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Se acaba el año, pero lo que no se acaban son los tebeos. La lectora, el lector atento de este espacio que me ofrece CTXT sabe que esta es la cantinela habitual de esta casa, pero es que no acabo de comprender por qué aparecen unas 17.000 novedades cada mes en nuestras librerías si luego no se vende ni una quinta parte de lo publicado (y soy generoso). Sin embargo, a estas alturas de la película, ya ni siento ni padezco, así que mi objetivo es leer buenos tebeos, escribir luego sobre ellos, quedarme tranquilito y disfrutar de la vida con los míos. Así que, sin más dilación, vamos al turrón, que hoy hay mucha tela que cortar.
La historieta argentina tiene mucha tarea por delante. Si el panorama antes de la llegada al poder de Javier Milei era, por decirlo con suavidad, muy precario, la irrupción del neolibertario no genera mucha esperanza en el frágil ecosistema actual de la que fue una de las potencias mundiales de la producción de cómics. Aunque si algo han demostrado los autores de tebeos a lo largo de toda su existencia es su legendaria cabezonería (me niego en redondo a utilizar “resilencia”), y por muy negro que sea el presente, siempre habrá alguien dispuesto a ponerse a dibujar pase lo que pase mirando hacia el futuro. Y, qué curioso, los más tenaces suelen ser los mejores. Es el caso de Jules Mamone (Villa Gesell, 1989) a.k.a Femimutancia, dibujante no binarie, forjade en fanzines queer y dueñe de un imaginario muy personal que flirtea sin rubor con los géneros más clásicos (de los superhéroes al terror). Mamone firma en “La madriguera” (Liana Editorial) una revisitación covidiana de “Alicia en el País de las Maravillas”: seres demoníacos, terrores simbólicos y desazón cotidiana conforman el armazón que cimenta una historia de incomunicación familiar. Mamone es una dibujante rotunda y directa, con una mirada sensual sobre la anatomía femenina y que no se ha andado con zarandajas en la forma, le basta una paleta sobre tonos de rojo, azul y amarillo y a cabalgar. A destacar el tour de force final, armado en un delicado equilibrio entre lo alucinado y lo tangible.
El equilibrio es lo de menos en la obra de nuestro siguiente invitado, el malogrado Antoni Calonge (Barcelona, 1956-1988). La Cúpula edita un espectacular recopilatorio del material publicado del autor por la editorial, con un papel cuidadísimo y un color sensacional. El barcelonés fue una rara avis en el tebeo estatal de los 70 y 80, un dibujante superdotado escondido en los márgenes de cualquier movimiento artístico de la época. Calonge fue excesivo, barroco, detallista, fullero, pasota y contradictorio. El también fallecido Miguel Gallardo (que firmó junto a Calonge una historia recogida en este recopilatorio, “Tarde gloriosa”) lo calificaba de “dibujante para dibujantes”, esa categoría secretamente deseada que suele conllevar aparejada la incomprensión del lector general y el desastre comercial (señalar aquí su endiablada rotulación, por ejemplo, tan distintiva como difícilmente legible en muchos casos). Sea como sea, el volumen es un festín para el público sensible y con buen gusto. El festival de dibujo es apabullante, con un despliegue de todo tipo de técnicas (tramas mecánicas, aguadas, gouaches) puestas al servicio de una voz irrepetible, capaz de convertir una historia estándar de género negro en un delirio expresionista (“El secuestro”, con guion de Rodolfo) o de apropiarse del romanticismo gótico de Ambrose Bierce en un delicado ejercicio poético (“Bertha de Bootha”). Y sí, también mucha violencia y muchos macarras, muchas drogas y calle, mucha calle, que esto era material para El Víbora y eran los 80. Para un servidor, lo mejor del volumen se encuentra en la hiperbólica “Incendio en la ciudad”, un pasote apocalíptico a mil por hora, y una historia inédita hasta ahora que quedó inacabada debido a la desaparición del autor a la temprana edad de 32 años, “Las calles mojadas de la ciudad de noche”, una adaptación de Boris Vian que encapsula el espíritu del cómic de los ochenta en un puñado de páginas.
