SEMILLAS DEL ODIO, 1
¿Quién se acuerda del odio de clase?
La disolución de la conciencia de clase no implica necesariamente la de los antagonismos que la sustentaban
Ignacio Echevarría 2/01/2025
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El pasado 5 de diciembre la compañía de seguros estadounidense Anthem Blue Cross Blue Shield optó por frenar su anunciado plan de limitar la cobertura de la anestesia utilizada en cirugías y procedimientos. La oleada de críticas de un importante grupo profesional de anestesiólogos habría sido, al parecer, la razón de esta marcha atrás de una “medida sin precedentes”, calificada por los expertos de “atroz y desinformada”. Los representantes de Anthem Blue Cross Blue Shield trataron de dar la vuelta a la tortilla: “Ha habido una importante desinformación generalizada sobre una actualización de nuestra política de anestesia. Como resultado, hemos decidido no seguir adelante con este cambio de política”, manifestaron en un comunicado. El comunicado se emitió el mismo día en que corría como la pólvora la noticia de que Brian Robert Thompson, un alto ejecutivo de UnitedHealthcare –otra empresa estadounidense de seguros de salud–, había sido asesinado en Nueva York momentos antes de asistir a una reunión anual de inversores de la empresa. Fue a las 6:45 de la mañana del 4 de diciembre de 2024.
Desde su incorporación a UnitedHealth Group, el mandato de Thompson como director ejecutivo estuvo marcado por altas tasas de denegaciones de atención médica. UnitedHealthcare asignó a Thompson la tarea de liderar el crecimiento global de la empresa. Su compensación total fue de 9,6 millones de dólares en 2021, 9,8 millones en 2022 y 10,2 millones en 2023. Bajo su liderazgo, las ganancias de UHC aumentaron de 12.000 millones de dólares en 2021 a 16.000 millones en 2023. En 2021, el año de su incorporación, la Asociación Estadounidense de Hospitales criticó a Thompson por planear denegar el pago del seguro por visitas no críticas a las salas de urgencia de los hospitales. En el momento de la muerte de Thompson, la compañía era –sigue siendo– la aseguradora de salud más grande de los Estados Unidos.
No es tan extraño, a la luz de estos datos, que la muerte de Thompson fuera celebrada por algunos. Tiene razón Sergio del Molino: “No hace falta mucho para desafiar las convicciones pacifistas de millones de personas que jamás empuñarían un arma, pero ven justicias poéticas en que disparen otros”. En efecto: no hace falta mucho. Si bien cabe añadir que Thompson hizo bastante.
El asesinato del directivo ha destapado un generalizado resentimiento cuyas proporciones nadie había calculado
El caso es que algunos medios se apresuraron a vincular la mencionada marcha atrás de Anthem Blue Cross Blue Shield en su plan de frenar las coberturas de anestesia con la inesperada reacción popular ante la noticia del asesinato del pobre Thompson. Millones de ciudadanos parecían sentirse satisfechos con su muerte. Tanto es así que varias empresas aseguradoras han comenzado a tomar medidas para proteger a sus empleados, entre ellas la de eliminar los perfiles de sus ejecutivos en sus páginas web. El asesinato del directivo ha destapado un generalizado resentimiento cuyas proporciones nadie había calculado. No ha dejado de hablarse a este propósito de una “ola de odio”. Por si fuera poco, las dimensiones de esta supuesta ola no han dejado de crecer desde que fuera detenido, como principal sospechoso del crimen, Luigi Mangione, un joven de 26 años de edad y de familia acomodada que, entre otras razones, habría actuado, se presume, movido por un afán justiciero contra las políticas cicateras de las compañías de salud. La suya habría sido una forma algo bestia de llamar la atención sobre datos como el de que, cada año, cerca de 68.000 estadounidenses fallezcan innecesariamente “para que ejecutivos como Brian Thompson puedan convertirse en multimillonarios”.
La prensa internacional se ha cebado con todo tipo de noticias relativas a las reacciones y fenómenos desatados por el asesinato de Thompson y la detención de Mangione, convertido entretanto en un héroe casi legendario, una especie de moderno Robin Hood. Numerosos titulares han dado cuenta de cómo el pasado día 12 de diciembre se veían en las calles de Nueva York carteles con las caras de directivos de aseguradoras sanitarias debajo de la palabra WANTED. También del éxito masivo de la venta por internet de pegatinas y camisetas conmemorativas del asesinato, primero, y con el retrato de Luigi Mangione después.
