DESDE EL TERRENO
Paiporta lucha por salir del fango, dos semanas después
El agradecimiento infinito a las personas voluntarias y la desconfianza hacia todas las administraciones conviven en el centro de la catástrofe
Pablo Castaño 13/11/2024
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“Está mucho mejor”, dice una voluntaria llegada desde Teruel para limpiar barro, señalando a los coches destruidos amontonados sobre una rotonda, a la entrada de Paiporta. Locales y voluntarios venidos de otros lugares coinciden en que la situación ha mejorado en los últimos días en la zona cero de la catástrofe, tras la llegada masiva de maquinaria del ejército, policía y bomberos. Las calles ya son transitables pero la destrucción sigue siendo generalizada desde que se atraviesa el puente que separa Valencia de su Horta Sud. Durante kilómetros, todo es barro y montañas de coches y basura.
El impacto es aún mayor porque la capital vive en la normalidad más absoluta. Un sol deslumbrante brilla este 12 de noviembre que parece más bien de abril, y la vida sigue en Valencia con la ligereza de cada día. En una ferretería, un cliente señala unas botas de agua: “Esto es como las mascarillas en la pandemia, ahora que ya no hay barro, hay botas”. Pero a pocos kilómetros de allí sí que hay fango, tanto que cuesta calcular cuánto se tardará en volver a la normalidad. “Un año, año y medio”, estima Loli, vecina de Paiporta, a las puertas de una clínica veterinaria improvisada en un local parroquial.
En el único bus que une Valencia con Paiporta –hasta hace pocos días, solo se podía llegar andando o en bici–, una joven le pregunta a su madre a quién toca ayudar hoy. Es de lo que más se habla en este pueblo, mayoritariamente de clase trabajadora: de ayudar. Muchos no han salido del pueblo en estas dos semanas, primero porque no había manera, después porque están demasiado ocupados ayudando a limpiar. Todas las personas consultadas coinciden en dos ideas: agradecimiento infinito a los voluntarios y desconfianza hacia las administraciones, hacia todas.
La normalidad con que actúan las vecinas y vecinos contrasta con un panorama que sigue siendo absolutamente desolador: campos de naranjos cubiertos de fango, montañas de sillas, palés, coches, cristales rotos, persianas de comercios reventadas, parques enterrados bajo montañas de barro, barro, barro por todos lados.
El ambiente en Paiporta sigue siendo de guerra. Los militares de la UME trabajan codo a codo con policías nacionales, municipales de Pamplona, bomberos de León y muchos otros, además de los grupos de voluntarios que pululan escoba en mano. Hoy son pocos porque es martes y las autoridades han limitado mucho quiénes entran en el pueblo, para que no estorben a la maquinaria. El Estado llega tarde, a juicio de muchos. “El martes siguiente [a la riada] empezó a haber más política y ejército. Siete días, que se dice pronto”, protesta Loli, dando voz a la sensación de abandono que siguen sufriendo muchas vecinas de Paiporta. Excavadoras y grúas se afanan para acabar de despejar las calles, mientras los camiones verdes del ejército circulan ante la indiferencia de quienes ya se han acostumbrado a la emergencia. A la puerta de una iglesia, un voluntario limpia las botas con una karcher a quienes quieren entrar. De repente, aparece en el cielo la panza verde de un helicóptero militar en vuelo rasante, que ahoga las conversaciones por unos segundos.
En todas partes hay puestos de comida caliente instalados por voluntarios: una mujer ofrece té y pan marroquí, un señor de Girona ha traído comida de su restaurante, diversas ONG entregan tuppers, muy apreciados por quienes se han pasado días sin comida caliente. El auditorio municipal se ha convertido en el centro de reparto de ayuda, donde se da a cada cual según su necesidad. Daniel, un psicólogo voluntario llegado de Soria, se queja de que falta coordinación: “Viene la gente, hacen colas para recoger alimentos, formamos colas. Va todo el mundo por libre”, lamenta. Los productos se anuncian con carteles precarios y lacónicos, escritos en un A4: caldo, pañales, leche… Los cristales están reventados y el aire se cuela en el edificio.
Grupos de jóvenes llevan la comida a las casas de personas mayores que no pueden salir a las calles resbaladizas. Como en la pandemia. Muchas cosas de este desastre recuerdan a la pandemia: la infinita capacidad de adaptación de las personas, una generosidad incondicional que entierra una vez más los cuentos individualistas. Y el horror ante una fuerza que parece superar las capacidades humanas.
Anochece y las calles empiezan a vaciarse. El psicólogo soriano advierte de la crisis de salud mental que se avecina. A una mujer le ha dado un ataque de ansiedad cuando han dicho que esta semana volverá a llover. Lo anuncia por un altavoz un camión militar, como si avisase de la llegada de un ejército enemigo. Tiene sentido, porque lo que Paiporta está sufriendo se parece mucho a una guerra.
“Está mucho mejor”, dice una voluntaria llegada desde Teruel para limpiar barro, señalando a los coches destruidos amontonados sobre una rotonda, a la entrada de Paiporta. Locales y voluntarios venidos de otros lugares coinciden en que la situación ha mejorado en los últimos días en la zona cero de la catástrofe,...
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Pablo Castaño
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