EL LOBO ESTEPARIO
La madre de Tony Soprano
“Desafiar al público” fue lo que dio el éxito a la cadena televisiva HBO hace ahora un cuarto de siglo
Miguel Ángel Ortega Lucas 8/10/2024
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Dejó dicho Oscar Wilde que “la moda es una forma tan intolerable de la fealdad que hay que cambiarla cada seis meses”. Lo dijo en las postrimerías de la Inglaterra victoriana, ésa que acabó asesinándole en vida por no seguir más moda, ética, estética y verbal, que la suya propia. Sería impagable saber qué opinaría de lo que ahora entendemos por modas, cuando ese término se adscribe a tantos usos, ámbitos y ocurrencias que ya ni sabemos en qué día vivimos, ni en qué dimensión de la fealdad. Quizás fuera el mismo Wilde quien dijera también algo así como que –trato de exhumar de memoria– lo de hace de diez años es viejo, lo de hace veinte es hortera, pero lo de hace cincuenta es romántico.
Lo que no cambia nunca es –y por ahí iban los tiros de Wilde– lo clásico: lo que jamás depende de modas, porque no se ciñe a los caprichos, caducos por definición, de ninguna época. Ahí es donde suele darse (aunque no siempre) un enfrentamiento igualmente atemporal, porque lo que huye de la moda del momento acaba por resultar un desafío. Justo esto fue lo que David Chase, creador de la serie televisiva Los Soprano (1999-2007), descubrió con pasmo cuando el canal norteamericano HBO compró su experimento a finales del pasado siglo: que “se podía desafiar al público”. Por primera vez en su ya larga carrera, Chase tuvo carta blanca para hacer en la pequeña pantalla, apretando las clavijas a cada capítulo, algo que hubiera provocado un esguince cerebral a cualquier productor, televisivo o cinematográfico, de los años 90: la historia de un líder de la mafia con problemas de ansiedad, cuyo episodio piloto comenzaba con la visita de éste al psiquiatra, y cuyo ritmo narrativo lento, metódico, casi de documental, hacía que, en comparación, El padrino pareciera La guerra de las galaxias.
David Chase tuvo carta blanca para hacer algo que hubiera provocado un esguince cerebral a cualquier productor de los 90
Aquel experimento –más que desafiante, suicida en los términos televisivos de entonces– fue posible por otro experimento previo, el de la misma HBO, pionera en muchas cosas. Home Box Office –Taquilla Casera– era un canal por suscripción un tanto elitista no tanto por contenido –cine y boxeo desde sus comienzos– como por caro, cuya base de fieles no sumaba en absoluto lo que es hoy. Con lo que sí contaban era una libertad creativa sin precedentes al no depender de anunciantes, porque no tenían: sus contenidos no salían maniatados de fábrica a lo que las modas de lo socialmente correcto dictaban. Se pagaba por una emisión sin anuncios, quedando la cosa entre cadena y espectadores. De modo que se iba a poder abordar cualquier tema y situación como los guionistas considerasen, así fueran el habla, sueños y costumbres de las mujeres desinhibidas de Manhattan (Sexo en Nueva York; 1998) como de los camellos afroamericanos de Baltimore (The wire; 2002). Fue con el programa nocturno El show de Larry Sanders (1995) cuando los directivos confirmaron que podían arriesgar; hacer lo que nadie hacía por entonces. Así, instauraron una dinámica casi extraterrestre: dejar que la gente que sabía contar historias las contara en libertad. Hasta aquel momento –así lo recuerda David Chase en el recién estrenado documental de HBO A wise man–, el ideólogo de Los Soprano había constatado durante décadas que “lo que más te gustaba escribir era lo que más te iban a criticar” los directivos de turno.
Los Soprano planteaban una profundidad y un riesgo para los que no todo el mundo estaba preparado. Sus formas iban al servicio de una demolición silenciosa en muchos frentes: de puntos de vista, de inercias sociales, de clichés artísticos. David Chase pudo desplegar una poética muy poco vendible que pasaba, para empezar, por la aniquilación de eso que llamaron “el sueño americano”. Hijo de inmigrantes italianos, sus padres tuvieron una ferretería que malvendieron al jubilarse. No hubo final feliz con casita de cuento en las afueras (de hecho, fue la relación de Chase con su madre, psicológicamente desequilibrada, la chispa que prendió aquel guión). Pero Chase sí puso a su familia ficticia de criminales a vivir en una casita enorme con jardín y piscina a las afueras de New Jersey; sugiriendo, en un cóctel molotov mal disimulado, que el respetable millonario de cualquier ámbito laboral puede y suele compartir barrio con el respetabilísimo líder millonario de la mafia, cuyas fortunas han hecho de formas más o menos equiparables. (“¿Qué es robar un banco comparado con fundar un banco?”: B. Brecht). El capitalismo igualaba a todos moralmente. Y hasta Tony Soprano/James Gandolfini acababa gritando en la consulta de su psiquiatra que “¡Todo depende ya del puto dinero!”.
