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Manthia Diawara / Cineasta

“La opacidad permite el diálogo”

Pablo Caldera 30/10/2024

<p>Manthia Diawara. /<strong> Fernando Sendra</strong></p>

Manthia Diawara. / Fernando Sendra

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Manthia Diawara (Bamako, Mali, 1953) es una de las grandes figuras de los estudios de cine africano. Además de académico y pensador, Diawara es cineasta. En sus películas entabla diálogos con pensadores africanos y afroamericanos, configurando una suerte de archivo del pensamiento poscolonial del siglo xx. La última película que ha realizado, A World of Greater Freedom, está dedicada a la figura de Angela Davis, y forma parte de la exposición Ecologías de la paz, organizada por TBA21 en el Centro de Creación Contemporánea de Andalucía (C3A). 

Uno de los principios de su cine es la puesta en diálogo de una serie de pensadores, poetas y escritores del pensamiento poscolonial y los estudios raciales (Black Radical Thought). ¿Qué encuentra en el aparato cinematográfico capaz de privilegiar esta cuestión del diálogo?

El cine posibilita un atajo entre la oralidad y la escritura. Y, si se me permite hacer una generalización, la cultura de donde yo vengo es una cultura oral. Así que, para comunicar ideas, el cine es más rápido y efectivo, hay un contacto directo que considero muy importante. Lo que me interesa del diálogo es la posibilidad de explorar unas ciertas estéticas “del nuevo mundo”, que han superado unas lógicas binarias sobre África y Europa, porque Europa está en África y África está en Europa, cultural y económicamente, y es fútil pensar la entre negro y blanco o entre occidente y el resto del mundo en términos absolutos. Es más realista ver que occidente es un proyecto, y que este proyecto no es una geografía, sino más bien algo que obliga a muchos sujetos a la resistencia. Me interesan estos filósofos del todo-mundo, por utilizar el concepto de Édouard Glissant. Y estos pensadores son para mí Wole Soyinka, Angela Davis o el propio Glissant, y con los tres he hecho películas en las que buscaba entender cómo se forma esta “nueva región del mundo”. 

Me recuerda a una frase que mencionó anoche en la conferencia, hablando de Glissant: que la resistencia es primero poética y luego política. También Glissant decía que la oscuridad es resistencia, una idea que guía su pensamiento filosófico.

Para Glissant, pero también para Angela Davis, la resistencia es casi siempre poética: este “nuevo mundo” tiene siempre una dimensión poética y es lo primero que se explora, es el arte o la producción cultural colectiva lo que muestra el camino. Las ciencias deben ser también poéticas, y lo mismo ocurre con la filosofía. Glissant decía: “Reclamo el derecho a la opacidad”, y con ello le quería devolver la agencia al sujeto, pero también reclamar una apertura al mundo, una realidad y una política que se inicia con una poética, con una disposición. Para Glissant era importante que no entendieran nuestra cultura, nuestro hogar, nuestra tierra, como elementos transparentes, así que el reclamo de la opacidad tiene que ver con la resistencia a la potencia colonial. La opacidad permite el diálogo: yo consiento tu opacidad, y tú consientes la mía, y así nos encontramos. Para Glissant, en la necesidad de “comprender” una cultura que conduce a ciertos antropólogos y politólogos había una cierta necesidad de posesión, explicitada por el racionalismo occidental: com-prendre, es decir, entender y poseer a la vez [en francés, el verbo prendre significa coger, agarrar, tomar, llevarse consigo algo]. Había algo en el comprender una cultura otra desde la transparencia que ya implicaba pertenencia. Por eso reivindicaba el derecho a la opacidad: “soy diferente, reclamo mi opacidad”. Si comprendemos las opacidades mutuas, el encuentro puede darse de otra forma menos jerárquica: con un tembleque o un escalofrío, temblando con los otros, como en el jazz, y como tal se forma una “solidaridad de opacidades”. Para Glissant, esta era la forma de encontrarse sin movilizar la violencia. Por otro lado, Angela Davis, que estuvo muy influida por la Escuela de Frankfurt, busca una teoría de la resistencia que permita entender cómo hemos podido soportar aquello que es insoportable. 

