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Jorge Larrosa y Diego Tatián se conocieron en la ciudad brasileña de Juiz de Fora, en 2018, con motivo de un encuentro cuyo tema era “Elogio del estudio” (y que dos años más tarde dio lugar a un libro del mismo título). Desde entonces mantienen una conversación esporádica, pero muy intensa, hecha de los encuentros que sus viajes les permiten, de los libros que intercambian y, desde principios de 2024, de una correspondencia epistolar en la que, con un lenguaje que procura mantenerse alejado de academicismos, se han propuesto dialogar acerca de lo que consideran importante en la vida: algo así como la elaboración amistosa de un arte de vivir. Atendiendo al rumor del mundo.
Nuestras confianzas
10 de diciembre de 2024
Me preguntás en qué creo, y me permitirás, para empezar, sustituir la cuestión de la fe por la de la confianza. Una de las vacilaciones que me persigue desde hace un tiempo es si tengo verdaderamente confianza en la filosofía, esa materia que he enseñado durante muchos años, que sigo enseñando. Y la verdad es que no lo sé, pero me he propuesto aclarármelo. Me interesa la cuestión de la confianza. La confianza como modo de estar, que recomienza una y otra vez en su apertura, no obstante sentir que ha sido deshonrada muchas veces, también por nosotros. Una confianza intransitiva, que debe ser sostenida en su desvanecimiento continuo. Una confianza en la confianza (quizá otra manera de decir “esperanza sin optimismo”). Y allí es que me pregunto si confío verdaderamente en la filosofía, en su promesa de felicidad, de aligeramiento del odio y del miedo. Esa creencia –o esa apuesta– en que la filosofía nos permite “ser más conscientes de nosotros mismos, del mundo y de Dios” (Spinoza escribe esta expresión –que a mi entender cifra con claridad y simplicidad el sentido de su pensamiento– en la última página de la Ética). Y en que eso –que nada tiene que ver con el bienestar, el placer sensible o la buena fortuna– es la felicidad, la extraña felicidad de la que nacen las demás, las cotidianas, las de todos los días, las que nos ofrecen los seres puntuales, las que nos procuran ciertos hábitos, ciertos ejercicios; las que fundan el placer de estar. Se trata, creo, de una esperanza y de un trabajo, es decir de una esperanza activa: pasar del yo –de todo lo que creemos controlar y haber construido y ser nuestro– a eso que se llama “la vida”, o “mi vida”. Eso que, a diferencia del yo, es un rumor incierto, impropio, que no sabemos dónde comienza ni dónde termina. Volver la vida fecunda para los seres que tenemos cerca, los amigos, los amores, los hijos, los muertos queridos; también para los desconocidos con los que nos vincula, por un momento, el azar. Y para los lejanos a quienes leemos y nos leen. Intentar migrar del yo a la vida es quizá una de mis esperanzas: la posibilidad de que el narcisismo y la vanidad no ocupen demasiado espacio, o todo el espacio. Lo que siento, en este momento, es como una felicidad de leer y de escribir, de escuchar, de pintar, de enseñar (o más bien intentar transmitir algunas cosas que aprendí). Esas actividades a las que destino la mayor parte de mi tiempo.
15 de diciembre
No sé si viste Cierra los ojos, la última de Erice. A nosotros nos conmovió un personaje que se dedica a conservar latas de película en celuloide, sabiendo que ya casi han desaparecido incluso los aparatos para proyectarlas. Y le dimos vueltas a una de sus frases: “Yo ya no creo (en el cine) pero sigo practicando”. Ya sabes que lo normal ahora es creer, pero no practicar, porque también la fe se ha hecho privada e individualista y nos la pasamos sospechando de las formas y de las liturgias. El personaje de Erice, sin embargo, ya no cree, pero persevera en su hacer. Quizás otro nombre para tu “esperanza sin optimismo”, aunque yo lo llamaría, a la chestertoniana, “optimismo sin esperanza”, como una terquedad, una tozudez, una obstinación o una cabezonería desilusionada, como un seguir a lo nuestro, dale que te pego, a pesar de todo, tal vez porque no sabemos hacer otra cosa.