Todo esto se ha vinculado a las tantas veces denunciadas tendencias hostigadoras de las redes, a las nubes de haters insaciables que navegan a todas horas por ellas, a los discursos del odio que no dejan de fomentar. Y por supuesto que cabe establecer la relación entre una cosa y la otra. Pese a lo cual no está de más reconsiderar en este marco una noción acuñada antes de que existieran las redes, antes también de que existiera siquiera Internet. Me refiero a lo que se entiende por odio de clase o, más ampliamente, odio entre clases.
–Ah, pero… ¿existe tal cosa?
Uno de los grandes logros del capitalismo ha consistido en diluir la conciencia de clase. Y junto a ella, el concepto de “lucha de clases”, que apenas ya nadie emplea con comodidad. Es este un concepto que la ideología burguesa se apresuró a desactivar vinculándolo, precisamente, al odio, que parece segregarse casi inevitablemente del término lucha. La lucha de clases implicaba el odio entre clases, y el odio entre clases no podía darse en otro sentido que en el que iba de la clase supuestamente oprimida a la dominadora. Pues, ¿por qué iba a sentir odio la clase dominadora, imbuida como estaba de valores cristianos y disfrutando con impunidad de los merecidos privilegios y beneficios que le aportaba el ser la impulsora del progreso de la humanidad?
El odio era asunto del sector más ingrato y resentido de la clase trabajadora
La burguesía podía ser odiosa, pero el odio corría a cuenta del proletariado. Y ni siquiera del proletariado en su conjunto: el odio era asunto del sector más ingrato y resentido de la clase trabajadora, un sentimiento alentado por ideas subversivas, diabólicas, que atentaban contra la armonía social.
Viene a cuento exhumar, a este respecto, un viejo artículo del anarquista italiano Errico Malatesta titulado precisamente así: “¿Lucha de clase u odio entre clases?” (1923). En él, Malatesta recuerda cómo protestó indignado ante los jueces de Milán contra la acusación que se le había hecho de haber incitado al odio, cuando él simplemente había procurado demostrar “que los males sociales no dependen de la maldad de éste o aquel patrón, de éste o aquel gobernante, sino de la misma institución del patronato y del gobierno, y que, por lo tanto, no se pueden remediar los males cambiando las personas de los dominadores, sino que es necesario abatir el principio mismo de la dominación del hombre por el hombre”.
Volveré otro día al alegato de Malatesta. De momento, prefiero insistir en esa identificación casi automática de la lucha de clases con el odio entre clases.
Si se pudiera hablar de un subconsciente de clase, cabría decir que la burguesía triunfante guardaba en el suyo el recuerdo del Terror, de los desmanes de la Revolución francesa, la gran revuelta con la que ella misma derrotó al Antiguo Régimen. Dos siglos y medio después, ¿no sigue siendo la guillotina el icono más representativo del odio de clase? ¿Y no fue ella el brazo ejecutor de un odio amasado durante siglos, que llegado el momento se desbordó? Haciendo escuela de su propia experiencia, la burguesía sabía bien que el odio es una herramienta temible, capaz –como querían tantos agitadores– de articular la rabia, el descontento, y poner en riesgo el orden constituido. Lo sabía en la medida en que el odio había articulado su propia conciencia de clase, y permanecía agazapado por debajo de sus piadosas exhibiciones, siempre velando por sus intereses.
En Retrato del artista en 1956, de Jaime Gil de Biedma, se encuentra un ilustrador pasaje de esto último. Está escrito al hilo de la noticia de que en esos días –septiembre de 1956– iban a ser repatriados a España un buen número de exiliados en la URSS, un contingente constituido en su mayor parte por ya crecidos “niños de la guerra”, hijos de militantes comunistas que fueron enviados a Moscú durante la Guerra Civil. Algunos sectores de la población española no vieron con buenos ojos el regreso de estos exiliados, que consideraban peligrosos, y criticaron la “generosidad” de Franco, que quiso convertir ese retorno en una maniobra propagandística del talante abierto y bondadoso del régimen. La familia de Jaime Gil se sumó a esas críticas. Lo que dio lugar al siguiente comentario por parte de éste:
“Cómo me sorprende siempre, en el trato con la alta burguesía –tan bien educada, tan bien provista de amables sentimientos y, en el caso de mi familia, tan simpática–, cuando un tópico que yo consideraba trivial de pronto les eriza, igual que si se hubiera disparado un timbre de alarma. Entonces revelan un egoísmo feroz y absolutamente sin resquicios, como un imperativo de la especie, un egoísmo que inhibe en ellos cualquier posible impulso de simpatía humana. La exhibición es escalofriante”.
