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La realidad permanece, hoy más que nunca, oculta en lo que se nos muestra. Vivimos inmersos en un torrente de imágenes prefabricadas que brotan por todas partes, en todas direcciones, descontroladas, estridentes y parpadeantes, repitiendo mantras y lugares comunes, prometiéndonos pequeños placeres culpables e instantes fugaces de evasión. Algunas parecen singulares, desafiantes o novedosas, pero basta observarlas detenidamente para darse cuenta de que forman parte de una misma imagen, recortada en millones de pequeños fragmentos para impedirnos ver la totalidad de lo que representa: un ideal de sumisión. La estrategia de la cultura de masas consiste en mostrar para ocultar. Al saturar el régimen de lo visible, nos incapacita para imaginar otros mundos posibles.
Para quien sabe mirar, las ausencias emergen por todas partes: imágenes omitidas, censuradas, eliminadas o eclipsadas por otras más convenientes y fáciles de digerir. Se equivocan quienes afirman que la historia se repite como farsa: se repite como ausencia. Casi todo el cine contemporáneo que recibe premios en los grandes festivales y elogios de los críticos está al servicio de este modelo de dominación cultural. Más cercano a la publicidad que al pensamiento, sometido a las reglas de la industria y la mercadotecnia, participa del juego de la violencia, la denuncia superficial y la pornografía sentimental que nos invaden en las omnipresentes pantallas que nos rodean. Cientos de películas repiten incansablemente las mismas imágenes, las mismas ideas: el eterno retorno de una vieja canción. Un año más, al hacer balance del cine de 2024, me sorprende constatar la banalidad y uniformidad de las películas que más se repiten en las listas de medios culturales, críticos y cinéfilos.
¿Dónde están esas otras películas insumisas y valientes, comprometidas con los gestos humanos, más interesadas en los espacios de oscuridad que en las luces deslumbrantes del progreso? ¿Queda esperanza para los que creemos que el cine puede ser más que el culto anacrónico a los gestos de autor, las banales figuras consagradas, el ocaso del clasicismo o las ideas de belleza y justicia implantadas por cinéfilos de otra época? Por supuesto que sí. Muchos cineastas, armados con herramientas precarias, persisten en la tarea de revelar pequeñas parcelas de esperanza para quienes estén dispuestos a buscarlas.
Muchos cineastas persisten en la tarea de revelar pequeñas parcelas de esperanza
En 1965, se fundó en Beirut el Centro de Investigación Palestino con el propósito de recopilar, conservar y analizar materiales culturales relacionados con la historia de Palestina y sus luchas políticas. Durante los diecisiete años que estuvo en funcionamiento, este archivo se convirtió en uno de los más importantes del mundo sobre la cuestión palestina. No resulta sorprendente que, en la segunda invasión del Líbano en 1982, el ejército israelí lo identificara como un objetivo prioritario. Controlar la memoria de un pueblo, apropiarse de sus imágenes y sus palabras, es una estrategia eficaz para someterlo. El Centro fue asaltado, ocupado y saqueado; sus fondos trasladados a Tel Aviv, donde han permanecido desde entonces en manos de las FDI, salvo una pequeña parte devuelta como parte de un intercambio de prisioneros. Entre los materiales incautados había al menos 127 películas de ficción y documentales que testimoniaban la rica historia del cine palestino, muchas de las cuales hoy están fragmentadas o desaparecidas, condenadas a una obscena damnatio memoriae: el silenciamiento deliberado de un mundo a través de la destrucción de sus imágenes.
El cineasta Kamal Aljafari, conocido por su maestría en el uso del material de archivo en obras como Recollection (2015) o An Unusual Summer (2020), se embarca en A Fidai Film en una labor de arqueología especulativa para rescatar y recomponer los fragmentos supervivientes de esas películas saqueadas. Este singular ejercicio busca devolver la vida a un patrimonio cultural devastado, revirtiendo los daños y las ausencias provocadas por el expolio.
A pesar de trabajar con materiales frágiles y fragmentarios, muchos de ellos manipulados por investigadores israelíes, A Fidai Film rechaza tanto la nostalgia como el derrotismo, negándose a considerarlos como meros vestigios de un mundo irrecuperable. Lejos de las estrategias tradicionales del documental o el cine de ensayo, la película no pretende indagar en el origen ni la historia del conflicto palestino. En su lugar, invoca una memoria imaginaria, quizás soñada, que reinventa aquello que parece irrecuperable. Como un doctor Frankenstein que ensamblara y electrificara pedazos de cadáveres para darles nueva vida, Aljafari actúa sobre los fragmentos inertes, restituyendo su potencial expresivo mediante un montaje dialéctico. Aplica sobre ellos colores, rayados y sonidos: gestos electrizantes de sabotaje y reapropiación, liberándolos de su maldición histórica y reintroduciéndolos en el presente. Cada corte, cada superposición, es un acto de resistencia, una forma de imaginar futuros posibles a partir de un pasado violentamente fragmentado.