16 de diciembre
No he visto aún la película de Erice. Pero recordé la primera escena de Sacrificio, la del niño que todas las mañanas riega el árbol seco para que algún día reverdezca. Una obcecación que tiene para mí este sentido: el pasado, lo que parece muerto o marchito, vive o muere según lo que seamos capaces de hacer con él. Tal vez el pasado sea una de las pocas cosas en las que sigo confiando. Tal como la entiendo, la “esperanza en el pasado” no es un culto de lo que ya no produce efectos, sino hacer lugar a lo que tiene aún por inventar. Lo que quedó trunco, lo que no prosperó, lo que bajo otras condiciones es todavía capaz de abrir el mundo. El pasado como ciénaga o jardín del que siempre surgen cosas desconocidas, animales extraños, lo que no habíamos visto nunca. Aunque desde luego también lo siniestro acecha desde allí. Para mí el pasado evita sucumbir a una amenaza tan grande como la de la acedía, que es la misantropía. Pero no sé por qué. Lo que los hombres han sido capaces de pensar y de hacer, el estudio de las marcas que han sobrevivido de sus vidas, me hace sentir una especie de reconciliación o de tranquilidad.
Nuestros credos
19 de diciembre
He leído las palabras que te copio, de Paul Ricoeur, en Historia y verdad, y me parece que vienen a cuento de nuestros últimos intercambios sobre en qué creemos y en qué confiamos, si es que aún creemos y confiamos en algo, o si es que algo así como creer y confiar todavía es vital para nosotros:
Yo creo en la eficacia de la reflexión, porque creo que la grandeza del hombre está en la dialéctica del trabajo y la palabra; el decir y el hacer, el significar y el obrar, están demasiado mezclados para que pueda establecerse una oposición profunda y duradera entre “teoría” y “praxis”. La palabra es mi reino y no me ruborizo de ello. Como universitario, creo en la eficacia de la palabra docente; como profesor de historia de la filosofía, creo en la fuerza iluminadora, incluso para una política, de una palabra consagrada a elaborar nuestra memoria filosófica; como miembro del equipo Esprit, creo en la eficacia de la palabra que retoma reflexivamente los temas generadores de una civilización en marcha; como oyente de la predicación cristiana, creo que la palabra es capaz de cambiar el corazón, esto es, el centro manantial de nuestras preferencias y de nuestras actitudes. En cierto sentido, todos mis textos son una glorificación de la palabra que reflexiona con eficacia y que actúa con reflexión.
Como profesor, como historiador, como filósofo, como escritor, como ciudadano, como cristiano, como lector, como inserto en una comunidad y en una tradición, parece que no le queda otra a nuestro querido Ricoeur que creer en la palabra. Nosotros también vivimos “en el reino de la palabra”, tengo la sensación de que aún no nos ruborizamos por ello, de que nos enorgullecemos incluso, de que tratamos de hacerlo con la mayor honestidad posible, pero no estoy seguro de que nuestro credo pueda ser tan vigoroso. Ricoeur no habla de su fe en los otros, ni siquiera en sí mismo, sino de su creencia en una tercera cosa que es, ella sí, realmente grande y digna de confianza y, por eso, merecedora de ser, no sólo respetada y cultivada, sino incluso glorificada. Porque si no, ¿qué?
