DAVID COLE / JURISTA
“La sociedad civil estadounidense es excepcionalmente robusta”
Sebastiaan Faber 7/01/2025
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El 27 enero de 2017, justo una semana después de su primera toma de posesión como presidente de Estados Unidos, Donald Trump prohibió la entrada al país de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana. Esa misma tarde, docenas de abogados de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) montaron puestos improvisados en los aeropuertos principales para asistir a viajeros afectados por la prohibición, al mismo tiempo que la ACLU recurría a los tribunales. Al día siguiente, una jueza neoyorquina suspendió la medida en el primero de una larga serie de juicios y recursos. Año y medio después, la mayoría conservadora del Tribunal Supremo acabó por aprobar una prohibición más limitada que la original.
La ACLU norteamericana no tiene parangón en ninguna democracia occidental. Fundada hace 104 años, la organización cuenta hoy con más de un millón de miembros, una plantilla de casi dos mil profesionales, con representación en cada uno de los 50 estados del país y miles de abogados que prestan sus servicios de forma voluntaria. Su actividad principal se centra en la defensa jurídica de los derechos civiles, de forma rigurosamente no partidista. Nunca cobra por sus servicios legales.
Para la ACLU, la primera presidencia de Trump produjo un tsunami de nuevas afiliaciones en 15 meses, la militancia pasó de 400.000 a 1,8 millones de contribuyentes. También abrió nuevos frentes de lucha en defensa de los derechos de los inmigrantes y sus familias, de las mujeres, de la comunidad LGBTQ+ y de la libertad de expresión, de cátedra y de prensa. La persona encargada de coordinarlo todo era David Cole, un catedrático de la Escuela de Derecho de la Universidad de Georgetown que fue nombrado director jurídico de la ACLU en el verano de 2016, meses antes de la inesperada victoria electoral de Trump.
Ocho años después, Cole acaba de regresar a su puesto universitario. Su experiencia en las trincheras no ha destruido su fe en el sistema, al contrario: en noviembre, días después de que Trump ganara las elecciones por segunda vez, publicó una tribuna en la New York Review of Books argumentando que la democracia norteamericana es lo bastante fuerte como para aguantar una nueva oleada de ataques a los derechos civiles –pero solo si la sociedad civil se anima a defenderla–. “Nuestro peor enemigo no es el propio Trump”, escribió, “sino la idea fatalista de que somos incapaces de pararle los pies. Los controles y contrapesos de la Constitución no se activan por sí solos: únicamente funcionan cuando la ciudadanía y la sociedad civil están dispuestas a luchar. La primera presidencia de Trump demuestra que, si lo estamos, podemos limitar los daños y cambiar el curso de los eventos”.
David Cole (1958) es autor de Engines of Liberty: The Power of Citizen Activists to Make Constitutional Law (Motores de la libertad. El poder de activistas ciudadanos como creadores del Derecho Constitucional, 2016), entre otros libros. Habla con CTXT a mediados de diciembre.
Ha afirmado que Estados Unidos cuenta con “una sociedad civil excepcionalmente robusta”. Pero muchos fuera de EEUU ven el país como más bien apático políticamente, dado que la participación electoral aquí suele ser bastante más baja que la de muchas otras democracias. ¿Es una paradoja?
No necesariamente. Pero es una buena pregunta. Puede que la misma gente que vota sea la que se acaba involucrando en la sociedad civil. Es verdad que una participación electoral del 50% se consideraría baja, pero sería un porcentaje muy alto de compromiso cívico. Por otra parte, es sabido que en este país hay fuerzas que dificultan que la gente salga a votar. Y dentro de nuestro sistema electoral es también fácil creer que tu voto no importa a menos que vivas en uno de los estados disputados.
Llevo casi treinta años en este país y nunca ha dejado de sorprenderme cuánta gente está dispuesta a participar en organizaciones comunitarias, desde iglesias a colectivos activistas, muchas veces de forma voluntaria. Es un nivel de apoyo social que no he visto en Europa.
