con forma de ley en los que se plasma la voluntad de la mayoría política del país. Sin embargo, nada de eso sirve si al final cinco jueces conservadores, chulescos y parciales deciden que solo se pueden aplicar las leyes que coincidan con su ideología. El auto de Marchena es un ataque frontal del Poder Judicial contra el Legislativo y el Ejecutivo, y reviste una gravedad inaudita porque, al negarse a aplicar una ley propuesta por el Gobierno, aprobada por el Parlamento y sancionada por el jefe del Estado, pone en cuestión las bases mismas de la democracia parlamentaria y del Estado de derecho. Una cosa es la indispensable separación de poderes; otra muy distinta es que el presidente del máximo organismo judicial del país niegue la voluntad del legislador con una resolución evidentemente política e ideológica, basada en argumentos jurídicos absurdos y tramposos.
Tristemente, hace tiempo que nuestros jueces dejaron de ser ese poder neutro encargado de cumplir y hacer cumplir las leyes que impone la Constitución. Sin embargo, con cada nueva decisión se echan un poco más al monte antidemocrático, con lo cual es más difícil hacer la vista gorda a la realidad: en España no tenemos un auténtico Tribunal Supremo, sino una caterva de jueces resabiados y exaltados que actúan, como sucede en las dictaduras, a modo de Junta Militar Suprema.
Los excesos políticos de nuestro poder judicial empiezan a ser insoportables. Quienes deberían ser garantes del derecho se han convertido en un poder fuera de control, que no duda en sustituir las leyes democráticas por su simple voluntad ni en abusar de su posición, marcada por la impunidad y la absoluta...
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