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Recientemente, el periodista e investigador Bernardo Gutiérrez ha publicado en esta revista el artículo En defensa de la magia, donde habla de un supuesto absolutismo de la ciencia y la vinculación de una cierta izquierda a ese absolutismo. Reúne para ello citas variadas de investigadores en diversos frentes, incluyendo filósofos y escritoras. Termina reivindicando una unión, cuasi hipostática, “para que el arte, la ciencia, la filosofía y la magia vuelvan a ir de la mano”.
Para empezar, no se debería confundir ciencia con conocimiento científico. La descomposición espectral de la luz es un hecho objetivo comprobable por cualquiera que disponga de un prisma, al margen de que Newton lo descubriera a la vez que enredaba con la alquimia. Actualmente, el conocimiento científico se suele producir en las universidades y centros de investigación, tiene sus propias revistas especializadas, su propio sistema de validación y contraste, etc. Toda esa compleja maquinaria es la que podemos denominar ciencia. El resultado, el conocimiento intersubjetivo producido, es lo que habría que llamar conocimiento científico (en definición de Manuel Sacristán, “que un conocimiento es intersubjetivo quiere decir que todas las personas adecuadamente preparadas entienden su formulación del mismo modo”).
Que en la ciencia no todo es color de rosa, tampoco es algo nuevo. De fraudes antiguos y modernos la historia está llena
Teniendo esto claro, cuánto entra dentro de esta definición de conocimiento científico es algo más cuestionable. Decía el físico Ernest Rutherford que “toda la ciencia es física o coleccionismo de sellos”, una visión tan simplista, que ni él mismo seguramente la creía. A día de hoy no hay un acuerdo universal sobre los criterios de demarcación científica. Unos, por ejemplo, consideran al psicoanálisis una pseudociencia, mientras que para otros tiene las claves del funcionamiento de la mente humana. El problema es que a medida que nos alejamos de la física, los sistemas son cada vez más complejos (como ocurre en biología) hasta llegar a las sociedades humanas, cuyo estudio se nos antoja el más enrevesado de todos y donde más discrepancias hay sobre lo que se considera conocimiento científico. De ahí que en historia, filosofía y otras disciplinas de humanidades haya tantos puntos de vista, reconstrucciones de hechos históricos alternativas, etc.
Que en la ciencia no todo es color de rosa, tampoco es algo nuevo. De fraudes antiguos (por ejemplo, el hombre de Piltdown) la historia está llena. De los fraudes modernos, la base de datos Retraction Watch tiene una lista creciente de artículos que se retiran de las revistas científicas, generalmente por motivos poco decorosos (creación artificial de datos, supresión de ellos, etc.), y ha habido (y hay) sesgos manifiestos sobre lo que se investiga. Una muestra de ello es desde cuándo se cuenta con la píldora anticonceptiva femenina, mientras que la masculina todavía está en desarrollo.
Y, consustancial con todo conocimiento intersubjetivo, muchas incertidumbres que se van corrigiendo con el tiempo a medida que los modelos se afinan y se va contando con mejores técnicas instrumentales y más datos.
Obviamente, el conocimiento científico participa de la cultura de su tiempo, que a su vez “inspira y motiva” la investigación científica, en palabras de Sacristán. Ejemplos notables de esta resonancia sui géneris se pueden encontrar en el Eureka de Edgar Allan Poe y en el Queen Mab de Percy B. Shelley, por citar sólo dos casos.
Pero, de reconocer esta complejidad a reivindicar la magia, hay un abismo que sería deseable no franquear.
A la imprecisa definición de magia cabe meter las creencias populares, unas más dañinas que otras, como que los cuerpos de los albinos pueden ser remedios para el sida
Para justificar esto, lo primero sería delimitar qué entendemos por magia. Según la venerable Cambridge Encyclopedia of Anthropology, la magia puede ser definida como “conjunto de actividades y tecnologías destinadas a manipular organismos y energías invisibles o inmateriales, no reconocidos por la ciencia, con un fin ventajoso”. Bajo esta imprecisa definición cabe meter multitud de tradiciones y creencias populares, unas más dañinas que otras, como que los cuerpos de los albinos pueden ser remedio para la potencia sexual, curar el sida o traer la riqueza, “saber popular” en varios países africanos donde se les persigue y mata por estas descabelladas razones. O puede que queramos incluir la creación imaginaria de Carlos Castaneda y tomemos como conocimiento objetivo que podemos transmutarnos en otros seres y poblar la noche cuando nadie nos puede ver o sentir. O simpatizar con la wicca que se practica (o practicaba) no hace tanto en la secular Inglaterra contemporánea, como pone de manifiesto T.M. Luhrmann en su libro sobre magia ritual Persuasions of the witch’s craft. Si es esto lo que nos interesa, aquí damos una lista de magias adicionales con las que entretenernos: Marilyn Rossner y su contacto espiritual con ángeles y difuntos; la médium Victoria Ayala para ganar el gordo con sus rituales (al menos eso es lo que afirma en su presentación); una lectura de los espíritus con Mikel Lizarralde y un largo etc. que podemos encontrar en los foros de Ciencias Ocultas y Espirituales que suelen celebrarse anualmente en diferentes ciudades. Si nos place más lo exótico, Leung Ting escribió hace unos años unos breves tratados de magia china, de la así llamada “secta de los vagabundos”, el equivalente de los magos y brujos de nuestra Europa preilustrada. En la India de los faquires se creó una leyenda sobre serpientes hipnotizadas y niños que desaparecían en el cielo agarrados a una cuerda que se elevaba bajos los armónicos de una flauta. Remedos semejantes se encuentran actualmente en ciudades como Marrakech para gozo del turista ocasional. Y, si nos apuran, acudir al mejor de ellos, Uri Geller, famoso doblador de cucharas, reparador de relojes y un sinfín de prodigios inexplicables (sic).
Nada contrastable empíricamente como mágico.
De reconocer la complejidad de la ciencia a reivindicar la magia, hay un abismo que sería deseable no franquear
Sin negar el valor del conocimiento ancestral, que debe ser verificado por la experimentación controlada, evitemos caer en manos de un irracionalismo injustificado. No vayamos a ser como Carlos IX de Francia que, siendo un apasionado fan de las propiedades mágicas de las piedras bezoares, aceptó el experimento que le propuso Ambroise Paré. Un ladrón condenado a muerte aceptó tomar un veneno a la vez que una piedra bezoar, que se consideraba el antídoto perfecto, como alternativa a la sentencia. El ladrón murió, pero la conclusión de Carlos IX fue que la piedra bezoar no era genuina. Obcecación no muy diferente a la de los que piensan que el cuerno del rinoceronte es mano de santo para su sexualidad, contribuyendo así a la extinción de esta especie. O la que, en su instancia más exaltada, como cuenta Claudia de Lys, reivindica el “saber” ancestral de la radiestesia por los nazis para detectar sangre judía en venas aparentemente arias.
En conclusión y, tomando prestado el título de la película de Glauber Rocha, va a ser que en esta Tierra del Sol es mejor que magia y ciencia no vayan de la mano.
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Marta Fernández Lara es bióloga y divulgadora científica.
Antonio G. Valdecasas es investigador.
Recientemente, el periodista e investigador Bernardo Gutiérrez ha publicado en esta revista el artículo En defensa de...
Autora >
Marta F. Lara / Antonio G. Valdecasas
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