LOS BUENOS TEBEOS (IV)
Tsuge, Pich, Schrauwen y un cocodrilo que la va a palmar
Un vistazo a los cómics que el lector de CTXT debe conocer para una ‘rentrée’ por la puerta grande, signifique lo que signifique eso
Pablo Ríos 19/10/2024
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En un mundo cada vez más compartimentado, bien colocadito para su correcto etiquetado con el objetivo de que los algoritmos no tengan problemas, el término rentrée viene de rechupete para disponer alegremente las novedades editoriales a lo ancho y largo de la prensa cultural. Pero, ay, lector, lectora, ya sabes que el lema de esta santa casa es “orgullosas de llegar tarde a las últimas noticias”, así que, en esta, tu sección de crítica tebeíl, le daremos un repaso a cuatro tebeos que llevan meses en las librerías y que, por supuesto, podrás seguir encontrando en las mismas si te apetece leerlos. Contra la tiranía de la rentrée, CTXTé (espero que no me editen este chiste).
Tadao Tsuge (Tokyo, 1941) es (y decimos “es” porque todavía se encuentra en activo), junto a su hermano Yoshiharu (Tokyo, 1937), uno de los grandes maestros del manga adulto, conocido como gekiga (si hablábamos antes de etiquetas, la verdad es que nadie le gusta más que a un japonés). En las páginas de Garo, una revista de vanguardia fundada en 1968 cuyo impacto resuena todavía hoy, Tsuge trazó un opresivo retrato del Japón de posguerra, el Japón de los vencidos. Melodía sentimental (Gallo Nero, traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés) recopila seis estampas de una sociedad herida a la que le cuesta curarse. Tsuge es un dibujante meticuloso, con especial gusto por los espacios y ambientes, que detalla con minuciosas tramas a plumilla. La lluvia, la noche y el viento subrayan la náusea física y mental de unos personajes que transitan por ciudades angustiosas, rotas, plagadas de pobreza y violencia. Tsuge sabe de lo que habla porque él estuvo allí. Durante los años 50, se ganó la vida trabajando en un banco de sangre, lugar al que acudía todo tipo de gente dispuesta a ganar algo de dinero. El primer cuento del volumen, Basurero, publicado originalmente en 1972, una memoria de su etapa en uno de estos establecimientos, es una obra maestra que no muestra ningún tipo de piedad, un retrato oscurísimo que Tsuge utiliza para ajustar cuentas con su pasado, su género y sus compatriotas, sin apenas resquicio para la esperanza.
Seguimos con la comedia ligera (ejem) y sin movernos de Japón, porque Este cocodrilo morirá en 100 días (Fandogamia, traducción de Guillermo Torres Moreno) da lo que promete: el protagonista, un anónimo cocodrilo antropomorfo, muere tras una cuenta regresiva en la que cada día de la misma corresponde a un capítulo del manga, escrito y dibujado por Yuuki Kikuchi (Tokyo, 1985). Ojo, que antes no bromeaba: Kikuchi compone una suerte de comedia de situación protagonizada por el cocodrilo y su cuadrilla, jóvenes que saltan entre trabajos precarios sin mucho futuro y disfrutan comiendo ramen instantáneo. El dibujo de Kikuchi es amable, de agradables colores planos, y sus personajes son simpáticos y llenos de carisma. La estructura es muy sencilla y la cotidianeidad de sus diálogos hace que la obra resulte cercana pese a estar ambientada en Japón y protagonizada por animales antropomorfos, pero deja caer carga tras carga de profundidad en la línea de flotación del tardocapitalismo con elegancia y acierto: desde la dificultad de la comunicación en una sociedad hipertecnificada al fracaso del modelo propuesto por el neoliberalismo, temas que concluyen en el eje central de la obra: la inevitabilidad de la muerte, que encima puede llegar cuando uno menos se lo espera y ha quedado con los colegas para darse un garbeo.
