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Si, en una visión simplificada, la idea del héroe se cimenta en la experiencia del viaje, puede que el primer y auténtico héroe o heroína de nuestra especie fuera aquel homínido que, abandonando los árboles, se adentró en la sabana al encuentro de herramientas y de lenguaje. Todos los demás, héroes y transeúntes, no hemos sido sino una pálida sombra del protagonista de aquel primer itinerario. Algo tenemos en común, para que todos disfrutemos actualmente del ingenio de la lengua y de su correlato, el pensamiento.
La próxima frontera de lo heroico se establece como el peregrinaje al paisaje desolado del planeta Marte, lleno de cantos sin rodar y a unos seis meses de distancia de nuestro planeta. Es difícil pensar que se pueda realizar esa proeza, salvo que se elimine durante gran parte del viaje lo más humano que tenemos, la conciencia. Pues la exponencial del desarrollo tecnológico inevitablemente choca con la asíntota de la biología humana, limitada a pocos minutos sin aire, varios días sin agua, no digamos otras variables como radiaciones y presión. Quizás la solución sea la conversión híbrida que integrara en un nuevo ser lo propio de lo humano con la resistencia del tardígrado, ese animalito capaz de revivir a pesar de haber sido sometido a condiciones ambientales extremas. Pero, de momento, mientras llega esa síntesis orgánica, la situación es mucho más prosaica.
Y en esto de los héroes y los viajes, en una perspectiva más local, conviene comparar algunas narrativas de expediciones, cuando se presentan como la encarnación de un héroe solitario con otros relatos de indagaciones similares, no exentas de riesgo pero como proyecto colectivo.
Hablemos, primero, de un documental de la organización americana National Geographic, que pone todos sus recursos al servicio de una expedición a la Guyana. Se titula El último tepuy. El personaje principal es Alex Honnold, famoso escalador protagonista del documental Free Solo, donde trepa pared arriba, sin ayuda de nadie. Dado que, una vez escalada una pared, escaladas todas –al menos al ojo del observador ajeno a la proeza–, ante la eventual pérdida de audiencia se combina en este caso la escalada con un proyecto de estudio de la biodiversidad en la superficie de un tepui. En una de estas formaciones rocosas, de paredes verticales rematada en una meseta transcurre la novela El mundo perdido de Arthur Conan Doyle. Se hace, pues, acompañar al escalador de un venerable –y con cierto sobrepeso– científico especializado en anfibios que, si la experiencia y sensatez que se le suponen fuesen ciertas, habría renunciado al viaje o siquiera a participar en un documental tan patético. Pues la supuesta aventura del héroe solitario más el investigador de la biodiversidad se apoya en una nutrida tropa de técnicos y camarógrafos de National Geographic, más los consabidos porteadores y personal de apoyo encargado de llevar el alimento, las cuerdas, el material fotográfico, etc., necesarios para dejar registro de semejante despropósito y que apenas aparecen en el documental. No debe extrañar que, al final del episodio, se constate que el naturalista no está en condiciones de subir a lo alto del tepui, tampoco que lo suban por el murallón que lo flanquea, y que el protagonista de Free Solo, careciendo de la formación imprescindible, ignore cómo tomar muestras, qué aspecto tiene lo que busca y dónde encontrarlo.
Una conversación descacharrante por walkie talkie remata la estancia de Free Solo (en este caso acompañado por otro) en la cumbre del tepui. Allí donde un biólogo podría haber recogido múltiples muestras de todo tipo de organismos, pues los tepuis son una de las últimas fronteras a explorar para la biodiversidad, estos indocumentados bajan unos ejemplares de un anfibio que le sirve al científico para describir una especie nueva. Para semejante resultado no eran necesarias tantas alharacas.
Proyectos de biodiversidad que pretenden establecer el registro básico de fauna y flora, a un coste insignificante comparados con el de este documental, no son muy populares en las agencias de evaluación científica –las que reparten los dineros para investigar– por no ser ciencia puntera, término que no nos gusta, pero de uso frecuente en la cohorte científica. Claro que hay excepciones: instituciones como Naturalis (en Holanda) envían a sus especialistas a los lugares más recónditos de la Tierra para seguir engrosando unas colecciones que, según muchos anticipan, pueden tener la respuesta para algunas de las preguntas que todavía no sabemos hacernos.
Con muchos menos medios pero con los pies sobre la tierra (es un decir), Werner Herzog filmó El Diamante Blanco (The White Diamond, 2004), un proyecto de estudio de la biodiversidad amazónica en la copa de los árboles. Para entonces hacía ya tiempo que Terry L. Erwin, entomólogo americano, había puesto de manifiesto la enorme diversidad que habita el dosel de los bosques amazónicos.
La diferencia con el documental comentado empieza por el mismo título del documental de Herzog. Fue sugerido por una de las personas que formaba el grupo de locales que ayudaron a transportar equipo y alimentos a la zona de filmación, al ver aquel artefacto volador que se desplazaba sobre la copa de los árboles sin producir ruido alguno, permitiendo la observación sin alterar la vida en el dosel arbóreo. Esos mismos lugareños forman parte de la historia que se cuenta y aparecen frecuentemente en los encuadres de las distintas secuencias. Herzog quería contar también el relato del camarógrafo Dieter Plage, un especialista que durante más de treinta años trabajó para Survival Anglia Ltd haciendo documentales de la fauna africana y otras regiones. Su libro Wild Horizons. A Cameraman in Africa (1980) es un repaso a su trabajo en Botsuana, Etiopía, Tanzania, Kenia y otros países africanos. Algunos de sus videos son accesibles libremente en YouTube.
El riesgo para los mortales muchas veces está en el simple intento de realizar un trabajo bien hecho
A propósito de Plage, en el libro mencionado cuenta una anécdota que le pilló con nueve años en la Alemania ocupada por los rusos, nada más terminada la Segunda Guerra Mundial. Cuenta Plage: “En otra ocasión, unos rusos acamparon bajo un árbol a cien metros de nuestra casa. En aquella época nos abastecíamos de agua de un grifo situado en una pared exterior. Los soldados rusos ordenaron a mi abuelo que quitara el grifo y lo atornillara a su árbol. Hizo falta un oficial de alto rango para explicar a los soldados que eso no funcionaría”. Anécdota difícil de creer si uno no ha leído a Chéjov y que refuerza la autenticidad –cuestionada por algunos– sobre lo vivido por la narradora alemana de Una mujer en Berlín.
Dieter perdió la vida en 1993 filmando los bosques de Sumatra, precipitándose desde un prototipo previo al dirigible que retrata Herzog. El riesgo para los mortales muchas veces está en el simple intento de realizar un trabajo bien hecho. Para los héroes es mejor dejar las tareas imposibles que los acercan a los dioses. Frente a los Solos y su lenguaje infatuado lleno de desdén a lo más valioso de lo humano, la solidaridad y la colaboración, mejor quedarse con la imagen del Diamante Blanco desplazándose silente por la misma selva de la Guyana del otro documental.
Si, en una visión simplificada, la idea del héroe se cimenta en la experiencia del viaje, puede que el primer y auténtico héroe o heroína de nuestra especie fuera aquel homínido que, abandonando los árboles, se adentró en la sabana al encuentro de herramientas y de lenguaje. Todos los demás, héroes y transeúntes,...
Autor >
Antonio G. Valdecasas
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