2 de enero de 2025
¿Habrá una confianza en algo que, aunque no sea independiente de las palabras, no se agote en ellas? Tal vez no una confianza en algo–ni en alguien–, sino anterior, intransitiva, e irrecíproca. La confianza como manera de estar en el mundo, a pesar de la adversidad de las cosas. Una decisión de confianza, que no equivale a una imprudencia (más bien pide ser protegida por una prudencia). ¿En qué creemos? Es una pregunta muy difícil. Yo creo que creo en el pasado. Y que, como te decía en otra carta, tengo “esperanza en el pasado” (si no me equivoco la expresión es de Walter Benjamin). Seguramente el pasado pertenece también al “reino de la palabra”, pero no sé, quizá hay allí cosas ocultas, sin nombre, o que tendrán nombre alguna vez, en el porvenir. Pero este balbuceo evita la pregunta, que es puntual, concreta, sin ambigüedades, que me hacías: ¿En qué creés? ¿En qué confiás? ¿En algo? ¿En algo por venir? ¿En algo que hay? ¿En algo que hubo? ¿En alguien? ¿En la “cultura”, como esperanza laica posible para los seres humanos? ¿Aún? La verdad es que no lo sé. Pero creo entender lo que dice Ricoeur. ¿Si no, qué?
Podríamos sustituir palabra por logos, no sé, por darle una sonoridad más densa, esa que hace inseparables el decir y el pensar
3 de enero
Para mí es esencial la confianza en la palabra. Podríamos sustituir palabra por logos, no sé, por darle una sonoridad más densa, esa que hace inseparables el decir y el pensar. Podríamos subrayar que Ricoeur se refiere a la palabra escrita, porque el “reino de la palabra” es, para él, el reino del alfabeto. Pero, en cualquier caso, me he reconocido a menudo en una declaración de Peter Handke: “Mi partido es el lenguaje, quienes se abren a su moral, esos son los míos”. Ya sabes que no me interpelan demasiado esas conminaciones, tan de esta época, a arrepentirse de no sé cuántos “centrismos”, entre ellos el “logocentrismo”, ese que según dicen es de los peores o, incluso, la madre de todos los otros que vienen después, como consecuencia. Ser, o tratar de ser, filólogo, no es de los peores pecados que se pueden cometer en esta vida. Como tampoco me parece pecado ser, o tratar de ser, filósofo (dos dedicaciones que tienen la hermosa palabra filía en su nombre). Una declaración de fe (o una formulación de un deber, o de una tarea) bastante griega y que sí sostendría es la que escribió (o dice que encontró) Agustín García Calvo en el párrafo que quizá más veces he citado a lo largo de mi vida:
Las palabras, pues, camarada, cojámoslas y vayamos descuartizándolas una a una, con amor, eso sí, ya que tenemos nombre de ‘amigos-de-la-palabra’; pues ellas no tienen por cierto parte alguna en los males en que penamos día tras día, y luego por las noches nos revolvemos en sueños, sino que son los hombres, malamente hombres, los que, esclavizados a las cosas o dinero, también como esclavas tienen en uso a las palabras. Pero ellas, con todo, incorruptas y benignas: sí, es cierto que por ellas este orden o cosmos está tejido, engaños variopintos todo él; pero si, analizándolas y soltándolas, las deja uno obrar como libres alguna vez, en sentido inverso van destejiendo sus propios engaños ellas, tal como Penélope por el día apacentaba a los señores con esperanzas, pero a su vez de noche se tornaba hacia lo verdadero.
¿Incorruptas y benignas? ¡Ay!
Nuestras verdades
10 de enero
Espero que tus cosas vayan bien y tranquilas, mantengas siempre el buen espíritu, la euthimía como te gusta decir, que preserva de las hosquedades del tiempo. Nuestra conversación anterior terminaba con una cita de García Calvo muy conocida, muy hermosa, cuyas últimas palabras tienen que ver con la verdad:
…tal como Penélope por el día apacentaba a los señores con esperanzas, pero a su vez de noche se tornaba hacia lo verdadero.