Ese espíritu del cómic de los ochenta del que hablaba antes (sinvergüenza y excesivo) es el que da vida a nuestra siguiente obra, “Necrón” (Editorial Melusina), del dibujante Magnus, seudónimo del autor Roberto Raviola (Bolonia, 1932-Imola, 1996) y Mirka Martini, que firma las historias con el pseudónimo de Iria Volpe. Empecemos por resumir el argumento, en la medida de lo posible, para que nos situemos todos antes de continuar. Veamos: la doctora Frieda Boher trabaja como investigadora en el Instituto de Investigaciones Histológicas de Berlín Occidental. Están desapareciendo cadáveres de la morgue y ella es la culpable. ¿Cuál es su objetivo? Pues confeccionar una suerte de nueva versión de la criatura de Frankenstein con el fin de satisfacer sus necesidades sexuales, puesto que es necrófila. Así nace Necrón, el ultrazombie. Lo que quiero decir es que nadie se llame a engaño, esto es puro cómic de derribo adscrito a la noble (bueno, ya me entienden) tradición trash del fantástico europeo, porque luego se arma la marimorena y no paran de sucederse los asesinatos, las aventuras marítimas, las peripecias con robots y el body horror antes de que lo llamáramos así. Entonces, ¿qué distingue a “Necrón” de otros tebeos semejantes? Pues el dibujo, claro. La disonancia cognitiva que supone la experiencia de leer semejantes atrocidades a través del arte de Magnus es una experiencia artística de primer orden. El dibujo del italiano es el de un absoluto maestro del blanco y negro que ha depurado al máximo su caligrafía, alcanzando el último peldaño de la escalera que sube desde Chester Gould a la línea clara francobelga, despojado de todo lo inútil pero centrado en lo importante: penes enormes y mujeres voluptuosas. Y es que, ante todo, este tebeo es pulp, festivo y dicharachero, aunque no apto para todos los públicos.
El trabajo de Robert Crumb (Filadelfia, 1943) tampoco lo era, y mira cómo ha acabado: convertido en la principal figura del cómic norteamericano, todo un clásico vivo, estudiado en universidades y reverenciado por público y crítica, y eso que empezó dibujando animalitos guarretes. Sin embargo, su figura nunca ha dejado de ser controvertida, máxime cuando se posicionó activamente contra la aplicación de la vacuna de la covid. De todo esto habla (y por los codos) en “¡Sálvese quien pueda!” (La Cúpula), que firma junto a su esposa Aline Kominsky-Crumb (Long Beach, 1948-Sauve, 2022), fallecida justo tras la publicación del tebeo, y su hija Sophie (Woodland, 1981). Solo el hecho de ser el testamento póstumo de una leyenda como Aline Kominsky ya otorgaría a este cómic suficientes papeletas para ser recomendado en esta sección, pero es que hay mucho más: los sincerísimos diálogos de la ya anciana pareja protagonista, la conspiranoia como modus vivendi, el encuentro intergeneracional entre madre e hija a través de sus respectivos abortos, la relación del viejo underground con el dinero fresco que genera su prestigio y el prodigioso trazo de un señor de más de ochenta años que sigue siendo el mejor en lo suyo sin aparente esfuerzo. Que un material de este calibre esté pasando casi inadvertido deja muchas preguntas en el aire, y las respuestas no son de mi agrado, me temo.
