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Son los mediados de noviembre y en Buenos Aires la proximidad del fin de año siempre lo tensa todo: se suman el cansancio acumulado del año escolar/laboral, los primeros calores junto con los primeros cortes de electricidad, el horizonte de las fiestas navideñas –con sus complejas implicaciones de familia y afectos, de traslados enrarecidos por huelgas y de gastos extraordinarios–, la promesa cada vez más ambigua de las vacaciones (¿qué será eso ya?), y una historia política nacional con la marca de estallidos sociales en diciembre.
El calendario persiste. Rasgo de humanidad aún, la extraña convicción de que este 31 de diciembre se acabará algo y comenzará otra cosa, la percepción simbólica del hito y los rituales necesarios que lo honran no atienden razones fácticas. Junto con la tensión crece, para todos, allá del otro lado pero cerca, la vieja y renovada esperanza de que tal vez todo mejore.
A un mes y medio del hito fin de año, las noticias políticas argentinas no dan respiro. El 13 de noviembre se lanzó públicamente la Fundación Faro, el think tank oficialista creado para librar la “batalla cultural”, llamada a expandir el ideario libertario de Milei contra la “agenda woke”. Una buena parte de los empresarios más importantes del país estuvieron ahí; aplaudieron mucho. Según el discurso inaugural de su presidente, Agustín Laje, después de haber ganado la primera fase (asumir ser pocos y objeto de consumo irónico), la segunda (ser más, “reírse de ellos”, tomar acción pública en las redes), y habiendo conquistado la tercera (consolidar la representatividad, el poder político), la batalla cultural pasa a ser la cuarta fase, actual, para la definitiva victoria sobre el marxismo. Aunque derrotado económicamente, este sobrevive en la cultura, tal como lo prueba la existencia, por ejemplo, del feminismo, el antirracismo, el indigenismo, en fin: el wokismo, definido por Laje como “el desquicio de la dialéctica opresor-oprimido”, que se multiplica en diversos sistemas que distraen de la verdadera relación política de opresión: la del Estado respecto del pueblo. “Se mutiló la unidad de la razón humana”, dice. La Fundación Faro se crea para atacar los valores económicos y culturales de la izquierda, cosa que solo la derecha puede hacer, no el centro. No se trata de formas, sino de ideas. No de corrección política, sino de “búsqueda de la verdad”. Metafísicos están. Sin embargo, no solo comen: acumulan, acumulan. Anoté especialmente las tres citas de autoridad a las que apeló el señor –para combatirlas, claro– en su discurso: Marx, Weber, Gramsci. Todavía les importan los conceptos, las teorías, y la historia, parece: siglos XIX y XX.
Digo que la cosa (It) no da respiro porque apenas tres días después, el 16, se lanzó también otra agrupación, con un nombre igualmente luminoso: Las Fuerzas del Cielo, al mando de otro señor que se llama El Gordo Dan, y que presentó esta nueva plataforma como “el brazo armado” de La Libertad Avanza, “la guardia pretoriana”, “los soldados más leales” del líder Javier Milei, con consignas como “propiedad, Dios, Patria y familia” y con estandartes de estética imperial romana.
Basta por hoy, Socorro. Es domingo previo a un lunes feriado y el día está espléndido: cielo porteño límpido, 22 grados. Un viento amable desprende las últimas bolas de algodón de los palos borrachos. Resulta también que, en noviembre, justo cuando todo siempre en Argentina se va tensando, hay tres árboles inmunes a la coyuntura de las “fases estratégicas” que cumplen otras fases, cíclicas, desde hace mucho tiempo: los jacarandás, las tipas y los tilos.
El rey indiscutible para la vista es el jacarandá (Jacaranda mimosifolia), nativo del subtrópico americano que encontró querencia en las grandes avenidas y en las calles humildes de cualquier barrio porteño y que florea la ciudad como si el color azul lavanda quisiera quedarse con la última palabra del año. La tipa (Tipuana tipu) le hace juego en amarillo sobre el suelo de los parques y las calles más anchas, pero el celeste jacarandá es único. No sé si alguien habría podido verlo o cantarlo mejor que María Elena Walsh, porque produce una alegría de risa infantil: ja ja ra ja já, como el sonido agudo, largo y guaraní de su nombre.
El emperador para el olfato porteño es el tilo (Tilia cordata). Tronco discreto, copa generosa, aparte de sus hojas más redondas y grandes se abren otras más alargadas de las que brota (¡desde el medio de la hoja!) un corto tallo fino que termina en un racimo chiquito de flores color amarillo pálido y se acabó: noviembre huele a tilo (verde, floral, empalagoso, relajante) lo sepas o no; trates de robarte las flores más bajas en los parques o no; sepas o no que, cuando te las robás, no vas a conseguir el olor que sentís en el aire porque no es asunto de pegar la nariz a las flores. A veces, para desplegarse y ser percibidas, las cosas necesitan una cierta distancia, y no todo es factible de ser cosechado. En fin, nada en la expresión serenamente feliz de los árboles en esta época de la ciudad casa muy bien con el pulso acelerado de sus transeúntes. O quizá sí, si los atendiéramos por lo menos como a una prescripción balsámica.