En la pantalla se suceden secuencias de orígenes dispersos, cuyo contexto nunca se revela con precisión, y que abarcan desde de la época del Imperio Otomano hasta las últimas décadas del siglo XX. Escenas costumbristas, trágicas, bélicas, publicitarias y de ficción se entrelazan de forma caótica, creando inesperados puntos de encuentro. La cronología es deliberadamente confusa, y la frágil narrativa se desplaza entre tiempos divergentes, esquivando cualquier lógica lineal. Sobre las imágenes se superponen los textos del poeta Ghassan Kanafani, que evocan significados lejanos y cargados de sugestión. En palabras del propio Aljafari: “El papel del artista o el cineasta es mostrar el fondo del océano, no describirlo”. El resultado de esta inmersión en el océano de la memoria es extenuante y desconcertante, pero de un ardor extraordinario. No solo se atreve a desdibujar los límites del cine de archivo, sino que también abre caminos apasionantes para el cine del futuro.
A Fidai Film comparte con otras propuestas clave del año la ambición de construir narrativas radicales a partir de imágenes suprimidas o eclipsadas por el poder. Películas como My Stolen Planet de Farahnaz Sharifi, Caja de resistencia de Concha Barquero y Alejandro Alvarado, Todo documento de civilización de Tatiana Mazú, o Soundtrack to a Coup d’Etat de Johan Grimonprez, destacan como ejemplos reveladores del poder del cine para resignificar el pasado y reactivar su potencial transformador.
Aunque sin alcanzar la explosiva brillantez de Aljafari, Farahnaz Sharifi utiliza en My Stolen Planet películas caseras de su infancia y otras adquiridas a través de amigos y desconocidos para explorar diferentes aspectos de la sociedad y la vida de las mujeres iraníes. Con estas imágenes de archivos privados, que combinan escenas cotidianas de aparente banalidad con testimonios de manifestaciones y asesinatos, construye un alegato contra las grandes narrativas monolíticas, reivindicando otra forma de cine hecho de pequeños gestos. Nacida en 1979, el año de la Revolución Iraní, la cineasta creció en un clima de represión creciente y falta de libertad, percibiendo cada vez con mayor nitidez la fractura entre el refugio íntimo de su hogar y el entorno opresivo del exterior. Dos planetas cada vez más distantes: el primero, gobernado por figuras amables, donde el baile y la risa eran posibles; y el segundo, controlado por el cruel orden social del régimen islámico. My Stolen Planet es una defensa de los pequeños espacios de rebeldía que los individuos son capaces de crear incluso en las circunstancias más adversas.
My Stolen Planet es una defensa de los pequeños espacios de rebeldía
También de imágenes mutiladas se compone Caja de resistencia, de Concha Barquero y Alejandro Alvarado, una película que rescata y reinterpreta los proyectos irrealizados del cineasta sevillano Fernando Ruiz Vergara, cuyo nombre ha quedado tristemente asociado a Rocío (1980), la primera película secuestrada judicialmente durante la democracia española tras la aprobación de la Constitución de 1978. Rocío denunciaba la represión franquista en el contexto de las festividades del Rocío y fue objeto de una querella por parte de los hijos de José María Reales Carrasco, exalcalde franquista de Almonte, a quien la película señalaba como responsable de una matanza de cien personas durante los primeros meses de la Guerra Civil. Ruiz Vergara y su guionista también fueron acusados de escarnio a la religión católica y ultraje público, aunque el verdadero trasfondo del caso parecía ser la intención de frenar el interés creciente en la sociedad española por investigar y divulgar los crímenes del franquismo. La sentencia, emitida por Luis Vivas Marzal, juez de conocidas inclinaciones franquistas, afirmaba que en la película “[…] aflora una inoportuna e infeliz recordación (sic) de episodios sucedidos después del 18 de julio de 1936, en los que se escarnece a uno de los bandos contendientes, olvidando que las guerras civiles, como lucha fratricida que son, dejan una estela o rastro sangriento (…) que es indispensable inhumar y olvidar si se quiere que las generaciones posteriores convivan de forma pacífica”.