Más atención es la que se merece también Irra, nombre de guerra de Israel Gómez Ferrera (Sevilla, 1979). La editorial Mondo Cane Books publica dos obras del autor sevillano, una nueva edición corregida y aumentada de “No te serviré”, que ya apareció en 2020, y “Perros atados”, que se anuncia como el primer volumen de una serie. Las dos obras riman, se tocan y tienen confluencias: la distopía localista (una Sevilla asfixiante satélite de los EE.UU. y asfixiada por las corporaciones), la violencia extrema, diálogos que son puro hard boiled y protagonistas sin futuro, pero con pasado. Los tebeos del autor sevillano son secos, sin piedad ni empatía. Hay una tristeza profunda en sus páginas, una desesperanza que invade las vidas de sus protagonistas y que los convierte en héroes profundamente trágicos. El fatalismo se apodera de las vidas de ambos: el niño elegido por una oscura secta que se transforma en instrumento mortal de venganza en “No te serviré” y el cerrajero (en un requiebro autobiográfico poco disimulado) dispuesto a todo de “Perros atados” comparten el mismo destino, la derrota. Envueltos en una gramática de ciencia ficción autoconsciente (que se permite citar a John Carpenter o acudir a la imaginería pop andaluza sin sonrojo), esta dupla del dolor de Irra se aleja de las coordenadas del tebeo nacional contemporáneo y, sin embargo, se convierte en heredero legítimo de una tradición que pasó inevitablemente de Bruguera a Frank Miller. Y es que la invasión americana sucedió hace ya mucho.
Quien hubiera estado dispuesto a detener esa supuesta invasión de la patria hasta su último aliento era Millán Astray, el fundador de la Legión y el cadáver que diseccionan, con pulso y rigor, Jorge García (Salamanca, 1975) y Gustavo Rico (Barcelona, 1977), en “¡Muera la inteligencia!” (Norma Editorial). La pareja de artistas, que viene de explorar el espacio mítico en “Los dientes de la eternidad” (2016) y “Myrddin” (2020), ambas en Norma, se alía de nuevo para pisar tierra conocida, pero poco explorada en los tebeos, la España convulsa de la primera mitad del siglo XX. García es historiador de formación y eso se nota, pero también es un escritor que experimenta con los límites del ensayo. Sus tesis son claras y su exposición, didáctica y rigurosa, pero es en la forma donde su texto se alía con las imágenes que propone Rico para retorcer la memoria. Aquí no hay anecdotario (sobre Millán Astray se cuentan cientos de historias rocambolescas), la estructura de la puesta en página es de acero y el tono es forense, pero el dibujo de Rico, lleno de soluciones creativas para evitar la mera sucesión de imágenes, modula el texto de García y el cómic se aleja definitivamente del síndrome del libro de texto que tantas veces hemos visto en otras tantas biografías. Millán Astray es el catalizador de un repaso al desastre nacional, y también, de una advertencia, porque de aquellos polvos, siempre, estos lodos. Un artefacto único en su especie que se postula, para mí, a Premio Nacional del próximo año.
Todos los premios que pudiera le daría al último autor en pasarse por aquí hoy, Lorenzo Montatore (Madrid, 1983), pero esto son mis cosas. Trapisóndico cruce entre la tradición del cartoon americano y Carlos Arniches, dibujante total y escritor saleroso, nos trae un tebeo sobre los Talking Heads que en realidad va sobre sí mismo, “Si bailáis entenderéis mejor las letras” (ECC). A través de tres planos que confluyen entre sí (la memoria sentimental, la caricatura de golpetazo y tentetieso y el planeo sonoro e inevitablemente mudo sobre los Talking Heads), el madrileño compone un juego lleno de vitalidad, una invitación a dejar atrás la oscuridad (la adicción, la enfermedad) y bailar sin pararse a pensar mucho cómo hacerlo, aunque esté uno enchufado a un gotero. Da la sensación de que Montatore ha disfrutado como nunca con este trabajo, lleno de collages, imperfecciones, rotuladores gordos, manchas de tinta, salpicaduras, tramas y dos colores a machamartillo (negro y rojo) para poblar el espacio vacío. De postre, incluye la adaptación gráfica del mejor concierto jamás rodado, el espectacular “Stop making sense” (1984, Jonathan Demme).
Se acaba el año, pero lo que no se acaban son los tebeos. La lectora, el lector atento de este espacio que me ofrece CTXT sabe que esta es la cantinela habitual de esta casa, pero es que no acabo de comprender por qué aparecen unas 17.000 novedades cada mes en nuestras librerías si luego no se vende ni una quinta...
Autor >
Pablo Ríos
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