Negándose a sí misma que ella, en cuanto clase, participara de ese sentimiento, la burguesía se empeñó siempre en sofocar el odio social a fuerza de reducirlo a una categoría moral. El odio de clase era odio, sin más. Algo nocivo que siempre hay que condenar y reprimir de manera contundente.
Pero el odio no deja de ser la manifestación más extrema del antagonismo consustancial a toda conciencia de identidad. En la medida en que la conciencia de clase no deja de ser una marca de identidad, el antagonismo de clase (da igual ahora qué clase) va implícito en ella. Si esta conciencia se ha desdibujado, debemos preguntarnos qué ha sido del antagonismo que la inspiraba y la sustentaba. ¿Cabe pensar en una especie de “victoria moral” de la sociedad, conforme a la cual la ciudadanía se habría hecho más virtuosa, menos propensa a sentimientos negativos como el odio? No da esa impresión, a la vista de cómo marchan las cosas. Mucho más probable es que ese desdibujamiento se haya producido a consecuencia del desplazamiento –o el relegamiento más bien– del antagonismo de clase en favor de otros, por ejemplo los que alimentan la conciencia de identidad nacional, racial o de género.
La conciencia nacional, o de raza, o de género se han vuelto mucho más sólidas que la de trabajador
Ya nadie se toma en serio conceptos como el de burguesía o proletariado, entre otras razones porque nadie se reconoce a sí mismo como burgués o proletario. El señuelo de la movilidad social reduce la conciencia de clase a una posición supuestamente provisional dentro de una pirámide por la que cabe ascender o descender conforme a los méritos de cada uno. Al descartarse todo determinismo acerca de la posición ocupada, el antagonismo pierde fuerza. Pues el antagonismo se nutre, en buena medida, de un sentimiento de inevitabilidad de la propia condición. Y a este respecto la conciencia nacional, o de raza, o de género se han vuelto mucho más sólidas que la de trabajador, ya no digamos la de trabajador malpagado o en paro. Lejos de atribuir su situación a una falla estructural de la sociedad, este trabajador se ha vuelto más proclive a achacarla a la invasión de inmigrantes o a la rapacidad de la clase política (la única franja social que en la actualidad es percibida como clase o “casta”, muy por encima incluso que las imprecisamente llamadas clases “alta” y “baja”).
En cualquier caso, que la conciencia de clase haya dejado de ser una marca de identidad para el común de la ciudadanía implica que esta identidad se construye a partir de otros antagonismos. Y el capitalismo tiene buen cuidado en incentivar los antagonismos que no ponen en cuestión su orden económico. Su éxito en esta tarea viene siendo espectacular, sin duda. Pero no cabe pretender que la fuerza identitaria del antagonismo se haya diluido. Queda más o menos atomizada en toda clase de discursos del odio que encuentran su cauce en las redes y los medios de comunicación. Lo decisivo es que muy pocos de estos discursos ponen en peligro el sistema dentro del cual se generan y circulan. El único capaz de alarmar a este sistema sería –sigue siendo– el que apunta a sus élites en razón de lo que las consolida como tales: el abuso de sus mecanismos de explotación. Y esto es lo que ha venido a ocurrir con el sistema de atención médica estadounidense. Ejecutivos como Thompson no han cesado de tensar la cuerda con que elevan los beneficios de sus empresas y se ha dejado oír un crujido de rabia y de resentimiento agazapados que ha sorprendido a sus responsables, demasiado acostumbrados a una silente impunidad. Por supuesto que no hay motivos para sospechar un rebrote del viejo “odio de clase”. Pero no se trata tampoco de una de tantas “oleadas” de la red y de sus haters. Oído atento a una situación muy generalizada de descontento que, de seguir alimentándose, podría propiciar estallidos indeseados y, más preocupantemente para algunos, argumentos con que articular ese descontento y poner en apuros a las incontroladas estrategias con que las grandes compañías –ahora de seguros, otro día pueden ser las farmacéuticas o financieras– no cesan de engrosar sus beneficios incalculables.
El pasado 5 de diciembre la compañía de seguros estadounidense Anthem Blue Cross Blue Shield optó por frenar su anunciado plan de limitar la cobertura de la anestesia utilizada en...
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Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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