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Con respecto a las inundaciones, hay tres preguntas esenciales: 1ª) ¿Hay peligro de lluvias torrenciales?; 2ª) Si hay lluvias muy intensas, ¿cuántas personas y bienes materiales estamos expuestos a sus consecuencias?; 3ª) ¿Estamos preparados, de forma que personas y bienes expuestos sean menos vulnerables? El riesgo de inundaciones depende de la respuesta a estas tres preguntas. Veamos.
Respecto a la primera pregunta, los climas de la península –especialmente el Mediterráneo, pero no solo– se caracterizan por situaciones extremas, pero ahora las situaciones de dana y lluvias torrenciales están aumentando de forma drástica por el cambio climático. Según el WWA (World Weather Attribution), las lluvias torrenciales son ya el doble de frecuentes y un 12% más intensas respecto a un clima preindustrial. Así que el peligro ya ha aumentado y lo seguirá haciendo en el futuro. Si se recalculan las zonas inundables con periodos de retorno de 100 o 500 años acordes con los resultados de las proyecciones climáticas, sería necesario declarar nuevas zonas de riesgo significativo de inundación, tal y como reconoce la última Evaluación Preliminar del Riesgo de Inundaciones de las demarcaciones hidrográficas. Pero, además, cabe cuestionar la validez del propio concepto de periodo de retorno, porque el clima del pasado ya no es una guía segura para entender el clima del futuro.
En cuanto a la segunda pregunta, pese a las abundantes normativas y planes frente a inundaciones, no se ha atajado la ocupación creciente de las zonas inundables, de forma que según la Cartografía Oficial de Zonas Inundables varios millones de personas viven en zonas de riesgo. A ello se une que la urbanización desbocada del territorio aumenta las superficies impermeables, por lo que a igualdad de precipitación el caudal de avenida es cada vez mayor y afecta a nuevos espacios. Además, carreteras, taludes del AVE y otras infraestructuras lineales cortan y desorganizan la red natural de drenaje, llevando grandes caudales de agua a zonas que hasta entonces no sufrían grandes problemas de inundaciones. También hay que sumar la intensificación de los espacios agrícolas, donde se ha maximizado la rentabilidad a costa, entre otros factores, de eliminar las prácticas de retención de agua y de suelo, por lo que tales espacios agroindustriales exportan mucha más agua y sedimentos. Finalmente, en ocasiones, las propias obras de defensa frente a avenidas han agravado los daños, al ofrecer una falsa sensación de seguridad que favorece la ocupación de zonas inundables y también porque encauzamientos y motas estrechan el cauce y aumentan la altura y velocidad del agua, agravando los daños aguas abajo. El resultado es que no sólo no hemos reducido sino que hemos aumentado, y mucho, las personas y bienes materiales expuestos a inundaciones. Además, la reconstrucción tras la fase de emergencia no se aprovecha para, al menos, facilitar el traslado de las viviendas y equipamientos públicos situadas en riesgo muy alto hacia zonas más seguras.
Según el WWA (World Weather Attribution), las lluvias torrenciales son ya el doble de frecuentes y un 12% más intensas respecto a un clima preindustrial
Dada esa mayor exposición frente al peligro de lluvias torrenciales, ¿estamos al menos mejor preparados y somos por tanto menos vulnerables? Pues tampoco. En primer lugar los sistemas de alerta a la población y las actuaciones en emergencia por inundaciones se han quedado obsoletos frente a la realidad del cambio climático y la compleja ocupación actual del territorio, así que urge su actualización en todos los ámbitos, del autonómico al municipal. Tiene una importancia crítica mejorar los sistemas de alerta a la población, establecer medidas obligatorias claras y vinculantes para todos los sectores, incluidas empresas y población general, según el nivel de alerta o emergencia, así como introducir más elementos de redundancia, una propiedad básica para garantizar la robustez de cualquier sistema de seguridad de forma que, aunque algunos de los componentes fallen, el resto sea capaz de funcionar y generar la respuesta necesaria. En segundo lugar, la capacitación social frente al riesgo de inundaciones –con valiosas excepciones– brilla por su ausencia. Pondré tres ejemplos de lo que supone esta falta de capacitación social: muchas personas compran una vivienda sin ser conscientes de que se ubica en zonas inundables o minimizan dicho riesgo; se mantiene la errónea percepción de que un coche es un habitáculo que aporta seguridad cuando en realidad es una máquina que te puede dejar atrapado y que, además, flota y son muchas las personas que frente a una alerta naranja e incluso una alerta roja pretenden seguir con sus rutinas diarias. Con sistemas de alerta y actuaciones en emergencia que no están a la altura de la gravedad de los riesgos y con una casi nula capacitación social frente a los mismos, es evidente que no estamos preparados ni hemos reducido la vulnerabilidad frente a las inundaciones.