Siempre recuerdo tu elogio de la belleza, y ahora –preparando un curso sobre la verdad (que en realidad se llama “Filosofía de la mentira”)–, pensaba que pueden considerarse en términos parecidos la bondad y la verdad, los viejos trascendentales, tan vilipendiados, como si los clásicos hubieran dicho que se trataba de cosas fáciles y autoevidentes, que se consiguen sin ningún trabajo, y no una búsqueda sin garantías que lleva toda la vida. Pues bien, leyendo la ensoñación de Rousseau en el cuarto “Paseo” (sobre la mentira), me encuentro con una cita de las Sátiras de Juvenal: Vitam vero impendenti: ‘Consagrar la vida a la verdad’, que el nada jacobino Jean-Jacques parece hacer suya. ¿Qué será consagrar la vida a la verdad? ¿Qué es una “vida verdadera” (si tal expresión tiene sentido)? O, en todo caso, sí tiene sentido preguntarse por una amenaza a la que está sometida cualquier existencia, de la que advierte un verso del tango Grisel, que dice: “Mi vida toda fue un engaño”. La máxima adoptada (“consagrar la vida a la verdad”), requiere no únicamente un sacrificio de la conveniencia propia y de las propias inclinaciones, sino también de la timidez y la debilidad. Además, dice Rousseau allí, requiere “el coraje… de ser sincero siempre y donde quiera que sea”. Hay una valentía necesaria a la verdad, seguramente. Que no equivale a ostentarla todo el tiempo, ni desestima la “disimulación honesta” que recomienda la escuela de la prudencia. Al leer ese pasaje del solitario paseante recordé una carta de Spinoza, que siempre me conmovió, en la que habla de “vivir para la verdad”, expresión no menos misteriosa que la de Rousseau. Aquí te copio un fragmento (supongo que el “célebre burlón” es Demócrito):
Me alegro de que los filósofos de su Colegio vivan y se recuerden de usted y de su república (de las letras). Esperaré a conocer lo que últimamente han hecho, cuando los beligerantes se hayan saciado de sangre y hayan reposado un poco para reponer sus fuerzas. Si aquel célebre burlón viviera en estos tiempos, realmente moriría de risa. A mí, empero, esas turbas no me incitan ni a reír ni a llorar, sino más bien a filosofar y a observar mejor la naturaleza humana. Pues no pienso que me sea lícito burlarme de la naturaleza y mucho menos quejarme de ella, cuando considero que los hombres, como los demás seres, no son más que una parte de la naturaleza y que desconozco cómo cada una de esas partes concuerda con su todo y cómo se conecta con las demás. En efecto, yo constato que sólo por esa falta de conocimiento algunas cosas naturales, que sólo percibo de forma parcial e inexacta, y que no concuerdan en modo alguno con nuestra mentalidad filosófica, me parecían antes vanas, desordenadas y absurdas. Por eso, yo dejo que cada cual viva según su buen parecer y quienes así lo deseen, que mueran por su bien, mientras que a mí me sea permitido vivir para la verdad [pro vero vivere] (Spinoza, carta 30 a Oldenburg, hacia 1665).
Quizá la confianza en la filosofía sea eso.
P.S.: Esta noche salgo para Estambul, por un par de semanas. Es una ciudad que me estimula y me hace bien.