No hay que olvidar que el gobierno norteamericano es bastante minimalista. Aquí dependemos mucho más que en Europa de esas formas alternativas de apoyo mutuo. Por otra parte, las organizaciones de la sociedad civil con las que yo tengo más trato, como la misma ACLU, están enfocadas menos en el apoyo social que en una labor de reivindicación. Son personas que se reúnen para luchar por valores compartidos.
En su tribuna en la New York Review sobre los peligros que supone la segunda presidencia de Trump, resalta varios frentes de resistencia: los tribunales, que ya le han parado los pies en otras ocasiones; el Congreso y el sistema federal, ambos con capacidad de limitar el poder del presidente; el Estado de derecho; y la sociedad civil, incluidos los periódicos, revistas y universidades. Todos, dice, “pueden servir como centros de oposición”. Me llama la atención que no mencione al funcionariado, ese cuerpo al que algunos tildan de Estado profundo. ¿También puede servir de trinchera?
Hasta cierto punto, sí. En una gran burocracia es muy difícil realizar cambios de un día para otro. Es sin duda el caso del funcionariado en este país, que además cuenta con importantes protecciones laborales, que, no por casualidad, Trump pretende limitar. Entiende muy bien que habrá funcionarios que estén comprometidos con su agencia y departamento más que con la presidencia, que no compartan sus puntos de vista y no estén entusiasmados por implementar sus medidas de forma agresiva.
En ese sentido, ¿qué me puede decir de la cultura institucional de la judicatura? En España, la cultura interna del poder judicial –conservadora, endogámica y politizada– se ve como un problema. ¿Cuál es la situación en Estados Unidos?
Hablando en términos generales, diría que entre las y los jueces hay un apego muy poderoso a la independencia judicial, a la importancia de decidir los casos con referencia a precedentes y a la lógica, más que a compromisos ideológicos. Hasta hace poco, para llegar a ser juez –hablo ante todo de la judicatura federal– hacía falta ser una persona del establishment. Lo más típico era que quienes acababan nombrados fueran fiscales, trabajaran como abogados en una firma importante y con una actividad notable en la asociación profesional, u ocuparan un puesto gubernamental. Todo esto implica un claro compromiso con las instituciones. Era difícil que se nombrara un juez con ideas extremas.
Van entrando jueces más diversos, pero también con ideas más extremas
¿Esto está cambiando?
Hasta cierto punto, sí, y por dos motivos: por la polarización política del país y porque el Congreso eliminó el filibusterismo en el proceso de confirmación de los jueces. Ese cambio se produjo durante la presidencia de Obama, para superar el abuso de la medida por el Partido Republicano. Hasta entonces, cualquier candidato a juez federal tenía que recabar 60 votos del Senado, lo que casi siempre significaba que necesitaban el apoyo de un puñado de senadores de la oposición. Este ya no es el c aso, lo que significa que un presidente con mayoría en el Senado puede nombrar a personas que solo apelan a su propio partido. Trump, por ejemplo, nombró a algunos jueces muy, muy conservadores, sobre todo en los tribunales de apelaciones. Biden, por su parte, ha nombrado a personas que no se habrían considerado en el pasado: personas con una carrera como defensores públicos, mujeres y personas de color, etcétera. En otras palabras, van entrando jueces más diversos, pero también con ideas más extremas. Aun así, me parece que la ideología que guía la mentalidad de los jueces federales sigue centrada en su independencia. Esto también es verdad para los jueces a nivel estatal, aunque estos no son nombrados sino elegidos.
En otras palabras, les importa el decoro de la institución.
No solo el decoro, sino la responsabilidad de defender su independencia, que no es lo mismo. Puedes ser decoroso sin dejar de ser servil.
Esa responsabilidad, ¿cree que también la siente alguien como John Roberts, el presidente de la Corte Suprema?
