El salón eléctrico
¿Magnicidio? Imprime la leyenda
El interés por los asesinatos viene de antiguo y el peligro de muerte o la muerte misma no despiertan la misma atención en un mandamás que en un don nadie
Pilar Ruiz 22/07/2024
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Lejos de nuestro ánimo pretender apuntarnos a las teorías conspirativas tan propias de estos tiempos sinsorgas. El frustrado magnicidio contra el golpista que va a sentarse de nuevo en la Casa Blanca tiene mucho de representación, sí, pero no tanto como la famosa ópera de Verdi que los aficionados citan siempre en italiano: Un ballo in maschera. Basada en Gustave III o Le Bal masqué de Augustin de Eugène Scribe, aquel asesinato dio mucho que hablar en los mentideros de la época, aunque la víctima fuese el típico reyezuelo del siglo XVIII, o sea, un anormal. Pueden comprobarlo en Un asunto real (Arcel, 2012) y además disfrutarán de un Mads Mikkelsen hecho todo un ilustrado.
Ilústrame, Mads.
Y sin embargo Gustavo no fue tan popular en su época, ni tan siquiera en su país, y una facción quejica se lo cargó a tiros aprovechando un baile de disfraces, a los que era muy aficionado. ¿Y Verdi? Pues un siglo después se topó con la censura napolitana promonárquica. En París, Napoléon III acababa de sufrir un atentado con bomba, lanzada por el mismísimo inventor: Orsini –cuyo padre era de Lugo, ya ven qué cosas–. Como un regicidio no podía ser el tema principal de una ópera, a Verdi –que cojeaba de la pata izquierda, mejor no meterse en líos– y a su libretista se les ocurrió cambiar Suecia por Boston y al rey por un simple gobernador. La música verdiana brilla, faltaría más, pero con el regicidio enmascarado, el argumento resulta patidifuso. Da igual, es un éxito desde entonces.
Porque el interés del respetable por los magnicidios viene de antiguo y el peligro de muerte o la muerte misma no despiertan la misma atención en un mandamás que en un don nadie. Comparen un arañazo en la oreja con el diario genocidio palestino o los fines de semana plagados de feminicidios, otros “cidios” menos mediáticos. Porque a la gente –al vulgo, que diría Gustavo de Suecia– le van los “cidios” de famosos desde tiempos pretéritos, si me apuran, desde antes de Julio César y su muerte narrada mil veces; solo le falta un musical en la Gran Vía. Para muestra, un botón austrohúngaro –homenaje a Berlanga–: la trágica muerte de la súper reina del colorín, Sissi. Toda una influencer de su época, rescatada ahora como icono feminista –ejem– en multitud de producciones audiovisuales muy alejadas del edulcorado colorinchi de la posguerra alemana –había que olvidar algunos marrones– que hizo famosa a una jovencísima Romy Schneider. Si entonces no salía ningún anarquista para aguar la festen, ahora, su muerte a manos de Luigi Lucheni da sentido al sinsentido de una vida infeliz, de soledad, depresión y anorexia en un paralelismo atroz con otro icono tonto de estos tiempos: Lady Di, aunque, en su caso, el anarquista fuera el pilar de un puente. Series como Sissi (2021) o La emperatriz (2022) apuntalan el mito cursi mientras que La emperatriz rebelde (2024) le da la vuelta. Pero es en Sisi y yo (2023) donde la directora Frauke Finsterwalder lo convierte en una acerada caricatura de incontinencia petarda y tiránica, tanto que terminas deseando que llegue cuanto antes el puñal anarco. Como su compatriota Maria Antonieta en versión de Sofía Coppola (2006), otra emperatriz de la frivolidad caída a manos de gente harta y paupérrima. Rencorosa.
En el minigénero “magnicidio de época”, abunda la rama bélica desde el archiduque de Sarajevo y su descapotable –no aprenden–. Ya hablamos de Ha llegado el águila (Sturges, 1976) cuando homenajeamos a Donald Sutherland y nos repetimos, sí, porque viene a colación y porque la película lo merece. Quien no se quede pegado a la pantalla con Michael Caine al frente de un comando alemán perdido en la campiña inglesa con el objetivo de asesinar al mismísimo Churchill, que levante la mano. Pero no para hacer el saludo romano, per favore. O bitte, porque quien se lleva la palma en este negociado temático es el intento de atentar contra Hitler, en el top de históricos fracasos. Entre las intentonas famosas está la del conde y coronel del estado mayor alemán Von Stauffenberg interpretado en Valkiria (Singer, 2008) por un siempre estólido Tom Cruise quien, como cualquier actor, se pirra por vestir de Hugo Boss (bulo, pero qué bien queda).
Ya quisieras, Tom.
