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Odio eterno al (estadio de) fútbol moderno

Los rasgos característicos de los campos de antaño trasladaban la identidad del lugar de juego al sillón de quienes veíamos los partidos desde casa

David H. Falagán 19/08/2024

<p>Olympia-Stadion, Berlín (2020). / <strong>Matthias Suessenmail</strong></p>

Olympia-Stadion, Berlín (2020). / Matthias Suessenmail

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Recuerdo haber leído en un artículo de Nacho Carretero que el mundial de fútbol de Estados Unidos de 1994 podría considerarse el inicio del fútbol moderno. No es que aquel campeonato aportara una gran transformación táctica o estilística al deporte del balompié –del que tampoco me puedo considerar un gran experto–, pero sí produjo un cambio importante en cuanto a su concepción económica y empresarial. Aquel mundial fue el primer contacto significativo del fútbol de origen europeo con el público estadounidense, y especialmente con el sistema de patrocinadores y mercantilización que transformó este deporte en el producto de consumo masivo que conocemos hoy.  

Mucho se habló en su momento de la llegada al fútbol de marcas de ropa deportiva que hasta entonces cultivaban otros mercados –el baloncesto norteamericano era el filón paradigmático– y que aterrizaron en el fútbol, construyendo mitos publicitarios personificados en las estrellas mediáticas de los años noventa del siglo pasado: Paolo Maldini, Ronaldo Nazário, Luis Figo o, por supuesto, Éric Cantona. Precisamente, Cantona fue el protagonista de una de las primeras campañas publicitarias en las que los grandes futbolistas del momento compartían equipo –el de su marca de ropa deportiva. La identificación de los deportistas con sus clubes empezaba a desdibujarse en favor de las marcas.

En esa misma dirección, la transformación del fútbol vivió un momento álgido con la famosa Ley Bosman (diciembre de 1995), que permitió la libre circulación de futbolistas –equiparados ya a la categoría de mercancías– por las principales ligas europeas. Los deportistas comunitarios dejaron de ser considerados extranjeros, convirtiendo el mercado de fichajes en uno de los aspectos más competitivos y lucrativos del mundo del fútbol. Se iniciaba la era de los “galácticos”, como se conoció al Real Madrid de la época, precisamente por la iniciativa de su presidente, el empresario Florentino Pérez, que rápidamente descubrió el potencial económico de convertir un club en una selección de estrellas –Figo, Zidane, Ronaldo o Beckham formaban un equipo equivalente al de los spots publicitarios de las marcas deportivas que comentábamos. Merchandising, venta de camisetas y derechos de imagen fueron el siguiente paso en la burbuja del fútbol.

Los derechos de imagen, y en particular los derechos televisivos de los clubes, se convirtieron en el elemento catalizador de la transformación, no ya del fútbol, sino de la vinculación entre las aficiones y sus estadios. La explotación de los derechos para la televisión provocó un terremoto de grandes dimensiones, que afectó entre otros aspectos a la programación de las jornadas, los horarios, las retransmisiones radiofónicas o, fundamentalmente, a las arcas de los clubes, cuyos ingresos pasaron a cimentarse en una buena negociación de estos derechos. Todo ello tuvo una repercusión fundamental en la experiencia física del fútbol como espectáculo deportivo. El periodista Jaume Naveira llegó a calcular que en España más de un 95% de los espectadores de un partido de fútbol procedía de la audiencia televisiva, frente a un porcentaje mínimo de asistencia al estadio. De esta manera el fútbol pasó de ser la experiencia litúrgica de las aficiones animando a sus deportistas locales a un espectáculo global deslocalizado de celebridades deportivas.

El fútbol pasó de ser la experiencia litúrgica de las aficiones animando a sus deportistas locales a un espectáculo global deslocalizado de celebridades deportivas

El origen de los estadios de fútbol, entendidos como equipamientos arquitectónicos destinados más o menos exclusivamente a la práctica de este deporte, suele situarse a finales del siglo XIX en las ciudades industriales del norte de Inglaterra –Bramall Lane en Sheffield, Deepdale en Preston, Goodison Park en Liverpool, Villa Park en Birmingham o incluso Old Trafford en Manchester fueron campos pioneros que reivindicaban un orgullo local a través de sus instalaciones. No es casual que los primeros estadios españoles se situaran también en el norte industrial –Atocha en San Sebastián, San Mamés en Bilbao, El Sardinero en Santander o El Molinón en Gijón. La disponibilidad de materiales de construcción estructural y de infraestructuras de comunicación en estos lugares probablemente facilitaron su desarrollo, además del vínculo de los clubes de fútbol desde su origen con el tejido empresarial e industrial de cada ciudad. A estos factores suele referirse el historiador de la arquitectura británico Simon Inglis, experto en estadios de fútbol, quien siempre los ha considerado agentes de la identidad y singularidad de los clubes. La misma identidad que entra en crisis cuando esa audiencia masiva ya no acude a los estadios –una identidad que además no se traslada a través de las retransmisiones televisivas.