En alguna ocasión ha dicho que Fanon le enseñó a pensar, pero que Glissant le cambió la vida. ¿Cómo fue su encuentro con ellos? 

El primero que nos dio herramientas críticas para pensar la opresión y el racismo fue Fanon. Si no hubiera existido, habría que haberlo inventado. Su importancia es radical. Fue el primero que desarrolló un pensamiento oposicional, que nos vinculaba con los colonos: el blanco es un racista colonizador, nosotros somos los condenados de la tierra. Fanon decía: “no hay más cultura que la nacional”, así que luchad por vuestras naciones y formad vuestra cultura. Así es como aprendí a pensar, oposicionalmente. Pero en los años 80 descubrí a Glissant, que es de la misma generación que Fanon pero era mucho menos leído. En Mali no leíamos a Glissant, y en Francia tampoco. En los cursos de Black Studies en Estados Unidos leíamos también a Fanon, pero no a Glissant. 

Kathleen Cleaver y Angela Davis leían sobre todo Black Skins, White Masks, Los condenados de la tierra y el libro rojo de Mao. Fanon fue quien más contribuyó a formar la conciencia de la lucha por la liberación de las colonias africanas y los afroamericanos en Estados Unidos. Y Glissant tiene una trayectoria similar a la de Fanon: también era de Martinique, como Fanon, y también, como Fanon, estuvo en Túnez ayudando a Argelia en su lucha contra Francia, y cuando volvió a Francia incautaron su pasaporte y le impidieron salir de Martinique. Glissant, como Fanon, criticó mucho el pensamiento sobre la negritud que reivindicaba la autenticidad de la cultura negra, el ritmo, la emoción, frente a la racionalidad sistemática blanca. Sin embargo, Fanon rechazaba frontalmente la distinción entre intuición y lógica, y en Los condenados de la tierra atacaba a los “poetas negros”, a Senghor y Césaire, que para él pervertían algo la lógica de la revolución: hacía falta simplemente coger las armas y luchar. Enfrentarse a los colonos. Con esa lógica oposicional los niños como yo aprendimos a pensar, a reclamar nuestra diferencia. Pero lo que me permitió Glissant fue entender que la identidad no era algo estanco sino dinámico, y que la reivindicación de la diferencia era un poco más compleja. Más tarde, cuando ya era el director del departamento de Black Studies en la universidad, invité a Glissant como “artista residente” y nos hicimos muy amigos, íbamos a los clubes de jazz, él me trataba prácticamente como a un hijo: él entendía muy bien inglés, escribió un libro increíble sobre William Faulkner, pero odiaba hablar ese idioma, así que hablábamos en francés. Él fue quien empezó a cuestionar mis posiciones como algo demasiado fijo, demasiado identitario, y me ayudó a entender la diferencia como algo positivo. Empecé entonces a enfrentarme a las ideas de la negritud que reivindicaban la autenticidad, ideas que, como decía antes de Fanon, eran absolutamente necesarias en Estados Unidos, que fueron muy importantes, que están sostenidas en la lucha frontal contra un racismo naturalizado que persiste en ese país, pero que extienden la noción de la identidad como algo fijo. La filosofía de Glissant me preparó para los encuentros con los otros, me obligó a pensar en términos de relación. “Criollo” para Glissant es una cosa híbrida, que no tiene nada que ver con la biología. Consideré mis encuentros con él como una terapia, para mí fue toda una revolución. 