Tal vez la pregunta no sea si aún confiamos en la filosofía, sino si aún somos capaces de albergar o de guardar lo que nos ha sido confiado
20 de enero
Me parece que deberíamos pensar con generosidad eso de la “vida consagrada”, aceptando incluso, sin miedo, su connotación religiosa. Vivir para algo más grande que uno, o por algo más grande que uno. Tal vez la pregunta no sea si aún confiamos en la filosofía, sino si aún somos capaces de albergar o de guardar lo que nos ha sido confiado. A lo mejor deberíamos pensarnos como depositarios, guardianes (no en el sentido de vigilantes sino de custodios) o encargados. No desde lo que podemos o no hacer con la filosofía, sino desde la filosofía misma como eso que nos ha sido encomendado, sin que sepamos siquiera muy bien lo que es ni, desde luego, lo que puede. Algo que quizá se avenga a lo que decías, tan misteriosamente, cuando casi te obligué a enunciar tu credo: “A lo mejor creo en el pasado”. El otro día fuimos a escuchar a Jacques Rancière. 84 años. Vestido como un viejo sindicalista: traje de pana, camisa de cuadros del año catapún, zapatos sucios, mochila vieja de tela, ningún glamur. Pero una máquina de pensar. Hablando igualito que escribe. Fiel a las dos o tres ideas a las que les da vueltas desde que se peleó con Althusser, hace tantísimo tiempo, las que tanto nos han ayudado para tantas cosas. Sin ninguna concesión al vocabulario de esta época. Sin ninguna concesión a la actualidad. Escuchando con atención unas preguntas completamente yoicas (que no debieran haber sido formuladas), pero haciéndolas mejores y más inteligentes en la manera como las traducía y las desplazaba. Hablando con reverencia de Chéjov y de otros rusos de su tiempo. Engrandeciendo todo lo que tocaba. Con un respeto y una generosidad muy raros ahora que todo el mundo se cree el descubridor de la tortilla de papas y en la que el discurso se ha hecho completamente yoico. Sin levantar la voz, sin grandilocuencia, sin arrogancia, sin impostura: un prodigio de entonación y de afinación. Nos preguntábamos que qué necesidad tendrá, a su edad, de tomar un avión, de preparar una charla, de dar cuenta de su obra frente a jóvenes engreídos, de responder a lo que le preguntaban personas que ni siquiera se habían tomado el trabajo de leer su obra pero que, eso sí, se sentían estupendas, algo así como lo que cantaba el Gato Pérez: “Aquí vengo yo, a cantar distinto”. Pero allí estaba el filósofo, a lo suyo, mirando de cuando en cuando los papeles que tenía preparados, como quien no hace otra cosa que ser leal a aquello a lo que ha consagrado su vida, tratando de cumplir con su deber. Y nosotros sentados en el piso, delante de todo, emocionados, con ganas de hacer una reverencia, o de quitarnos el sombrero, como si estuviéramos asistiendo a una ceremonia de cuyo sentido apenas quedan ya algunos ecos.
P.S.: Ya contarás lo que se te ha revelado en Estambul, si es que algo se te ha revelado, y si es que te apetece.
27 de enero
En estos días le estoy dando vueltas a (o la expresión más precisa sería “estoy debajo de”) un pequeño fragmento en prosa de las Hojas de Hipnos de René Char. Este:
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
Una noche lo hablábamos con Liliana Herrero, una amiga querida, después de su concierto en Córdoba (concierto extremo, por cierto, con el alma en carne viva, si este oxímoron fuera válido). Ella casi no canta, es más bien una comentarista del legado cultural argentino, que interviene produciéndole huecos y silencios donde antes había relumbrones de sentido. Quizá muchos seres humanos en todos los tiempos han sentido estar “en la austera noche de los pantanos”, o lo estaban efectivamente. Un borgismo de Char, ¿no?: “austera noche”. Vivir por y para algo más grande que uno mismo a veces tiene que ver con la noche, que es muy importante albergar, o custodiar, como decís. Hay una expresión del último Heidegger que me da de pensar. Es la que designa al ser humano como “el lugarteniente de la nada”. La palabra es Platzhalter. El que mantiene el lugar; el que sostiene un lugar. También en alemán (sobre todo en alemán) es un término militar. Pero si lo extractamos de allí, lugarteniente (el ser humano como lugarteniente) es una palabra que quizá sea posible adoptar en tiempos de borrascas. O de derrumbe. Mantener el lugar en medio del “ruido del mundo”, cuando todo cae, puede tal vez indicar una tarea o una responsabilidad por algo que es más grande que uno, sin que sepamos muy bien qué. Hermoso lo que contás de Rancière. Cuando te leía pensé en lo de mantener el lugar. Me gusta que todo haya sido “sin levantar la voz” (“capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida”, como una milonga borgiana define la valentía, o eso me parece). Encuentro una valentía profunda en esa imagen de Rancière.