La condena y los cortes de censura de Rocío, todavía vigentes en 2024, marcaron el final de la carrera de Ruiz Vergara, que nunca volvió a terminar una película, aunque lo intentó en varias ocasiones. A su muerte en 2011, dejó un archivo de guiones, diarios, apuntes y bocetos, que Barquero y Alvarado reabren en Caja de resistencia. Esta obra no es solo un homenaje a un cineasta injustamente olvidado, sino una réplica al “inhumar y olvidar” promovido por la sentencia judicial de Rocío, y una propuesta para escribir otra historia del cine español. El cine, incluso en su ausencia, es una poderosa herramienta histórica. La recreación imaginaria de los guiones irrealizados de Ruiz Vergara sirve de punto de encuentro entre el pasado, el presente y los futuros posibles que perdimos por el camino, y sirve para denunciar los refinados mecanismos de censura que persisten en la democracia actual, valiéndose de textos reveladores como las cartas de rechazo a las ayudas del Ministerio de Cultura que Ruiz Vergara solicitó para sus proyectos. Caja de resistencia plantea que algunas imágenes ausentes pueden hablar de nuestro mundo con más elocuencia que las presentes. Volver a ellas sin nostalgia, con los ojos bien abiertos, se convierte en un ejercicio de descubrimiento.
Todo documento de civilización consagra a la argentina Tatiana Mazú como una de las cineastas más audaces e indispensables del panorama contemporáneo. La película desafía las formas tradicionales del documental de denuncia para abordar la trágica desaparición de Luciano Arruga, un adolescente argentino de dieciséis años que, en 2009, fue detenido, torturado y asesinado por la policía bonaerense por negarse a participar en actividades delictivas bajo su coerción. Este caso se convirtió en un símbolo de la violencia institucional y la impunidad de las fuerzas del Estado.
Mazú emplea imágenes de baja resolución y estética precaria, reflejo de la fragilidad y marginalización de las situaciones que retrata, distanciándose deliberadamente de los códigos visuales del cine oficial, a menudo asociados a la transmisión de los relatos hegemónicos. Con gestos coléricos, cuestiona la complicidad de los medios de comunicación en la perpetuación de un sistema que oculta sus crímenes tras una fachada de imágenes pulidas y brillantes. Como dijo Walter Benjamin, “todo documento de civilización es, al mismo tiempo, documento de barbarie”, y Mazú adopta esta premisa para practicar un cine incivilizado, áspero y sucio, donde las imágenes parecen tambalearse al borde de la desaparición. Las tomas nocturnas de los suburbios de Buenos Aires, en su intento de capturar indicios de la figura inalcanzable de Luciano, están impregnadas de ruido digital. La pantalla se sumerge en una oscuridad total durante largos minutos mientras escuchamos el relato de su madre, un vacío visual que enfatiza la ausencia de respuestas en torno al caso. Este cine de sombras, que declara la guerra a la belleza, se erige como una forma de desobediencia tanto política como estética. Mazú nos invita a replantear nuestra relación con las imágenes que consumimos, desafiándonos a mirar más allá de lo visible y a enfrentarnos a la oscuridad como territorio de denuncia y transformación.
Dos películas radicalmente distintas, Soundtrack to a Coup d’Etat, del belga Johan Grimonprez, y Rising Up at Night (Tongo Saa), del congoleño Nelson Makengo, convergen en un poderoso diálogo sobre el legado de la opresión colonial en los países africanos. Soundtrack to a Coup d’Etat reconstruye la trama del asesinato de Patrice Lumumba en 1961, un crimen orquestado con la colaboración del gobierno belga, la administración de Eisenhower y las Naciones Unidas para garantizar el control sobre las vastas riquezas minerales del antiguo Congo belga, especialmente el uranio, esencial para la fabricación de bombas atómicas. Durante la Guerra Fría, el Congo se convirtió en un campo de maniobras geopolíticas donde las potencias occidentales y la ONU conspiraron para garantizar su dominio, culminando en un golpe de Estado que provocó en el país una de las mayores tragedias humanas del último siglo. En una ironía amarga, el Departamento de Defensa de Estados Unidos puso en marcha un plan llamado “La diplomacia del jazz”, una estrategia que consistió en enviar a músicos legendarios como Louis Armstrong, Benny Goodman o Duke Ellington al continente africano como “embajadores de jazz” para distraer a la opinión pública mientras se llevaban a cabo operaciones como las que acabarían con la vida de Lumumba.
Grimonprez toma esta anécdota como base para construir una monumental obra historiográfica a ritmo de jazz, en la que la música no es un mero acompañamiento, sino el cimiento narrativo de un frenético collage de imágenes fragmentadas, citas literarias, grabaciones de archivo y testimonios que golpean la pantalla al compás de solos de trompeta y riffs de batería. Este uso del material de archivo es deslumbrante: sirve tanto para desentrañar la historia y señalar a los culpables, como para inventar un modelo original de ensayo cinematográfico. La banda sonora se convierte en el motor emocional y rítmico de la película, evocando tanto el caos del colonialismo como las esperanzas frustradas de libertad del pueblo congoleño.