Sin duda alguna. De hecho, me parece que la sienten todos los jueces supremos. Al fin y al cabo, les importa la legitimidad institucional de la Corte. No hay que olvidar que estamos en un punto de inflexión, con seis jueces nombrados por el Partido Republicano y tres por el Partido Demócrata. La corte actual es muy conservadora, y ha realizado muchos cambios en poco tiempo. Aun así, en la mayoría de los casos, sus votos no siguen una clara línea partidista. Y tienden a respetar los precedentes. Me parece que todos, o casi todos, están constreñidos por la preocupación con la legitimidad institucional de la propia corte. Dado que la Corte Suprema no tiene autoridad alguna para hacer que la gente obedezca sus decisiones, esa legitimidad es todo lo que tienen. Su necesidad de guardarla no deja de imponer una forma de autodisciplina.
En su pieza resalta el poder de la prensa, pero no habla mucho del poder empresarial. En estas últimas elecciones, sin embargo, vimos cómo el propietario del Washington Post, Jeff Bezos, impidió que el diario se pronunciara a favor de uno de los candidatos. ¿Los poderes económicos amenazan la función democrática de la sociedad civil?
No sé si constituyen una amenaza mayor que en otros períodos históricos. Lo que sí ha crecido de forma muy problemática, en mi opinión, es la brecha entre los ricos y los pobres. La inestabilidad social que esto produce explica que Trump haya podido salir victorioso a pesar de sus obvios defectos. Pero no estoy seguro de que Trump fuera el candidato del poder económico. No me consta que las grandes empresas prefirieran a Trump como presidente. Es verdad que la desigualdad económica se refleja en el poder excesivo que tienen un puñado de empresas en el sistema de financiación de campañas. Pero no estoy seguro de que esto sea muy diferente al poder que tenían, por ejemplo, las empresas ferroviarias en el siglo XIX. Las grandes empresas tecnológicas concentran mucho dinero y poder, es verdad; pero también lo es que las redes sociales han hecho posible que ciudadanos comunes se organicen, alíen y expresen de formas que antes eran impensables, y que así contrarresten a ese poder empresarial. Black Lives Matter, la Marcha de las Mujeres, La Marcha por Nuestras Vidas… son todos fenómenos que no existirían si no fuera por las redes.
Usted acaba de cumplir ocho años como Director Jurídico de la ACLU. A muchas personas de fuera de Estados Unidos –o incluso en el país– les cuesta comprender que se trata de una organización rigurosamente no partidista.
La verdad es que la polarización política actual hace que sea cada vez más difícil ser no partidista. Muchas de las luchas que emprendemos hacen que la gente nos asocie con la izquierda, pero esto se debe más al contexto político actual que a otra cosa. Además de ser una organización extraordinaria, y centenaria, la ACLU es también lo que solemos llamar una big-tent organization (organización transversal) que cobija a muchas corrientes diferentes. Su compromiso es con la defensa de la Bill of Rights (Carta de los Derechos) en su integridad. En esto se distingue de organizaciones como el Legal Defense Fund (Fondo de Defensa Legal), que se centra en la justicia racial, o la Asociación Nacional del Rifle (NRA), que se enfoca en la segunda enmienda. Dado que nosotros cubrimos todas las libertades civiles, la verdad es que hay muy poca gente que apoya todo lo que hacemos. Y dado que la ACLU reúne a personas con convicciones fuertes, se comprende que haya mucho desacuerdo y debate internos con respecto a tácticas, estrategias y equilibrios.
Es impresionante la rapidez con la que actúan en momentos de crisis, como fue el caso con la prohibición musulmana de 2017.
(Risas.) Bueno, el caso es que nos preparamos muy a fondo. Estos últimos meses, por ejemplo, hemos realizado una ingente labor de preparación para la segunda presidencia de Trump. Para cada una de las áreas en las que trabajamos ya tenemos preparados extensos memorándums, que se pueden consultar en la web de la ACLU, donde detallamos dónde creemos que el presidente intentará cruzar la línea, qué se puede esperar y cómo responderemos.
El 27 enero de 2017, justo una semana después de su primera toma de posesión como presidente de Estados Unidos, Donald Trump prohibió la entrada al país de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana. Esa misma tarde, docenas de abogados de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) montaron puestos...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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