OBITUARIO
Sotil y la infancia
Le recuerdo, luminoso, sonriendo, en el partido del 0-5 contra el Madrid, aquella Batalla del Ebro que acabó como debía: riéndonos de los malos
Guillem Martínez 1/01/2025
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En mi memoria Sotil fue el primero. El primer fichaje de 1973, el antecedente del de Cruyff. Costó casi 14 millones de pesetas –83.000€; nada; y mucho, si pensamos que un Seat 600, en aquel año, el último en el que se fabricó, costaba 80.000 pesetas / 400€; Cruyff, agárrense, costó menos de 400.000€–. La noticia nos la dio un profe que, como todos, era del Madrid. Aquel facha, gran lector del Marca y de la obra completa de Marcial Lafuente Estefanía, poseedor de un fuerte y sorprendente golpe de derecha, vino a clase indignado, tiró el Marca sobre la mesa y nos explicó a nosotros, apenas unos exlactantes, que el Barça había roto todos los contratos sociales al gastarse lo que no estaba escrito en un jugador. Extranjero. Dijo el palabro extranjero con luces de neón. En aquel momento, nosotros, la culerada pasiva –éramos del Barça como en Irlanda eras del IRA; por herencia, por incapacidad para ser otra cosa, por experiencia compartida de domingos de derrota, que se prolongaban más allá de una década; es decir, desde mucho antes de que hubiéramos nacido, tal vez siglos–, dimos el salto, como todo el mundo en aquel mundo, hacia la nueva cosmovisión del Barça, que en breve, en unos meses, crearían un grupo de jugadores extraordinariamente técnicos y virgueros, liderados por Cruyff y por su pareja artística, Sotil. Era el Barça como algo sexy, gamberro, insultante, divertido, limpio, izquierdista, alejado de la inmundicia, de la furia española, del olor a calcetines a cuadros y anís. Era un Barça que, los niños no lo sabíamos, estaba aprovechando una reforma legal en el Franquismo que permitía que los gerentes de los clubes, si así lo deseaban, no fueran del Movimiento. Lo que llevó a Armand Carabén a ese cargo –un cargo netamente político–, lo que supuso, a su vez, la catalanización del club –y, en breve, su profunda neerlandización, su apuesta por el fútbol total, que de alguna manera aún dura–. Pero también todo ello supuso la democratización del Barça y, con ella, la renovación de la grada y de las ganas, de la mirada ante el juego, ante el deporte mismo, ante su hecho social. Y el consecuente y constante enfrentamiento con la Federación –el Barça, sin más ayuda que sus manitas, se cargó en un plis-plas la mafia de los oriundos, un sistema franquista/corrupto que permitía, a la vez que lo evitaba, el fichaje de extranjeros–. Y el aumento de la fricción con, claro, el Real Madrid, un club anecdótico antes de 1939 y que, por ello mismo, dibujaba una época, que empezaba a ser geológica. Cuando despertamos, así, al barcelonismo, descubrimos que en clase había un perico –César, mi gran amigo–. Y descubrimos también el placer de dibujar a nuestros héroes. Tanto Sotil como Cruyff –rostros angulosos fabricados, se diría, con un hacha– eran fáciles de dibujar. Si no te salían, siempre podías copiar las caricaturas que Gin y Killian –mil años después trabajaría con ambos; me lo hubieran dicho entonces y me pinchan y no hubiera salido sangre– dibujaban para Barrabàs, una revista deportiva luminosa, alejada del tufo a calzoncillo del fútbol, en la que se publicó, en 1974, por fin, el póster del Barça campeón de liga, una Capilla Sixtina de la caricatura, en las antípodas de la estética castrense, tan futbolística aún hoy, y firmado por Gin. Ese póster lo vi en los bares y talleres hasta el siglo XXI. Era magnífico. Arte. Barrabás, por cierto, me lo explicó Killian en estos términos: “Éramos tan felices en El Papus” –primera revista de humor abiertamente no franquista; lo que les costó una bomba y una vida; ahí curró, por cierto, Montalbán, renovador de la cosmovisión culé–, “que nos inventamos Barrabàs para vernos los domingos”.