Glissant y Fanon de alguna forma me curaron la vergüenza. Yo vengo de una familia en la que nadie había ido a la escuela, y mi padre hablaba francés porque su abuelo lo había aprendido en una plantación de mangos. Mi familia consideraba el idioma francés y la escuela como unos enemigos, por afinidad con los blancos, y yo vengo de ahí. Yo fui a la escuela de forma fortuita, porque Nnamdi Azikiwe, el primer presidente de Nigeria, visitó la ciudad en la que vivíamos, e hicimos toda una celebración, pintamos los troncos de los árboles y limpiamos las calles, y salimos todos los niños esa mañana a recibirlo al grito de “Bonjour président”. Cuando pasó por nuestra calle detuvo su coche y dijo: “Pero estos niños ¿qué hacen aquí?, ¿por qué no están en la escuela?”. Y así, casi por azar, fue como empecé a ir al colegio. Tenía diez años, y no hablaba francés, como todo el mundo en la escuela, lo que me hizo tener muchos complejos y mucha vergüenza. Glissant y Fanon me ayudaron a entender mi condición, y me curaron el complejo y la vergüenza. 

Además de sus diálogos con pensadores de la tradición africana y afroamericana, en 1995 dedicó una película a Jean Rouch, padre del cine etnográfico francés, que sin embargo es muy criticado desde los estudios poscoloniales. ¿Por qué decidió hacerla? ¿Cuál es su relación con el cine de Rouch hoy en día? 

Para mí Rouch fue también un maestro. Cuando estaba escribiendo mi tesis de doctorado, hice una estancia con él en Francia, porque era quien más sabía de cine africano en Europa por entonces. Yo lo considero un cineasta africano, compartió vida con todos los pioneros del cine africano. Creó en Uagadugú, junto a Ousmane Sembène, la Semana del Cine Africano. Así que él estuvo ahí “desde el principio”. Yo tuve una relación bastante íntima con Rouch. Cuando llegaba el nuevo milenio, la productora arte preparaba unos documentales sobre los cineastas más importantes del siglo, y contactaron conmigo y elegí a Jean Rouch. Pero todo el mundo me decía que Rouch no iba a aceptar la propuesta, y yo pensaba “a mí no puede decirme que no”. Y, por supuesto, me dijo que sí. Lo que me interesaba de Rouch, que por entonces era conocido en Estados Unidos solo por Chronique d'un été y su relación con el cinéma vérité, no tenía tanto que ver con eso sino con su relación con la Nouvelle Vague y la política de los autores. Yo adoraba Moi, un noir. Sembène decía que era su película favorita. El protagonista (Ousmaru Ganda) quiere que lo llamen Eddie Constantine, y se asemeja mucho al Belmondo de Al final de la escapada, que es de un año después, y en ambas películas vemos jump cuts. Influenciado por la política de los autores, me acerqué a Rouch, que estaba considerado como tal, a diferencia de todos los cineastas africanos. Estos últimos no eran “autores”, y era eso lo que me interesaba explorar. Cuando le mostré la película acabada me dijo: “Diawara, siempre estaré de tu lado en tu denuncia del racismo, pero tengo una crítica contra tu película: no hay planos secuencia” (ríe). Al círculo de Rouch no le gustó la película, y a los críticos africanos tampoco: para ellos, había perdido la oportunidad de destruir a Rouch, un blanco que “hablaba por” los negros. Pero no me interesaba atacar ni destruir a Rouch, que además era mi amigo. Con esa película tuve problemas con los antropólogos, con los cineastas africanos y con los críticos. Pero bueno, seguís hablando de la película, así que supongo que gané. 

Lo que me interesaba de Rouch era su relación con la Nouvelle Vague

Practica a menudo la primera persona en sus documentales. En A Letter to Yene (2022), incluso, plantea el proceso fílmico como una suerte de auto-refutación de sus principios, suspendiendo la película en la necesidad de la autocrítica. 

Esto también tiene relación con Glissant. La película parte de una experiencia concreta: compré una casa en Senegal, en una región costera llamada Yene. Y de repente me vi teniendo en ese pueblo, Yene, algún tipo de fantasía blanca sobre África. Y me di cuenta de que me había vuelto un blanco, o un intelectual burgués blanco. Y eso solo puede entenderse desde la teoría de la identidad mutante de Glissant. 