Noticia de la inauguración del estadio Atocha. / Wikipedia

La arquitectura del estadio de fútbol contemporáneo reproduce una situación paradójica en este sentido. En la era de los clubes como marcas mediáticas, los estadios se convierten en un elemento más del engranaje económico de las sociedades. Para ello, de la misma manera que en las alineaciones deportivas no faltan fichajes de estrellas mediáticas, se cuenta para el diseño de los estadios con los “galácticos” de la arquitectura (los conocidos starchitects). Firmas como Herzog & De Meuron en Munich, Foster & Partners en Londres o Zaha Hadid en Doha han convertido los estadios en carcasas arquitectónicas icónicas visual y formalmente, paradigma que en España ya han abrazado el Nuevo San Mamés, el Santiago Bernabeu o incluso el atlético Estadio Metropolitano –obra de Cruz y Ortiz que completa su original grada de la Peineta, y que precisamente homenajea en su nombre al pionero Stadium Metropolitano. La paradoja reside en el hecho de que estos nuevos monumentos tienen incidencia visual en la marca de cada club, aportando una presencia en la ciudad que se monetiza a través de actividades, negocios, centros comerciales y eventos que tienen lugar todos los días del año; pero tienen una incidencia insignificante en la experiencia televisiva de los partidos. La normalización y estandarización de las retransmisiones deportivas –con normativas reguladoras exigentes en materia de visibilidad– ha provocado la homogeneización absoluta de todos los elementos del terreno de juego y las graderías –a su vez afectadas por normativas de seguridad también tendentes a la repetición.

Estadio Metropolitano. / Wikipedia

Surge aquí la nostalgia de aquellos rasgos característicos de los estadios de antaño que trasladaban la identidad del lugar de juego al sillón de quienes veíamos los partidos desde casa –rasgos muchas veces comentados con el diseñador y experto en estadios de fútbol Marc Ligos. Pilares estructurales de algunas cubiertas de tribuna, porterías con soportes heterogéneos para las redes, banquillos de formatos singulares, esquinas edificadas, elementos publicitarios inequívocos, bocas de acceso y vomitorios, incluso las composiciones de las primeras filas de gradas –más o menos próximas al rectángulo de juego– permitían identificar Atocha, Vallecas, el Helmántico, Riazor, La Romareda o Las Gaunas. Precisamente el estadio de Las Gaunas de Logroño, y particularmente el grito radiofónico de “¡Gol en Las Gaunas!”, ha sido a menudo expresión de esta nostalgia y de la reivindicación de la experiencia del fútbol en el estadio. Javier Triana, autor del libro que lleva por título esa expresión, rememora aquel fútbol de los equipos de provincias. Y recuerda el sonido del gol en el estadio, una experiencia seguro diferente de la que puede presenciarse en los estadios modernos, y desde luego a años luz de lo que pueden ofrecer las retransmisiones.

La falta de identidad de los estadios es un factor preocupante por la “no–lugarización” que lleva implícita  –en un carrusel de retransmisiones es fácil viajar hiperespacialmente a través de los estadios sin percibir diferencia alguna en los escenarios de los partidos–. Es una práctica habitual de la UEFA que uno de los paneles publicitarios ubicado en el centro de la retransmisión recuerde la sede de cada partido, circunstancia por otra parte irrelevante una vez convertidos sus campeonatos en eventos televisivos cada vez más cercanos visualmente a competiciones de eSports. Sin embargo, la falta de identidad también es preocupante por la pérdida de memoria que lleva consigo. 

En la era de los clubes como marcas mediáticas, los estadios se convierten en un elemento más del engranaje económico de las sociedades

En la reciente Eurocopa de Alemania de 2024, la selección española jugó la final frente a Inglaterra en un lugar mítico para los amantes del deporte –y no exclusivamente del fútbol: el Estadio Olímpico de Berlín, del arquitecto Werner March. Como aficionado al atletismo (y, añadiría, al antifascismo) debo citar el evento más relevante que ha vivido con toda seguridad la historia de este estadio (con permiso de los récords del mundo de Usain Bolt de 100 y 200 metros lisos de 2009). Entre el 3 y el 9 de agosto de 1936 Jesse Owens ganó allí cuatro medallas de oro olímpicas, incluyendo la de salto de longitud frente al excelente atleta alemán Luz Long, en presencia de una grada poblada de seguidores nazis, con Hitler a la cabeza. No se conoce semejante zasca a la pretendida supremacía aria que la propinada por el legendario atleta negro estadounidense en el escenario maravilloso de aquel estadio. Se trata, por otra parte, de un estadio fácilmente reconocible por su inconfundible Puerta de Marathon de la tribuna oriental –precisamente preservada durante su renovación arquitectónica reciente para conservar el recuerdo histórico de los Juegos. Pese a ello, las imágenes que pudieron verse del estadio en televisión durante la final del campeonato de fútbol se centraron casi exclusivamente en la pirotecnia celebratoria, el último recurso homogeneizador con el que cuentan las realizaciones televisivas.

De esta manera, probablemente el Estadio Olímpico de Berlín –aunque no identificado– será recordado eventualmente por la gesta de la selección española masculina de fútbol en esta Eurocopa –olvidando hechos más significativos–, y seguiremos sin aprovechar la capacidad de la arquitectura –y en particular de los estadios– como elementos de preservación de la memoria histórica. En la era de los estadios modernos lo que no proporciona beneficios económicos tiende a disiparse, la memoria es de corta duración y la amnesia es peligrosa. Para bien o para mal, muchos preferimos recordar a Éric Cantona, no como el capitán de aquel equipo falso de marca del anuncio publicitario en el que se despedía con un au revoir mientras se subía el cuello de la camiseta y chutaba en un estadio de ficción, sino como el futbolista extraordinario, polémico y a veces violento, que pateó a un hooligan militante de un grupo fascista en Selhurst Park, el estadio del Crystal Palace, por un comentario xenófobo. 

Recuerdo haber leído en un artículo de Nacho Carretero que el mundial de fútbol de Estados Unidos de 1994 podría considerarse el inicio del fútbol moderno. No es que aquel campeonato aportara una gran transformación táctica o estilística al deporte del balompié –del que tampoco me puedo considerar un gran...

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Autor >

David H. Falagán

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