La cosa es que después de escuchar los discursos inaugurales de esas dos nuevas agrupaciones con atención de estudiante (aunque sin ja ja ra ja já), y después de atravesar calles y parques y avenidas, pensé que las cualidades antiguas y cíclicas de las fases de los árboles tampoco eran tan ajenas a las de las agrupaciones. Las que los dirigentes de estas últimas presentan como fases novedosas y revolucionarias y que, por sus implicaciones –y porque yo no había dormido ni desayunado bien–, la verdad es que me asustaron bastante, al cabo de la caminata y de un café al sol repasando mis notas, no solo me resultaron viejas sino francamente rancias.
En el último artículo que publiqué aquí decía que algo olía mal en la primavera argentina. Ese algo se está expresando con toda nitidez en estas últimas manifestaciones del gobierno de Milei desde estas plataformas no oficiales que sin embargo hablan por y con el gobierno de manera central y que, por muy recién nacidas y juveniles que se presenten, tienen la acritud y la amargura de lo que ha envejecido mal hasta pudrirse. ¿Por qué su amplia aceptación, entonces? ¿De dónde su popularidad, la que le dio la presidencia a Milei y la que parece sostenerla? “El público se renueva”, suele decir Mirtha Legrand, una célebre y ya muy mayor conductora de la televisión argentina cuando, a lo largo de su larguísima carrera, repite preguntas, invitados, temas. Los votantes se renuevan. Los jóvenes son otros, y en su mayoría no han leído a Marx ni a Weber ni a Gramsci, esos demonios a aniquilar. Tampoco a los teóricos economistas que suele citar Milei en su favor, también de siglos pasados, y me animaría a adivinar que poco les importan unos y otros. Es muy probable que los estandartes romanos sean una genialidad de la comunicación, pero además hay otra cosa.
Más o menos atenta a la transmisión de su historia, más o menos consciente y contestataria de su herencia, la juventud siempre ha sido otra; la brecha generacional ha existido siempre. En la medida en que hay abuelos, padres e hijos, en tanto sigue habiendo nacimientos, “el público se renueva”. O, como mejor decía Hannah Arendt por ejemplo en Comprensión y política (1953), cuando pensaba en los totalitarismos del siglo XX, “cada nacimiento nuevo es un nuevo principio que acontece en el mundo, es un nuevo mundo que viene virtualmente al ser”. Los nacimientos son siempre comienzos y llevan en sí mismos potencia de creación. En las formas de transmisión, esa cosa otra a la que aludí al final del párrafo anterior, desde hace varios años, pero muy pocos en el largo arco de la historia humana, se llama digitalidad. Internet, virtualidad, posverdad, inteligencia artificial. Y si esta vez el salto tecnológico parece traer consigo ya no solo un cambio, sino un salto de paradigma o, más todavía, quizá el anuncio de una nueva especie, poshumana, en sus albores, ¿cómo entender el hecho de que esa cosa otra, doblemente nueva, se exprese en tantas partes del globo cantando la canción de la guardia pretoriana del líder, marchando al son del brazo armado de la rancia revolución del capital y su estulta moral de winners vs. losers, tan llanamente traducible a dinero y viejas hegemonías? (Porque hete aquí que el brazo armado de Milei declara –y aclara, por las dudas– que sus armas son los teléfonos celulares, mientras el gobierno sigue empleando y comprando además las otras, las armas literales del Estado, ese gigante a derribar).
Tal vez, se me ocurre, se trate otra vez de lógicas unívocas, que ahora se expresan digitalmente. Después de todo los algoritmos son una exageración de la estadística. Y quizá se trate entonces, también, de ser beckettianamente nuevos otra vez, como propone el año nuevo: “Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. O, quizá, más todavía, de olvidarse de Beckett, de Marx, de Weber, de Gramsci, de Arendt, de los economistas de la escuela de Viena, de hegemonías y minorías, pero de seguir, sí, preguntando como niños, o como el Truman de The Truman Show, por los límites de experiencia impuestos por lo que se nos propone como dado.
¿Cómo llueve el lavanda digital de los jacarandás? ¿Cómo huelen las flores virtuales del tilo? Yo no lo sé. Mis esperanzas balsámicas se cifran en que las juventudes digitales no solo no conozcan ni honren ningún discurso previo, no solo no sepan nada sobre el pasado que los trajo hasta aquí, sino que además vuelvan, como recién nacidos a la juventud, y en sus propios términos poéticos, a sospechar de cualquier espacio determinado que los quiera autómatas, los necesite no imaginativos, les pida desatender lo que los rodea y lo que pulsa en ellos mismos y en cada una de sus casas y de sus calles. Que vuelvan, en fin, a rechazar cualquier mandato que los vuelva soldados de la causa, impermeables a la fuerza creadora de lo vivo.
Son los mediados de noviembre y en Buenos Aires la proximidad del fin de año siempre lo tensa todo: se suman el cansancio acumulado del año escolar/laboral, los primeros calores junto con los primeros cortes de electricidad, el horizonte de las fiestas navideñas –con sus complejas implicaciones de familia y...
Autora >
Socorro Giménez
(Mendoza, Argentina, 1973) es escritora y coordinadora editorial del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, MALBA. En 2021 publicó en España su primer libro, Casa se busca (Caballo de Troya).
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