En resumen, tenemos un mayor peligro de inundaciones por el cambio climático, peligro además sujeto a incertidumbres crecientes; hemos aumentado nuestra exposición a dicho peligro al permitir la ocupación y desorganización del territorio para primar beneficios privados por encima del interés público y, finalmente, no hemos intervenido para reducir la vulnerabilidad de quienes viven en territorios de riesgo. A nadie le puede extrañar que los daños por las inundaciones se estén agravando. Y lo harán aún más.
Se mantiene la percepción de que un coche es un habitáculo que aporta seguridad, pero es una máquina que te puede dejar atrapado
Conviene recordar que la visión convencional de defensa frente a avenidas que se viene aplicando difiere de la gestión tradicional realizada durante siglos, especialmente en zonas mediterráneas donde, sabiamente, las poblaciones se situaban en zonas altas y se respetaban las llanuras de inundación, conscientes de su conexión hidrológica con el río. Es sobre todo desde los inicios del siglo XX cuando la noción de que las avenidas son un fenómeno natural al que adaptarse es sustituida por la idea, tan arrogante como falsa, de que las inundaciones son una imperfección de la naturaleza y que se pueden eliminar de forma definitiva con infraestructuras hidráulicas y obras de defensa. Más de un siglo después, esa promesa sigue incumplida. Si hasta ahora no hemos conseguido acabar con las inundaciones, ¿por qué pensamos que aplicando las mismas soluciones vamos a resolver los problemas futuros? Es evidente que necesitamos un cambio de enfoque, que pasa por cuatro ejes:
a) De la “defensa ante las avenidas” centrada en ejecutar obras a “gestionar el riesgo”. Las lluvias torrenciales constituyen fenómenos básicamente naturales, aunque ahora se han agravado por el cambio climático. No es posible impedir las avenidas (objetivo abocado al fracaso), pero sí mitigar los daños por inundaciones. Se trata de un cambio de visión todavía pendiente entre la población y en los ámbitos técnicos. Reducir los daños por inundaciones requiere no sólo ni principalmente realizar obras, sino sobre todo tareas de planificación, de ordenación territorial, de mejora de la gestión de las emergencias, de capacitación social frente a los riesgos, de evaluación, vigilancia e inspección. Estas medidas, absolutamente esenciales y coste-efectivas, son las que se han de priorizar en la asignación de recursos económicos y medios humanos, como parte de un nuevo paradigma en el que ya no se trata tanto de ejecutar inversiones sino de gestionar más –y mejor– desde criterios de interés público.
