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Esta noche de canícula e insomnio –la tercera ya, de las muchas que nos quedan– transcurre entre el traqueteo del ventilador en el techo, el sudor que me pega el trasero a la silla, y los viajes a por el agua que nadie ha rellenado en la nevera. Noches así me recuerdan cómo año tras año el calor se vuelve determinante para estructurar la vida: las horas de sueño, los trayectos por la calle saltando de sombra en sombra, de refugio en refugio, sorteando el día mientras las aceras arden.
Atravieso el desvelo cayendo en Instagram, donde ya asoman las vacaciones ajenas que no puedo evitar mirar. Qué cala tan bonita. Qué terraza tan agradable. Qué bien le queda el bikini. Qué alto ese rascacielos. Qué bohemio ese museo. Qué guapos esos amigos. Vaya pinta tiene ese mojito. Me imagino una red social paralela con otros veranos que no tienen foto: el de los camareros de las terrazas del centro a los que les chorrea el sudor por la cara; el de esa señora mayor aplastada en su sofá, que tiene aire acondicionado porque se lo pusieron sus hijos pero no lo enciende porque no puede pagarlo; el del viaje pegajoso en metro espalda con espalda; el de los salones a oscuras con un ventilador que solo remueve el bochorno; el de los cuarenta y tantos grados que asfixian las orillas a un lado y al otro del Estrecho, o los de una tienda de campaña de plástico a pleno sol en Gaza. El calor, como todo en esta vida, no es igual para todos.
Me imagino una red social paralela con otros veranos que no tienen foto
Hace un par de semanas, Javier Milei volvió a visitar Madrid. Disculpadme de nuevo el madrileñocentrismo, pero por favor, no lo entendáis como esa tendencia natural capitalina de mirarnos al ombligo, sino casi como un ejercicio de desahogo. La primera vez que vino, Milei acudió a presentar un libro, El camino del libertario, en la sede de La Razón, propiedad, por cierto, del ínclito grupo Planeta. En la segunda ocasión regresó invitado por Isabel Díaz Ayuso para recibir no sé qué absurda medalla y vomitar su ideario desde el atril de la presidencia de la Comunidad de Madrid mientras ella le contemplaba ufana. Al fin y al cabo, el equivalente ideológico a Milei en España está mucho más cerca de MAR y Ayuso que de Santiago Abascal, y ambos lo saben.
El caso es que el insomnio, ya os digo, es malísimo, y anoche me adentré en el primer capítulo del polémico librito que paseó Milei por Madrid y que las malas lenguas dicen que estaba medio plagiado. Os ahorro la experiencia, porque no da ni para plagio: es un refrito de neoliberalismo para púberes, un popurrí de tópicos y autores mal citados de la escuela austriaca, rematados con bulos en forma de enunciados simplones hechos para publicarse en Twitter. “Cuanto mayor el éxito, más que proporcional será el castigo fiscal”, afirma, por ejemplo. Pero en Madrid bien sabemos que no es así, ya que el paraíso fiscal de Ayuso ha construido un sistema de tributación que exime cada año de pagar más de 5.000 millones de euros en impuestos a base de beneficios fiscales a las 45.000 personas más ricas de la Comunidad. La libertad avanza… si no se la combate.
“La justicia social es aberrante”, decía Milei. Una cosa de envidiosos y de perdedoras, de fracasados y de resentidas. “A unos les quita y a otros les da. Los impuestos se pagan a punta de pistola”. Mientras, Ayuso movía la cabeza y contemplaba su circo, vestida como de invitada en una boda de cortijo, que es, últimamente, su forma de decirnos que todo esto es suyo.
Pero no, no lo es. Y que lo grotesco no nos desvíe de lo neoliberal, ni de lo importante: según el Estatuto Autonómico de la Comunidad de Madrid, Ayuso ostenta el cargo de “quien preside y dirige la actividad del Gobierno y coordina la Administración”. Es decir, es la máxima figura de la gestión pública del territorio. Y que la máxima figura de la gestión pública madrileña asienta con entusiasmo a las bravatas de alguien que está destruyendo a cañonazos el estado de bienestar argentino, alguien que se jacta de haber desintegrado ministerios, de querer mandar a calle a miles de empleados y empleadas públicos, de privatizar empresas estatales y de regalar el suelo argentino a los grandes inversores extranjeros, de haber sembrado el caos en la administración del Estado –con los medios y el macrismo de la mano–, es sumamente preocupante.
La banalidad del mal tiene muchas formas, y una es el procedimiento administrativo
Pero esto no debería preocuparle solamente a los sospechosos habituales que llevan años dando la batalla y poniendo el cuerpo, como la marea blanca por la sanidad, el movimiento por la educación pública o las vecinas que frenan desahucios, por ejemplo. Todas esas personas, por desgracia o por principios, ya saben las consecuencias del recetario liberal-libertario. A quienes debería preocupar –e interpelar, de paso, de una puñetera vez– es a quienes trabajan cada día en la gestión de estas políticas públicas que sostienen la justicia social en Madrid. Me refiero a los empleados y empleadas públicas por cuyas manos y pantallas pasan subvenciones, ayudas, impuestos, contratos o servicios destinados a materializar el bienestar social, a hacer carne los derechos sociales, a sostener el precario armazón que gente como Ayuso o Milei pretende devastar a martillazos. Políticas de ayuda a la dependencia, por ejemplo. O prestaciones sociales como el Ingreso Mínimo Vital. La gestión de los servicios de asistencia a menores o a víctimas de violencia machista. Los centros y servicios comunitarios que estructuran el día a día de muchas personas vulnerables. Las becas de comedor, la atención primaria de los servicios sociales, los centros de primera acogida, las medidas de accesibilidad, la enfermera de tu centro de salud, el aula TEA del colegio, los contratos de las educadoras sociales del distrito. Todos ellos pasan de la política al papel, a los despachos y oficinas, y de ahí al procedimiento que convierte la burocracia en servicio, en derecho, en alivio, en cuidado. Ese servicio público no es ajeno de quienes lo ejecutan e implica algo más que aprobar oposiciones y pelear por el qué hay de lo mío. Implica su defensa activa para que la justicia social, ese monstruo que asusta a Milei y que desprecia Ayuso, se imponga a la desolación del neoliberalismo autoritario de la motosierra. Si la máxima figura de la gestión pública en que trabajan miles de personas aplaude y celebra las recetas de quien pretende derruirla, quizá sea hora de que quienes convierten sus delirios en papeles y sus papeles en derechos (o en la ausencia de ellos) también tomemos partido. Partido frente a quien desprecia y denigra ese trabajo ante los ojos del mundo. Partido porque nunca fue solo gestión, siempre fue política. La banalidad del mal tiene muchas formas, y una es el procedimiento administrativo.
En fin, querida comunidad contextataria: gracias por leer este desahogo. No sé si tendréis la suerte de tener frente a vosotros y vosotras un verano que merezca salir en Instagram, o si esta vez no os toca hacer las maletas ni una siesta de consuelo. Solo espero que sigamos leyéndonos y encontrándonos por aquí, en esta redacción que no cierra, en estos meses de calor compartido, en la batalla contra los monstruos, y por el nada banal derecho (de todos, de todas) al verano.
Irene Zugasti
Querida comunidad de CTXT:
Esta noche de canícula e insomnio –la tercera ya, de las muchas que nos quedan– transcurre entre el traqueteo del ventilador en el techo, el sudor que me pega el trasero a la silla, y los viajes a por el agua que nadie ha rellenado en la nevera. Noches así me recuerdan cómo año...
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Irene Zugasti
Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general
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