El eco de este doloroso análisis histórico resuena en Rising Up at Night (Tongo Saa), el carismático primer largometraje del joven cineasta Nelson Makengo. Sirviéndose de una atractiva puesta en escena que en ocasiones se acerca a las formas del videoclip, la película muestra las consecuencias de más de medio siglo de guerra y expolio en Kinshasa, la capital del Congo, una ciudad sumida en la oscuridad en vísperas de Navidad, cuando unas inundaciones dejan sin electricidad a sus 17 millones de habitantes. Como en Todo documento de civilización, la oscuridad es la verdadera protagonista de la película. A medida que la cámara de Makengo recorre a tientas la ciudad, la pantalla se sumerge progresivamente en las sombras, buscando breves destellos de belleza entre el caos y la ebriedad de sus habitantes. Los rostros y las calles de Kinshasa componen una peculiar sinfonía urbana contemporánea, donde el jazz del pasado cede el protagonismo a un techno oscuro y descorazonado. La ceguera a la que Tongo Saa nos somete es tanto física como metafórica: un símbolo del apagón mediático que perpetúa la invisibilización de los países africanos en el imaginario occidental, y de la falta de imágenes que producimos y recibimos de los países que todavía sufren formas veladas de colonialismo. Cuando al final de la película llega el día, los espectadores hemos perdido la fe en la luz que nos rodea.
Si hay una película de 2024 que lleva al límite el rechazo a las imágenes hermosas y luminosas que imperan en nuestra sociedad, es Aggro Dr1ft, de Harmony Korine. Un experimento paranoico construido con tecnologías que deforman, adulteran y transforman las imágenes en algo monstruoso, con el propósito de afirmar la muerte de cualquier credibilidad en el poder del cine para decir la verdad. La epopeya de venganza y redención que describe la película es tan disparatada e inaceptable como sus imágenes, pero en esa distorsión, en ese abandono de las formas tradicionales, se vislumbra también una posibilidad: la de un cine que no busca reafirmar lo conocido, sino romper nuestras certezas, abrir nuevos caminos y encender una chispa de rebeldía, alineándose con las estrategias de reapropiación radical de A Fidai Film, la intimidad insurrecta de My Stolen Planet, el poderoso cine imaginario de Caja de resistencia, la incivilización de Todo documento de civilización, la explosión rítmica de Soundtrack to a Coup d’Etat y la oscuridad reveladora de Tongo Saa. Todas ellas son películas que nos enseñan que el cine es mucho más que un medio para contar historias: una herramienta esencial para desafiar las narrativas hegemónicas y devolver a las imágenes su capacidad de revelar nuevas dimensiones del pensamiento.
La industria cultural, en su afán por generar contenido incesante y lucrativo, se esfuerza por oscurecer aquellas parcelas de la realidad que nos invitan a creer que existe una escapatoria del modelo socioeconómico dominante. En su lugar, nos ofrecen otras que nos vuelven prisioneros del presente: inmediatas, homogéneas y manipuladas, diseñadas para distraer, agitar y, en última instancia, hacernos sentir impotentes como medio para perpetuar estructuras de poder. Ahora que podemos valorar las consecuencias de un cuarto de siglo de inmersión en el mundo digital, resulta evidente que, a medida que el número de imágenes aumenta, nos sumergimos en una profunda crisis de representación, que alimenta nuestra desconfianza en el mundo que nos rodea. Nos convertimos en individuos cínicos y descreídos, de pensamientos cada vez más solitarios, apenas equipados con el triste consuelo de la ironía.
Está en nuestras manos, como creadores y espectadores, reclamar otras maneras de mirar que nos han sido negadas y sustraídas, rechazar las falsas promesas de evasión y denuncia de un cine domesticado y apostar por un arte que encienda una cerilla en la noche del pensamiento. Un cine que explore las ausencias, que rompa el pérfido encantamiento de la cultura de masas, que inspire gestos de rebeldía que, aunque puedan parecernos insuficientes, salvaguarden nuestra dignidad durante el naufragio de lo real del que sin duda estamos siendo testigos. Un cine salvaje, que reincida en el pecado de la esperanza y camine por la calle de la subversión, luminosa como un sueño oscuro.
La realidad permanece, hoy más que nunca, oculta en lo que se nos muestra. Vivimos inmersos en un torrente de imágenes prefabricadas que brotan por todas partes, en todas direcciones, descontroladas, estridentes y parpadeantes, repitiendo mantras y lugares comunes, prometiéndonos pequeños placeres culpables e...
Autor >
Vicente Monroy
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