Menos mal que llegaron Tarantino y sus Malditos Bastardos para atentar contra Hitler como el cine manda, siempre desde la ficción que es lo único que nos queda. El cineasta californiano se ha hecho ahora pro-Netanyahu, demostrando que bastardos hay en todos lados. Y hablando de yanquis y el atentado de Trump: que no es propio de su país, dice el todavía presidente Biden. No es chochez, no, sino el cinismo testarudo y desvergonzado de un político profesional, que lleva encadenando cargos desde… Kennedy. Exacto, ya hemos llegado a los royal del magnicidio USA con filmografía a porrillo que da pie a la célebre frase española: “Trabaja menos que el ángel de la guarda de los Kennedy”. Oliver Stone demostró en JFK (1991) que en su país tienen una larga tradición y habilidad para matar presidentes, políticos y activistas de forma espectacular y compulsiva desde los tiempos de Lincoln. Lejos del aura de Ford en El joven Lincoln (1939), está la pesadísima película (2013) propia de un Spielberg en horas bajas. Deja con más ganas de complot –el tema fetén– que resuelve Redford con pericia hollywoodiense en La conspiración (2010). Y están las canónicas El mensajero del miedo (1962) y Siete días de mayo (1964) con repartazo encabezado por Lancaster y Douglas, ambas del especialista en contubernios John Frankenheimer. La primera fue estrenada con dos años de retraso por coincidir con el asesinato de Kennedy y boicoteada –como Verdi, hay siglos de censura–. Brian de Palma sigue la misma estela en Impacto (1981) con una de esas películas conspiranoicas con la sociedad del espectáculo encarnada en un Travolta técnico de sonido –esos nagra analógicos, qué nostalgia– en películas de terror. De Palma sirve un homenaje al cine puro y duro donde los conspiradores siempre ganan, igual que los vendedores de palomitas.
Ellos dos.
En otros lares se contempla el asunto desde un punto de vista mucho más analítico, alejado de espectacularidades. Como en Italia, donde tienen metido el asesinato de Aldo Moro en las entretelas de sus años de plomo, cuestión sin resolver; ahí están El caso Moro (Ferrara, 1986); Il divo (Sorrentino, 2008) y Buon giorno, notte (2003) o la reciente miniserie Exterior noche (2023) ambas de Marco Bellochio, último baluarte del cine político de los setenta que sigue en activo a sus 85 primaveras. En cambio en España no nos gusta indagar mucho en esto de los magnicidios: nuestro JFK decimonónico favorito solo aparece en Prim, el asesinato del la calle del Turco (Miguel Bardem, 2014). Tuvo que venir Gillo Pontecorvo, otro italiano –¿cuántos han salido en este texto?– para poder ver en una pantalla Operación Ogro (1979). Y hasta aquí podemos escribir, señoras y señores, que la Ley Mordaza no está derogada.
Finiquitados los terrorismos del siglo XIX y XX con su factura izquierdosa, el nuevo siglo alumbra el ascenso de la ultraderecha en todas sus vertientes, con la más violenta en vanguardia, como siempre. Tienen a su favor el rollito paramilitar, no como esos ecologistas remolacheros o anarcoveganos de Goku, a pesar de los empeños de cierta policía y alguna jueza.
Peligroso terrorista asustajuezas.
Si no lo creen, comparen los espionajes a ciertos diputados de color rojizo y las investigaciones, prisiones cautelares y condenas a sindicatos, activistas, tuiteros y titiriteros, con las de neonazis abiertamente cara al sol armados hasta los dientes o fascistas que acosan a placer: el traído y llevado “jarabe democrático” se ha convertido en aceite de ricino. Podrán comprobar el baile de máscaras que se traen jueces, fiscales y policías… ¿Golpistas? Perdón, perdón… Hemos dicho que no caeremos en infundadas sospechas de confabulación.
Respecto al atentado de marras, nada se sabe de las motivaciones del autor. ¿Es el afán de notoriedad una posible explicación? Sin ir más lejos, recuerden al acosador de Jodi Foster que intentó asesinar al presidente Reagan obsesionado por llamar la atención de la actriz. En tiempos tiktokeros, la sociedad del espectáculo alimenta al planeta entero. También podemos imaginar que ese veinteañero tirador sea un falso culpable –a la manera de Hitchcock– y su acribillada muerte un error conveniente de una policía que dispara primero y pregunta después, heredera del único indio bueno es el indio muerto, etc, etc… Imaginen que el verdadero culpable sigue libre y… ¿Les perturba la coyunda entre realidad y ficción? Disculpen, no hemos podido evitarlo; nos gusta el cine y esto es América. O como diría la inconmensurable Dorothy M. Johnson: “Esto es el Oeste. Cuando la leyenda se convierte en un hecho... Imprime la leyenda”.
Lejos de nuestro ánimo pretender apuntarnos a las teorías conspirativas tan propias de estos tiempos sinsorgas. El frustrado magnicidio contra el golpista que va a sentarse de nuevo en la Casa Blanca tiene mucho de representación, sí, pero no tanto como la famosa ópera de Verdi que los aficionados citan siempre...
Autor >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí