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EL SALÓN ELÉCTRICO

Donald cogió su fusil

En cada una de sus interpretaciones destacó por su generosidad y la brillantez que da lustre a cualquier producción, buena o mala

Pilar Ruiz 29/06/2024

<p>Donald Sutherland, en una fotografía promocional. / <strong>HBO</strong></p>

Donald Sutherland, en una fotografía promocional. / HBO

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“Cuando tienes 85 años, hijos y nietos y ves que no vas a dejarles nada, a no ser que votemos para que esta gente salga del gobierno en Brasil, en Londres, en Washington… Ellos van a arruinar el mundo. Quiero decir, hemos contribuido a arruinarlo, pero ellos lo están haciendo definitivo”.

Corría 2019 y estas palabras las pronunciaba en la Mostra de Venecia un octogenario de melena blanca, desgarbado y de reconocibles ojos grandes y azules tras las gafas. El típico discurso que tantos odian cuando se pronuncian en los premios Goya era compartido por otro compañero de reparto, también ochentón, que soltó por sus morritos proclamas del mismo tenor. ¿A quién se le ocurre indignarse por la deriva política de quienes gobiernan el planeta y niegan la crisis climática? Pues a dos mitos, casi dioses, de las dos principales artes qué creó el siglo XX, el rock y el cine: Mick Jagger y Donald Sutherland.

Quizá lo más difícil para un intérprete sea destacar, conseguir que el público no se olvide de tu cara

Donald Sutherland debía de sentirse en Venecia como en su casa. Había recorrido sus calles en Amenaza en la sombra (Roeg, 1973), clásico del terror con atmósfera mefítica, como corresponde a la ciudad del Acqua Alta. Venecia también era la marca indeleble del Casanova que interpretó para Fellini en 1976, porque tenía que venir otro mito a darle un papel a su medida; el libertino grotesco y perturbado era para él, no para Robert Redford, elegido en primera instancia por un despistado De Laurentiis que se despidió con un portazo cuando Fellini contrató a ese pelirrojo feo y largo –come un giorno senza pane– al que había conocido durante un cameo en la lisérgica y rarísima –claro– El fabuloso mundo de Alex (Mazursky, 1970).

“Nunca ha sido fácil ser feo en el negocio del cine”, dijo Sutherland en varias ocasiones. Bueno, quizá lo más difícil para un intérprete sea destacar, conseguir que el público no se olvide de tu cara. Pues eso fue lo que ocurrió desde su aparición como uno de los “sucios” condenados en otro clásico, pero del bélico: Doce del patíbulo (Aldrich, 1967). Y eso que tenía al lado a John Cassavettes, gran actor además de enorme director de cine, y a una de esas bestias tragapantallas como Lee Marvin.

Voy a vacilar a Liberty Valance.

Voy a vacilar a Liberty Valance.

El canadiense suma clásico sobre clásico, también de la ciencia ficción:  La invasión de los ultracuerpos (Kaufman, 1978), remake de la mítica película de Don Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), con sus vainas alienígenas, metáfora de la amenaza comunista y la Guerra Fría, ya saben. La sorpresa final en la versión de Kaufman resulta mucho más aterradora que en la original porque estamos en los setenta, el mundo está en crisis y el enemigo no es ya el rojo ruso, sino cualquier hijo de vecino. El rostro de Sutherland transformado, no humano, inolvidable, forma parte de la historia del cine hasta convertirse en meme universal: el colmo del reconocimiento hoy en día.

Porque cada vez que se pone ante el bicho –la cámara– desaparecen los demás. Volvió a demostrarlo en la guerra de Corea –las guerras de Donald: ya hablaremos de ellas–, o sea, en MASH (1970), con Altman a los mandos, otro que sabía del negocio un rato largo, como para darle la vuelta a una industria decrépita y enfrentarse a la propaganda bélica que había llevado a los estadounidenses a la matanza injusta y cabreante de Vietnam. Actores, directores, guionistas que formaron la panda de los moteros salvajes, la generación de los setenta, esa que salió “contestataria”, como decían las abuelas. Sutherland, a pesar de eso, de todo, de sí mismo, se convirtió en una estrella de Hollywood. Incluso currando allí y acullá (Europa), con artesanos o con autores renombrados, especializándose en villanos –raro–, como en El ojo de la aguja (Marquand, 1981), o en sujetos marmóreos como el detective de Klute (1971). Y aquí llega Jane Fonda, compañera de manifas y de amores: “Estoy devastada al escuchar que Donald Sutherland ha muerto. Él era mi fascinante coprotagonista en Klute y nos encantaba trabajar juntos. En esta foto estamos en el set de Klute con el director Alan Pakula. Donald fue un actor brillante y un hombre complejo que compartió bastantes aventuras conmigo, como el FTA Show, un tour contra la guerra de Vietnam que realizó para 60.000 soldados en servicio activo, marineros y marines en Hawaii, Okinawa, Filipinas y Japón en 1971. Tengo el corazón roto”.