No se trata de expulsar las aguas lo más rápido posible sino de de que todo el territorio contribuya a retener cuanta más agua mejor
b) De “evacuar y concentrar” a “retener y disipar”. No se trata de expulsar las aguas lo más rápido posible sino de lo contrario: de que todo el territorio contribuya a retener cuanta más agua mejor, a pequeña escala y de la forma espacialmente más distribuida posible. Se trata de conseguir un metabolismo “celular” de los flujos hídricos y de la inundabilidad, reduciendo las escorrentías, evitando que se sumen, reteniendo volúmenes de agua en cada punto del territorio y reduciendo el volumen y la velocidad de la avenida aguas abajo. Entre las medidas a aplicar se incluyen soluciones basadas en la naturaleza y recuperar parte de la conexión perdida entre los ríos y sus llanuras de inundación. Existen soluciones basadas en la naturaleza bien conocidas, algunas ancestrales y otras innovadoras, que mejoran la retención de agua en los espacios agrarios (prácticas de conservación del agua y del suelo), urbanos (sistemas urbanos de drenaje sostenible), forestales (restauración de la vegetación natural) y fluviales (recuperación de la vegetación de ribera y del territorio fluvial, devolviendo a los ríos parte del espacio que les hemos quitado). Respecto a reconectar los ríos con parte de sus espacios de inundación, implica identificar áreas de desbordamiento blando donde los daños sean menores, como zonas agrícolas, con el fin de proteger a las poblaciones situadas aguas abajo. Para ello es necesario eliminar o modificar en determinados puntos algunas de las infraestructuras existentes, como encauzamientos o motas, para permitir dicho desbordamiento blando.
c) De una gestión invertebrada del territorio a la corresponsabilidad entre los territorios y poblaciones situados aguas arriba y aguas abajo. La asimetría en la distribución del riesgo es una consecuencia negativa asociada a muchas infraestructuras frente a inundaciones. Por ejemplo, el Plan de Defensa frente a Avenidas de la cuenca del Segura evitó que se inundara la ciudad de Murcia durante la dana de 2019, a costa de agravar los daños en las poblaciones situadas en la Vega Baja, lo que desde el punto de vista de la equidad social es inaceptable. Una gestión del riesgo espacialmente distribuida y centrada en retener en lugar de evacuar está mucho más alineada con el criterio de equidad social en cuanto a la distribución de los daños por inundaciones, evitando que unas zonas se libren a costa de agravar los daños en otras.
Las medidas frente a inundaciones deben considerar la equidad social
d) De medidas que no consideran la distribución social de los costes por las inundaciones a una gestión desde el interés público. Las medidas frente a inundaciones deben considerar la equidad social y la distribución social de los costes. Por ejemplo, los daños que puedan afectar a los cultivos en las zonas agrícolas que funcionen como espacios de desbordamiento blando para evitar o reducir daños mucho más graves en las poblaciones situadas aguas abajo, han de ser objeto de compensación con un modelo que combine sistemas de aseguramiento y presupuestos públicos. De igual manera, las ayudas públicas para facilitar el traslado de viviendas situadas en zonas de riesgo muy alto hacia zonas seguras deben asignarse con criterios sociales, concentrando las mismas en las personas y sectores poblacionales económicamente más vulnerables.
Una última reflexión. Necesitamos una relación distinta con la naturaleza y con los fenómenos extremos. Una relación menos soberbia, en la que sustituyamos el mito del control por la estrategia más modesta pero también más eficaz de la adaptación. Y necesitamos también repensar nuestra relación con la incertidumbre, que no es un cuerpo extraño a eliminar sino una propiedad de la realidad que nos rodea, y sobre todo del futuro que vamos a vivir. Esto tiene implicaciones en la gestión del riesgo: si la magnitud del peligro no se puede cuantificar con cierta garantía por las elevadas incertidumbres y además las consecuencias del riesgo son devastadoras, sólo queda una opción: una aplicación fuerte del principio de precaución.
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Julia Martínez Fernández es doctora en Biología y directora técnica de la Fundación Nueva Cultura del Agua.
Con respecto a las inundaciones, hay tres preguntas esenciales: 1ª) ¿Hay peligro de lluvias torrenciales?; 2ª) Si hay lluvias muy intensas, ¿cuántas personas y bienes materiales estamos expuestos a sus consecuencias?; 3ª) ¿Estamos preparados, de forma que personas y bienes expuestos sean menos vulnerables? El...
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Julia Martínez Fernández
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