HBO urdió una revolución que daría lugar a la edad dorada de las series. El creador de The wire lo resumiría con la frase “Que se joda el espectador medio”
Era la pérdida de ciertas inocencias que nos tocaría vivir, sin vuelta atrás ya, conforme se finiquitara del todo el siglo XX. Algunos artistas oyen antes el estrépito del derrumbe, como el traqueteo lejano del tren en las vías. David Chase supo intuirlo, HBO supo arroparlo, y por eso fueron los primeros en romper ese campo de fuerza invisible de lo que había que escribir para televisión; impuesto, como siempre, por modas caducas e inservibles ya entonces. HBO urdió una revolución que daría lugar a la edad dorada de las series. David Simon, el creador de The wire, lo resumiría con la frase “Que se joda el espectador medio”. Lo cual no era una ofensa al espectador, sino un aldabonazo al mercado audiovisual: precisamente para respetar al espectador, tratarle como mayor de edad, había que decir adiós a los formatos que reflejaban muy poco la verdad de este mundo, donde las fronteras del bien y del mal se confunden de continuo y donde se ama, se sufre y se muere de forma radical, sin risas enlatadas ni cartón-piedra.
En aquel 1999 en que Chase estrenaba, comenzaba también Allan Ball un experimento más delirante todavía: una serie sobre una familia que regentaba una funeraria, donde se veía a la gente morir, sufrir y ser enterrada tal cual es. Una serie de cinco temporadas a la que invariablemente cuesta entrar, que en España comenzó a emitir La 2 en horas intempestivas, pero que el tiempo ha confirmado como una de las mayores obras maestras jamás hechas a través de una cámara: A dos metros bajo tierra (2000).
La lista que honra a HBO es larga (Deadwood, Carnivale, Mildread Pierce, Westworld, El cuento de la criada, The young pope, True detective temporada 1…), coronada con el éxito global de Juego de Tronos (2011). Cuyo final en 2019, tan desafiante para el público por lo que tuvo de destrucción de la inocencia respecto a dónde se suponía que estaba el bien, no hubiera sido posible sin el éxito kamikaze de Los Soprano veinte años atrás. Contra pronóstico, no sólo los críticos se volvieron locos con ella; también el público, fascinado por aquel planeta, perfectamente cotidiano,de psicópatas que podían arrancarte la cabeza por no haber echado suficiente sal a la pasta. Una historia en la que, como bien señalaba Chase, todos, hasta el más ímprobo, “hacen un pacto con el diablo”.
Era improbable que saliera bien, y acabaron creando un mito. Pero ha pasado unas cuantas veces; que algo sea “imposible” hasta que llega alguien y lo hace. La cuestión es que pocas cosas hay más difíciles que convencer a un rebaño para que cambie de dirección. J. K. Rowling, hada madrina de Harry Potter (1997), fue rechazada por una barbaridad de editores a los que no les pareció con tirón comercial aquel cuento de magos de colegio. Cuando Leonard Cohen grabó –tenía ya cincuenta tacos– el disco Various positions (1984), donde figuraba, entre otras, una canción llamada Hallelujah, los directivos de Columbia casi vomitan. Se negaron a distribuir el álbum, con un lema digno de figurar como epitafio en la tumba de todos ellos: “Sabemos que eres grande, Leonard, pero no sabemos si sirves”.
Suele suceder así. El primero que se atreve a decir que la Tierra da vueltas alrededor del Sol, y no al contrario, acaba arrastrado a la hoguera por la masa enfurecida. El loco de ayer es el mesías adorado de un par de siglos después. Se trata, sencillamente, de que los que dictan lo que es “la moda” se vuelvan a poner de acuerdo con el dogma de la semana siguiente.
Dejó dicho Oscar Wilde que “la moda es una forma tan intolerable de la fealdad que hay que cambiarla cada seis meses”. Lo dijo en las postrimerías de la Inglaterra victoriana, ésa que acabó asesinándole en vida por no seguir más moda, ética, estética y verbal, que la suya propia. Sería impagable saber qué...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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