Hay una foto en la que el actor aparece junto a Jane Fonda que constituye la prueba de cargo contra el pacifista activista y señala al viejecito que muchos años después decía cosas contra Bolsonaro, Trump y el resto de líderes de las revisadas a la baja democracias del siglo XXI –como Meloni, ¿verdad, Felipe?–.

Pero volvamos al cine, que es lo que nos gusta: la Fonda se llevó un Óscar por Klute, y Donald… una palmadita en la espalda y un prestigio a prueba de bombas, lo que para un actor significa poder comer todos los días, por cierto. Aunque nunca fue nominado a un Óscar, salvo el del descuento, el honorífico, para que vean qué chorrada interesada, injusta e insolvente resulta ser eso de los premios. Quizá porque no tenía mimbres de protagonista victorioso a la americana, así funciona esa industria y sus leyes no escritas. Pero aquí, esta admiradora lo prefiere en los papeles de segunda línea, mal llamados en despreciativo castellano “secundarios”, pero honrados con el “supporting actor” del idioma de Shakespeare –al fin y al cabo, era actor– en precisa definición: el intérprete que apoya al protagonista. Pues ahí, apoyando, brillaba Donald como nadie. No me digan que no se han tragado una película del montón, incluso mala de solemnidad, solo porque aparecían su sonrisa desencajada y sus ojos saltones. (“Muere el actor de Los juegos del hambre”, han titulado a tutiplén los tarambanas. Dame un like y llámame tonto).

Da igual, en cada una de sus interpretaciones destaca por su generosidad y la brillantez que da lustre a cualquier producción, buena o mala, mientras su aspecto físico, la gran regla del cine, le encasillaba en individuos ambiguos, complejos, inquietantes. Mejor. Y si encima le dejaban desmelenarse, como en la gozosa Los violentos de Kelly (Hutton, 1970), aparece el bufón, la comedia del arte, el clown. Y no; no está pasado de rosca: está interpretando la locura de la guerra. Pero puede hacer de todo y de cualquiera: vean Ha llegado el águila (Sturges, 1976) y su militante del IRA/espía nazi, más rarezas en un bélico tan extraño que transforma en soldado de la Wehrmacht a Michael Caine –el mito que nos queda–, rodeado de un reparto campanillero en otra película de esas que no se olvidan.

La guerra forma parte, no ya de su filmografía, sino de su compromiso como pacifista militante

La guerra forma parte, no ya de su filmografía, sino de su compromiso como pacifista militante fuera y dentro de la pantalla cuando cuestiona eso que ahora se lleva tanto: el rearme, las matanzas de civiles, los genocidas toques de corneta de los nacionalismos. Como en la película antibélica por antonomasia, la más famosa de todos los tiempos, Johnny cogió su fusil (Trumbo, 1971), donde interpretaba otro de sus pequeños papelitos: Jesucristo. Una vez más, seguía la máxima del “no hay miedo” que caracteriza toda su carrera. Y de paso, reivindicaba también a su autor, Dalton Trumbo, el guionista mártir que no se doblegó al senador McCarthy, el cazador de brujas comunistas que acabó con toda una generación de cineastas. Trumbo se vio forzado a dirigir la adaptación de su propia novela tras la renuncia del único director al que la ofreció, Luis Buñuel. Ahora, imaginen a Sutherland dirigido por el aragonés… Vaya par.

Pero también podía ser el padre arrasado por la pena, incapaz de evitar la destrucción de su familia, de Gente corriente (Redford, 1980), y hacerte llorar a lágrima viva. Y otro padre, pero made in Austen, el de Orgullo y prejuicio (Wright, 2005): con tres secuencias de nada, da una lección de matices y sabiduría interpretativa inacabable. O en JFK (Stone, 1991), donde se marca un monólogo de casi diez minutos, y eso es media vida en un metraje.

Y está Attila, claro. El fascista puro, genuino, en toda su esencia criminal, contado por otro rojeras de toda la vida, Bertolucci. La escena del asesinato en Novecento (1976) es una de las más bestiales jamás rodadas, no apta para pusilánimes; cualquier otro actor se hubiera negado en redondo a que su público le identificara de por vida con el personaje malvado, un miedo cerval que atenaza a muchos grandes intérpretes. A Sutherland no. Un personaje así formaba parte del compromiso con su oficio, su arte. Un compromiso que abarcaba, también, sus más profundas convicciones políticas y humanas.

Cuando en 2019 recibió el Premio Donostia en San Sebastián, explicó por qué seguía al pie del cañón: “No tengo mucho dinero, todavía tengo muchas bocas que alimentar, aunque sigo disfrutando mucho de este trabajo que me da libertad y me permite vivir vidas que nunca me habría atrevido a vivir”.

Donald Sutherland, el pacifista, siempre estuvo dispuesto a coger su fusil.

“Cuando tienes 85 años, hijos y nietos y ves que no vas a dejarles nada, a no ser que votemos para que esta gente salga del gobierno en Brasil, en Londres, en Washington… Ellos van a arruinar el mundo. Quiero decir, hemos contribuido a arruinarlo, pero ellos lo están haciendo definitivo”.

Corría 2019 y...

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Autora >

Pilar Ruiz

Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).

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