Además, en la costa de Senegal hay muchos problemas relacionados con el cambio climático, erosión del suelo o un puente que se derribó por la lluvia. Los pescadores intentan pescar, pero casi no atrapan peces. Y me vi mirando todo esto con la mirada de un norteamericano. Al principio, pensé en escribir una novela que contara esta transformación. Pero luego Serpentine me propuso hacer una película. Releí a Glissant y me ayudó a verme desde fuera. Y me di cuenta de que no estaba respetando el entorno al comprarme esa casa, así que me obligué a darle la vuelta a la cámara, a enfrentarla contra mí, y a darle cierta agencia al mar, la tierra, el bosque, todo lo que rodeaba Yene y sus habitantes. El paisaje se volvió el personaje principal. En el pueblo, hay una señora que saca las piedras del mar y las coloca en la orilla todos los días. Al principio yo intenté acercarme a ella con actitud moralizante, le dije: “tienes que dejar de hacer esto, porque es peligroso para la erosión del suelo y puede haber inundaciones” y me contestó “si quieres que deje de hacerlo, págame”. Ahí me di cuenta de que me había vuelto un hombre blanco. Y me acordé de Glissant y de la opacidad: ¿cómo respetar la opacidad de aquella persona?, ¿cómo lograr el encuentro con ella y con el entorno? Así que la finalidad de la película era también generar esa relación. Por eso la película está planteada como una carta. Hacer la película me ayudó, al igual que Glissant. Hay algunas lecturas reduccionistas de Black Studies que te muestran que, una vez que tomas conciencia de la negritud, ya se acabó, ya conoces todas las posibilidades de la experiencia. Esta película denuncia justamente lo contrario. 

Me di cuenta de que me había vuelto un blanco, o un intelectual burgués blanco

En su última película, Angela Davis: A World of Greater Freedom, acompañamos a Angela Davis en su casa de Los Ángeles, y en un momento ella dice que lo sublime está demasiado lejos del ser humano. Hay una evocación de la belleza simple en la película, para también una cierta vinculación entre belleza y rebelión. 

Lo sublime es muy importante para Angela Davis. Tiene que ver también con su formación alemana, con su aprendizaje en la Escuela de Frankfurt, y la necesidad de desarrollar un pensamiento complejo de la relación entre marxismo y cultura que fuese más allá de la relación entre base y superestructura. Ella ha contribuido a eso que en Estados Unidos llamamos critical race theory, muy presente en las escuelas en las que se estudia derecho. Pero Angela Davis siempre se pregunta cómo el arte se inscribe en la lucha política. Ella es como mi ancestro contemporáneo, porque cuando yo era pequeño en África ya veíamos su imagen icónica reclamando libertad para Sudáfrica o para los presos políticos negros. Y en la película explica que el arte es lo que le muestra el camino: su inspiración fue Jean Genet. Hay una cosa que no he podido meter en el montaje final de la película, que es cuando ella cuenta un viaje clandestino que hace Genet a Estados Unidos para reunirse con los Black Panthers. En el departamento de francés de la universidad Genet dijo: “Vengo a condición de que Angela Davis sea mi intérprete”, y el departamento se negó, para ellos era una vergüenza ver a una mujer negra haciendo de intérprete de Genet, pero la imagen es muy potente, como Genet quería. Para Angela Davis, Genet, Sartre y Baldwin fueron muy importantes, y los tres iluminaban la vía política desde el arte y la literatura. 

Manthia Diawara (Bamako, Mali, 1953) es una de las grandes figuras de los estudios de cine africano. Además de académico y pensador, Diawara es cineasta. En sus películas entabla diálogos con pensadores africanos y afroamericanos, configurando una suerte de archivo del pensamiento poscolonial del siglo xx. La...

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Autor >

Pablo Caldera

Pablo Caldera (Madrid, 1997) es graduado en filosofía e investigador en epistemología y cine en la Universidad Autónoma de Madrid. 'El fracaso de lo bello' (La Caja Books, 2021) es su primer libro.

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