EL LOBO ESTEPARIO
El sonido, el silencio y el cantor
“La música fue una vez el centro de esto”, ha dicho la cantautora Carmen Boza al despedirse de los escenarios, cansada de verse obligada a “producir contenido” para redes sociales
Miguel Ángel Ortega Lucas 15/11/2024
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Yo no conocía a la cantautora gaditana Carmen Boza (La Línea de la Concepción, 1987). Supe de ella hace un par de días, cuando su paisano y (¿ex?) colega de oficio Carlos Chaouen compartió un anuncio suyo en una red social. Decía así:
“La exigencia de estar permanentemente activa en plataformas sociales con fines promocionales –a través de unos formatos que son tan ajenos a mi forma de ser y de hacer música, para poder llegar al público y vivir de mi trabajo– ha ido abriendo una profunda herida en mi salud mental que, por mi propio bien, tengo que priorizar, atender y sanar. Siento que la industria musical se ha ido transformando en un entramado (…) completamente atravesado por el capital, donde el espacio para la autenticidad, la artesanía e incluso la música en sí misma, tristemente, es cada vez más pequeño y a menudo quedan relegadas a un segundo plano, o sencillamente se diluyen en esa vasta y abstracta etiqueta: ‘el contenido’. (…) La obligación de producir ‘contenido’ para simplemente existir entre tanto ruido se ha convertido en una odisea que me deprime, me angustia y me ha alejado de la música, que una vez fue el centro de todo esto”.
Daba por cancelados sus siguientes conciertos, agradecía a quienes le han acompañado estos años y les conminaba a no descuidar su paz: “Buscadla y seguidla”.
La música de Carmen Boza busca la paz por distintos cauces de agua y vibración
Por mi parte, escribo estas líneas en un otoño que parece querer creer de nuevo; levantar, con la misma pira del derrumbe, una vieja hoguera inédita de paz, y valor, y fe. (“…Y no queda nada; / las espinas, las rosas, se las llevó / el viento, el tiempo…”, canta ahora mismo el maestro Aute en el portátil: igual, casi igual que entonces). Ahora que aún hace veinte años que tengo veinte años, que hace veinte años que aprendíamos a levantarnos, feroces, triunfales de nuevo, en un otoño de soledad atronadora, ese mensaje de Carmen Boza me estremece por razones variables. La “autenticidad”. La “artesanía”. La “música en sí misma”. La paz. La música de Carmen Boza busca la paz por distintos cauces de agua y vibración, pero ahí va siempre, sea con el palo que sea –su brújula es versátil–: remando hacia esa paz en que cantar con la misma sencillez espejeante de un crepúsculo en la costa de su tierra. Tierra, aire y agua. Y hogueras de San Juan donde quemar lo extinto, y volver a creer en lo Impensable.
Ahora que hace tanto de tantas cosas, recuerdo a aquella conmovedora infantería que iluminó los laberintos de la juventud. El mencionado Carlos Chaouen: gaditano de Madrid, enduendado de sonidos negros; autor de algunas de las canciones más brillantes y perdurables de esa camada, la de los jovencísimos cantautores que, acabando los años noventa, supieron renovar el rito de la mandrágora en los pequeños escenarios de la capital. Por allí braceaba también el exquisito Antonio de Pinto, juglar de cuentos y marionetas, abriendo ventanas para todos los que supieran oír. Allí llegaría después Manuel Cuesta con el patrón bucanero Alfonso del Valle; con su maleta sevillana siempre por deshacer y su guitarra en pie como un mástil en medio del naufragio. Allí veló antes sus armas Ismael Serrano, estudiante de Física que supo aplicar a la música el principio de incertidumbre, hasta hacer la demostración en el Gran Rex de Buenos Aires: quien más fortuna y arraigo popular conseguiría. Le allanó el camino el pionero Pedro Guerra, y le siguió de cerca Quique González, que supo mezclar a Los Secretos con la Ruta 66 americana sin que se le atragantara el daiquiri por el camino. No tardó en llegar Jorge Drexler a Madrid desde Uruguay: un muchacho que ganó un Oscar a Mejor Canción susurrando.
Lo que todos esos pájaros de distinto vuelo tenían en común es –riámonos de la ironía negra– el contenido, en su concepción más clásica. Es decir: había que contar cosas, no sólo cantarlas. Estructura melódica y letra, guitarra, voz e intenciones, al servicio de un espíritu invisible, vaporoso como la misma palabra arte, que era lo que buscaba la gente que acudía al café Libertad 8 y demás aldeas galas: sentir un escalofrío compartido junto a la hoguera. La música es un rito comunal, hasta cuando se hace para uno solo. Y la autoexigencia y el talento para contar una historia a través de una canción es lo que acaba distinguiendo a los que tienen cosas que compartir de los loros inanes. Prueba de ello es que en el santoral de la canción popular acaben quedándose quienes menos cuadrarían con las modas y diseños de despacho, de Tom Waits a Chavela Vargas pasando por los lagrimones de Jacques Brel. (Facundo Cabral: “Cantante es el que puede; cantor es el que debe”.)
