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Viñeta de Mortadelo y Filemón. La vuelta al mundo (2022). / Francisco Ibañez
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Rem Koolhaas es un señor calvo, delgado, con cara de mala leche y la estatura de un jugador de básquet que podría salir en la viñeta final de cualquier Mortadelo persiguiendo a nuestros dos agentes después que éstos le hayan derribado un edificio mientras dicen que no hay para tanto. Esa falta de sentido del humor le ha convertido en uno de los teóricos de la arquitectura más importantes del último tercio del siglo XX y de lo que va del XXI gracias a conceptos como el de ciudad genérica. Cualquier ciudad con un mínimo de antigüedad se caracteriza por unos hitos ubicados en un centro histórico rodeado, con suerte, por algún ensanche decimonónico que dará a la ciudad un ritmo característico de ventanas, materiales de fachada, anchuras de calle, aleros o balcones. En Barcelona este ensanche se llamará así, Ensanche, El Ensanche, pero en Madrid podría ser Argüelles o Chamberí, en Donostia Amara o Gros, en Valencia Russafa, etcétera. Cuando esto no existe aparece lo que podemos llamar tejido genérico: una especie de barrio proyectado con una lengua franca apta para todas las ciudades y ninguna, un tejido –unas calles, avenidas, plazas, parques– formado por las mismas casas con la misma obra vista, los mismos revocos sobre los mismos ladrillos, por los mismos balcones con bicicletas, plantas que no terminan de morirse y algún trasto que hace lustros que debería de haberse bajado al contenedor. En los bajos, los mismos supermercados de las mismas cadenas, las mismas tiendas de telefonía, los mismos bares. El ritmo suele quedar puntuado por la misma tipología de edificios públicos aislados, monofuncionales, proyectados por los mismos estudios de arquitectura.
Dibujar un Mortadelo se parece mucho a hacer arquitectura, a la artesanal que vemos cada día en la calle
Pertenezco a la generación que cuando supo que existía la CIA nos creímos que los americanos habían copiado el nombre a la TIA. Pasaron los años, me convertí en arquitecto, empecé a escribir y abandoné la crítica de arquitectura antes de saber que la ejercía porque ésta no se ocupaba de los paisajes cotidianos. Los arquitectos solemos presentar los edificios como objetos nuevos, aislados, sin entorno ni habitantes, sin edad gracias a un único juego de fotografías hecho cuando se marcharon los albañiles, unas fotografías que no envejecerán ni ubicarán el edificio –que los arquitectos solemos llamar proyecto–, porque estos aspectos no importan. Tampoco importa si en estos edificios hace demasiado frío o demasiado calor, ni cómo suenan, ni cómo huelen. Sólo son edificios, y se presentan como tales, obra siempre de los mismos arquitectos que a veces los construyen y a veces hacen de jurado en los mismos premios siempre idénticos e intercambiables, tan genéricos como las ciudades que los alojan.
Las mejores lecciones sobre arquitectura las he sacado de libros que no hablan de arquitectura. Los Mortadelos son unos libros de arquitectura extraordinarios. Dibujar un Mortadelo se parece mucho a hacer arquitectura, no la arquitectura exquisita que se enseña y se publica, sino la arquitectura artesanal que vemos cada día cuando salimos a la calle, la que nos rodea y forma nuestro paisaje cotidiano: arquitecturas pensadas y dibujadas a toda pastilla, variaciones sobre los mismos edificios mil veces vistos y probados y aceptados, igual que los tebeos: historietas reiterativas, cortadas por el mismo patrón, que contienen la misma historia que soporta los mismos quistes, unos chistes que, por alguna extraña razón, siempre hacen gracia. Que nos hacen reír por acumulación. Los Mortadelos son tan cotidianos como nuestro barrio.
Ilustración de Mortadelo y Filemón. El 35 aniversario (1993) en la ciudad de Nueva York. / Francisco Ibañez
Ibáñez, sin ser arquitecto, postula la ciudad genérica española, un lugar común que es casa para todos, y lo hace con la precisión de una teoría: las historietas suceden siempre en el mismo barrio con las mismas calles, los mismos solares vacíos separados por vallas con agujeros, las mismas aceras con socavones, los mismos revocos desconchados, las mismas ventanas cuadradas con persianes, las mismas fuentes de hierro forjado con grifos de latón. Estos paisajes empezarán siendo un reflejo de cualquier ciudad de su época. Con el paso de los años seguirán siendo eso, pero con aquel punto irónico, tierno y autoconsciente de un tebeo que ya forma parte de nuestra educación sentimental. Últimamente, estos mismos paisajes habían adquirido un cierto carácter de denuncia de las últimas reformas urbanas que, por bienintencionadas que fuesen, han gentrificado muchas calles y centros urbanos.
La ciudad genérica de Ibáñez no es ese organismo frío y aséptico, negativo y anodino que describe Koolhaas. Al contrario. Tiene alma. Tiene atmósfera. Bulle de vida. Hay ternura, sordidez, denuncia, ironía, humor y, a veces, una cierta amargura. Es una ciudad confortable como unas bambas viejas, como un jersey de aquellos que está tan dado que ha perdido su forma, pero te lo sigues poniendo porque abriga, es cómodo y ni te das cuenta que lo estás vistiendo.
La ciudad genérica de Ibáñez no es ese organismo negativo y anodino que describe Koolhaas. Al contrario. Tiene alma
Los Mortadelos están vivos porque Ibáñez te hace vivir lo que no se ve. Tras las ventanas se adivinan todo tipo de estampas sociales, en los bares hay borrachos residentes, en las oficinas, jefes jetas y empleados que se aburren. Sin continuidad espacial, porque Ibáñez trabaja viñeta a viñeta sin plano ni cuadro general que defina la ciudad, ha conseguido crear un universo. Ibáñez es el reverso de las revistas de arquitectura, donde sólo existe aquello que se ve, edificios, proyectos que, aun teniendo una localización precisa, aun teniendo continuidad espacial con su entorno, están solos y flotando en el espacio. Será precisamente por eso que las singularidades, los monumentos, tomarán tanta fuerza en estos tebeos: te sitúan la acción –las Torres Gemelas con avión estrellado, la Ciudad Prohibida, el aeropuerto de Berlín-Este, la Torre Eiffel–, y luego Nueva York, Beijing o París pasan a ser un barrio cualquiera, el lugar familiar que nos permitirá que los tebeos sigan siendo parte de la familia. Mortadelo es casa. Mortadelo es familia, vivas donde vivas: los cuadros sobre las paredes forradas con papel pintado, los sillones con tapetes bordaditos, las televisiones con antenas de cuernos, el gato del vecino, el perro que siempre ladra.
Las casas proyectadas llaves en mano, para entrar a vivir, siempre dan bastante repelús: artificiosas, escenográficas, estridentes, excesivas hasta en su minimalismo de revista. Proyectar un paisaje cotidiano, un paisaje que se lleve su propio pasado, un lugar familiar, es de lo más difícil que se pueda hacer. Ibáñez consiguió crear un verdadero lugar común, y encontró belleza en él. No tenemos que pensar en ello: sólo leer esos tebeos, y seguir riéndonos como siempre de los mismos chistes de siempre.
Rem Koolhaas es un señor calvo, delgado, con cara de mala leche y la estatura de un jugador de básquet que podría salir en la viñeta final de cualquier Mortadelo persiguiendo a nuestros dos agentes después que éstos le hayan derribado un edificio mientras dicen que no hay para tanto. Esa falta de sentido...
Autor >
Jaume Prat
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