Sotil entraba en él área con un cuchillo en la boca, defendiendo el espacio, creándolo
Era imposible no amar a Sotil. Era de verdad. Cuando vino a Barcelona –Michels, el entrenador, y Minguella, un tipo divertido, fueron a fichar a otro jugador a Lima, pero al ver jugar a Sotil cambiaron de opinión y de Barça– no usaba ropa interior. Desconocía qué era eso. Se dice que le ubicaron en un pisazo de la zona rubia de BCN y que, cuando llegó el invierno, quemó el parqué en mitad del salón, para calentarse. Por lo demás, cuando llegó tardó 3, 2, 1 en descubrir aquella BCN, hoy inexistente y entonces nocturna, divertida, cutre, sensual, explosiva, colorida, marginal y libre, que arrastraba la ciudad a sus espaldas desde principios de siglo, y en la que era estadísticamente más factible el amor que la muerte/el aburrimiento. Fiel a Cruyff en el campo, lo que era su labor, su cometido, su encargo, llevó todo ello mucho más lejos, hacia la fidelidad total y más allá del estadio, al punto de llamar Johan a un propio hijo. Yo solo tengo cripto-recuerdos de Sotil. Le recuerdo, luminoso, sonriendo, en el partido del 0-5 contra el Madrid, aquella Batalla del Ebro que acabó como debía: riéndonos de los malos. Poco más. Así que hablo con Ramón Besa para llenar ese vacío insultante. Romario decía de Cruyff que el fútbol se ve con sus ojos, y de Ramón se debe decir lo mismo sobre el Barça. “Sotil entraba en él área con un cuchillo en la boca, defendiendo el espacio, creándolo. Es imposible comprender a Romario” –tal vez el gran jugador técnico y de área que ha tenido el Barça; un virtuoso, una juerga– “sin Sotil”. Aquel fútbol, es preciso señalarlo, era otro. Los equipos marcaban su estilo –por lo general, machote, físico, marcial– en su campo. En los partidos de fuera no había, a su vez, cámaras ni testigos, por lo que jugaban a otra cosa, parecida al fútbol pero con menos esfuerzo y, por ello, con una violencia inopinada. En el caso de un enfrentamiento contra un equipo técnico, el patadón era el recurso, celebrado como arte también por un público que tenía la técnica bajo sospecha. Pues bien, “Sotil se enfrentaba a eso, no lo temía, lo superaba. Además, era generoso, no dejaba de crear ocasiones para esos dos grandes jugadores técnicos que eran Cruyff y Rexach”. Gran sotilista, Ramón –el hombre que un día, en el Camp Nou, me dijo: “Ahora entrará un chico de 16 años que es especial. Se llama Messi”– me explica la primera vez que vio a Sotil, en el Gàmper, el torneo de verano del Barça, en 1973: “Tras un gol suyo, todo el público sacó su pañuelo. Sotil, que no entendía eso, preguntó por su significado. Le explicaron que era en homenaje a él. Se emocionó, no entendía que su técnica mereciera reconocimiento”.
Fiel a esa trituradora de carne denominada Barça, Sotil fue, a su vez, triturado. Tras el fichaje de Neeskens y ante la imposibilidad legal de jugar con tres extranjeros, Sotil languideció a la espera de su nacionalidad española, que nunca llegó –el Madrid, recuerden, era Estado, por vías anteriores a la florentinidad–. Empleó ese tiempo sin actividad en la actividad más humana: dejar que el tiempo caiga, como la arena, entre los dedos de las manos. Lo hizo, no obstante, con vehemencia y estética, como también lo hacía, en aquel preciso momento, George Best, aquel jugador y genio irlandés, autor de aforismos como a) “Tenía una casa cerca del mar, pero para ir a la playa había que pasar por delante de un bar. Nunca me bañé”, b) “Nunca salía por la mañana con la intención de emborracharme. Sólo sucedía”, c) “Gasté un montón de dinero en coches, mujeres y alcohol. El resto, simplemente, lo malgasté”. Y, mi frase favorita, con la que aludía a los cambios vividos en el fútbol desde los años setenta hasta los ochenta, o d): “El fútbol es un juego triste”.
Sotil, aquel jugador cierto, aquella persona de verdad, ha muerto también de verdad. Es decir, mucho, intensamente, por fallo orgánico múltiple y shock séptico. Los héroes, los inmortales, siempre mueren así. Como vivieron. Sin negociación alguna, sencillamente y de manera inapelable. Como Aquiles, eternamente roto y con su piel rasgada en su roce contra el suelo. Con Sotil muere otro metro, otro gramo, la infancia, un Barça hoy perdido, diría que sin posibilidad alguna de retorno, como cualquier otro club, en su viaje a negociados suculentos, incomprensibles e inhumanos. Es posible que también esté muerto, por lo mismo y desde hace años, el mismísimo fútbol, aquel juego de adultos jugado por niños. Frágiles, soñadores, cándidos, como nosotros, los niños que vimos y vivimos a los héroes luchando, y perdiendo, contra el destino. Gloria eterna a ellos en su fuego, que aún nos calienta.
En mi memoria Sotil fue el primero. El primer fichaje de 1973, el antecedente del de Cruyff. Costó casi 14 millones de pesetas –83.000€; nada; y mucho, si pensamos que un Seat 600, en aquel año, el último en el que se fabricó, costaba 80.000 pesetas / 400€; Cruyff, agárrense, costó menos de 400.000€–. La noticia...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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