Exactamente lo contrario de lo que Carmen Boza resume, certeramente, con la palabra ruido (“La obligación de producir contenido para simplemente existir entre tanto ruido”). Ella se refiere a la jaula de grillos tratando de hacerse oír, uno por encima de otro, en la dinámica que la revolución digital ha impuesto al mercado, y que éste acaba imponiendo porque “es lo que hay que hacer” (para vender). Por la misma época que decíamos de los noventa, otros jovencitos buscaban su forma de expresión por distintos rumbos: la extremeña Bebe, que alcanzaría gran éxito, también tocaba en los garitos de entonces, mientras las muchachas de Ella Baila Sola cantaban en el parque del Retiro no muy lejos de otro muchacho que llegaría asimismo a petarlo rápido, Javier Álvarez. Todos entendían que su canción era una forma de “artesanía”, y si las discográficas les buscaron fue porque había un público dispuesto a acoger sus propuestas: se paraban espontáneamente a escucharles. Experimentos musicales que devendrían pronto en unicornios, merced a la apisonadora clónica –pachanga bailable y flamenquito-pop en nuestro caso autóctono– que cierto programa de televisión propulsó en el año 2001, que su éxito masivo consagró y cuyas consecuencias seguimos pagando hoy, veinte años después, con el corazón partío ya en cincuenta mil variables idénticas.
Algo que no olvido: por esa misma época, la de Operación Triunfo, Gran Hermano y los platós de televisión convirtiéndose sin complejos en after-hours, también se puso de moda un mantra: “No te rayes”. O sea: “Déjate de cosas profundas, que vengo de romería”. [A Nacho Vegas, insigne desertor de la escena indie, jamás le perdonaron por entonces que, además de tocar, sobre todo tuviera cosas que decir.] La consecuencia y resumen de todo esto la acaba de estampar –por supuesto– Sabina en su recién estrenada (y penúltima) canción: “Cuando enmudezcan por decreto los cantantes (…) / y los mejores estudiantes se doctoren con honores / en el arte de ignorar”.
Esa artesanía auténtica siempre va a ser esperada por el público correspondiente
A mí me parece muy bien, y cada vez más, no rayarse más de la cuenta, en cualquier ámbito y circunstancia. Pero si por “rayarnos” entendemos sentarnos con calma a hacer lo que tenemos que hacer, a sentir hacia adentro, a dar forma con calma en palabras, imágenes y acordes a lo que quiera que necesite brotar, entonces prefiero rayarme: porque sólo así pueden hacerse las cosas –cualquier cosa– con “artesanía” y “autenticidad”. Sucede, además, que quien diga que ese tipo de fórmulas no interesan, que no pueden llegar a un público amplio, o miente o no sabe de lo que habla. Sílvia Pérez Cruz y el chache Robe de Extremoduro son dos ejemplos, disímiles pero diáfanos, de cómo esa artesanía auténtica siempre va a ser esperada por el público correspondiente. Por qué, siendo esos dos arte mayor, acaban silenciados en los medios masivos en detrimento de la perrea-perrea (“lo que la gente quiere oír”: mentira), es algo cuyas respuestas, varias, están en el viento. [Recomiendo al hilo esta reciente entrevista de mi compadre Chico Herrera, explicando algunas verdades omeyas.]
Sólo en el silencio y la calma –no pendientes de más “contenido” que el interno– puede escucharse la música propia, y conjurarse el otro silencio: no el sano, luminoso y creador, sino el tétrico, el de la soledad a oscuras. El de quien cree que ya no puede cantar o nadie quiere oírle, y queda entonces cantando sólo para sí mismo, abatido, hasta enmudecer.
Ése era el sonido del silencio al que se refería Paul Simon en su canción inmortal, diciendo a una multitud en sueños:
“Oíd mis palabras y tal vez os enseñe;
tomad mis brazos y tal vez os alcance”…
Pero mis palabras, como silenciosas gotas de lluvia, cayeron
e hicieron eco en el sonido del silencio.
“Gente hablando sin conversar”, dice esa canción; “gente oyendo sin escuchar”. “Gente escribiendo canciones / que las voces no pueden compartir”.
Y, sin embargo, las pocas palabras verdaderas que buscaba don Antonio Machado seguirán brotando a pesar de todo: del ruido, de la furia, del “mercado”, y de ésos que medran haciendo que todo sea ruido, barbarie e ignorancia (hablaremos de ellos algún día). Esas palabras suelen brotar, precisamente, en ciertas épocas siniestras que parecen no terminar nunca, como catacumbas. Épocas en que la música –hasta para los que hacemos canciones en la clandestinidad del ermitaño– resulta un andrajo muerto que ya no puedes ni ponerte.
Todo esto, en fin, para decirte, Carmen Boza –no te conozco, pero sí–, que haces lo mejor dando ahora un paso atrás, si es lo que el alma te pide y necesita, si toca curarse las heridas en la cueva. Pero luego, cuando llegue la hora, cuando vuelva a prender la hoguera, recuerda que todo último vals siempre es penúltimo. Y para qué sirvió siempre una canción.
Yo no conocía a la cantautora gaditana Carmen Boza (La Línea de la Concepción, 1987). Supe de ella hace un par de días, cuando su paisano y (¿ex?) colega de oficio Carlos Chaouen compartió un anuncio suyo en una red social. Decía así:
“La exigencia de estar permanentemente activa en plataformas sociales...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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