Precisamente esa es una de las actividades favoritas de la protagonista del siguiente cómic, Fungirl (Fandogamia, traducción de Marina Vidal), solo que sus garbeos son salpimentados con destrucción de propiedad privada, fracturas de huesos y profanación de sepulturas. Elizabeth Pich (1989), autora, junto a Jonathan Kuntz, del exitoso webcomic War and Peas, pisa el acelerador desde las primeras páginas, en la que nuestra protagonista no se percata de que está a punto de provocar un incendio en su casa porque se le ha ido el santo al cielo mientras se masturbaba y no ha vigilado su pizza en el horno. Fungirl comparte piso con una pareja de amigos que la soporta como buenamente puede, consigue trabajo en una funeraria y tiene infinidad de aventuras provocadas por su propia naturaleza de agente del caos. Emparentada tanto con Megg (la heroína de los cómics de Simon Hanselmann) como con Olive Oyl (la novia de Popeye), Fungirl, el personaje, es un ciclón desbocado de comedia física y humor negro (negrísimo), que cuestiona cualquier tipo de convención social, ya sea conservadora o progresista. Por su parte, Fungirl, la obra, es un ejemplo de un tipo de cómic que cada vez es más difícil de encontrar, el tebeo de carcajada pura, enajenado y sinvergüenza, de dibujo urgente y frenético (personajes sin rasgos faciales de expresividad cinética, paleta de color reducida al mínimo), que tal vez es penalizado por la búsqueda de un final que dote de sentido al descacharrante sinsentido al que hemos asistido durante doscientas y pico de páginas, lo que, en todo caso, es una mancha menor en el expediente del tebeo que más me ha hecho reír en varios años.
Y es que los finales, de verdad, son lo de menos. Y esto lo sabe el gran jefe del cómic de vanguardia contemporáneo, Olivier Schrauwen (1977, Brujas), gurú de la experimentación majareta (ver capítulos anteriores de Los buenos tebeos, en esta misma web), que publica en España su obra más ambiciosa hasta la fecha (algo que, en este caso, no se trata de un ardid publicitario, es la puritita verdad): Domingo flamenco (Fulgencio Pimentel, traducción de César Sánchez y Joana Carro), transcripción al papel del día que pasa un diseñador gráfico algo pijo y bastante mentecato mientras espera el regreso de su pareja y la celebración de su cumpleaños el día siguiente. La crítica ha querido emparentar la obra de Schrauwen con el Ulises de Joyce, en tanto relato con la unidad de tiempo circunscrita a un día, de voz polifónica y extenuante (aderezado por el consumo abusivo de alcohol); aunque yo la veo más cerca del A day in the lifede los Beatles, tanto por exuberancia de registros como por gozo sensorial, que los tebeos se miran, además de leerse.
De nuevo Schrauwen se basa en un supuesto miembro de su familia para armar el cómic, como hizo con su mítico antepasado Arsène en Arsène Schrauwen (Fulgencio Pimentel, 2017). Esta vez se trata de su primo Thibault, que le sugiere documentar de manera dibujada, según leemos al propio Schrauwen en el prólogo, uno de esos “días sin rumbo, llenos de procrastinación y aburrimiento” que tan familiares resultan al lector aburguesado y, digamos, de profesión liberal. Así que el belga se pone manos a la obra y nos ofrece en gloriosa risografía (técnica de impresión marca de la casa) el domingo de su primo, sus pensamientos, sus acciones, sus duchas, sus porros, sus cervezas, sus bailes y sus miserias. Pero también vemos las movidas de su novia perdida en sabe dios dónde mientras intenta volver a casa, cómo un colega de correrías y de un amor caducado intentan darle una sorpresa, la extraña ternura que despierta en su vecina y las aventuras de un ratón huidizo. ¿Traición al objetivo inicial o trampas necesarias para encajar el puzzle completo? Las dos cosas a la vez, claro, porque aquí nadie habló nunca de poner reglas. El resultado, una obra faraónica y un hito en la historia del cómic contemporáneo: nadie dibujó mejor nunca la manera en la que apagamos el cerebro mientras vemos una película idiota por la tele.
En un mundo cada vez más compartimentado, bien colocadito para su correcto etiquetado con el objetivo de que los algoritmos no tengan problemas, el término rentrée viene de rechupete para disponer alegremente las novedades editoriales a lo ancho y largo de la prensa cultural. Pero, ay, lector, lectora,...
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Pablo Ríos
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