Estambul es una ciudad hermosa. Una ciudad barco. Quizá la más hermosa que conozca. Estuve tratando de encontrar las huellas del Padre Gomidás (Komitas), en el barrio en el que vivía cuando fue sacado de su casa la noche del 24 de abril de 1915. Pero ya no queda nada. Además de haber recopilado más de tres mil quinientas canciones del legado litúrgico y popular armenio, también recuperó perdidas canciones turcas y kurdas. Por algunas de sus cartas sabemos que había logrado descifrar el sistema de notación musical de los monjes armenios en el Medioevo, una manera de escribir la música olvidada durante siglos que se conoce como kahz. Pero todo eso se perdió con sus manuscritos esa noche, y aún hoy no se ha podido volver a encontrar la clave de esa escritura. Pudo salvar su vida y regresar de la deportación por pedido de algunos intelectuales turcos que eran sus amigos, pero ya no habló más durante veinte años. Vivió en manicomios, primero en Estambul y luego en una pequeña comuna del norte de Francia, Villejuif. Creo que esa tarea amorosa de recopilación y comprensión de lo perdido que incansablemente llevó a cabo el Padre Gomidás es también un modo de vivir para algo más grande que uno mismo, y de ese modo “doblegar la fatalidad del universo”.
Nuestros agradecimientos
29 de enero
Cuando recibí tu último correo estábamos en un asado “a la argentina” con unos amigos. Eché una ojeada al comienzo, leí el nombre de Liliana Herrero, les comenté a los chicos, y nos pasamos un rato lleno de emociones, escuchando su voz en las canciones preferidas de cada uno de los allí presentes. Leí al llegar a casa tu crónica de Estambul y me impresionó especialmente la historia del Padre Gomidás y su entrega a algo que si no es “la verdad” se le parece mucho. Y me hizo pensar en todos esos que “salvan el mundo” cada día (la expresión es de Hannah Arendt) hurtando al olvido algunas palabras, algunas músicas, algunos colores, algunas ideas, algunas expresiones de eso que antes se llamaba “espíritu”, unos recuperándolas, otros estudiándolas, otros enseñándolas. Pero lo que provoca mi correo de hoy son unos versos del “Otro poema de los dones”, que no puedo leer sin que me recuerde el Cántico de las criaturas de san Francisco de Asís. Si el del santo comienza rezando “Alabado seas, mi señor, en todas tus criaturas”, el de Borges inicia con:
Gracias quiero dar al divino / laberinto de los efectos y las causas / por la diversidad de las criaturas / que forman este singular universo.
Y casi al final agradece:
Por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema, / por el hecho de que el poema es inagotable / y se confunde con la suma de las criaturas / y no llegará jamás al último verso / y varía según los hombres.
Como si cada hombre tuviera que escribir su poema celebratorio, su poema de alabanza y de agradecimiento. O como si la vida entera de cada uno fuera una acción de gracias. O como si todo el universo fuera un canto infinito de alabanza que cada uno lee a su manera. Y a lo mejor la vida “consagrada a la verdad” de Spinoza, la consagrada a la recuperación de músicas tradicionales del Padre Gomidás, no sean sino maneras de dar las gracias.
29 de enero
Me gusta mucho lo del agradecimiento. Sería interesante conversar sobre eso: la gracia, la gratitud, la gratuidad, que tiene tantas aristas (económicas, filosóficas, poéticas, teológicas...). Quizá el cuidado del mundo (para demorar un poco su destrucción al menos) esté animado por un agradecimiento también. Las letras, el arte y las humanidades como cuidado del mundo, de la fragilidad del bien, de los restos que los seres humanos han dejado en su lidiar con el sentido y el sinsentido... Hace unos años Paul Ricouer dedicó un dossier de Esprit a explorar la pregunta: ¿existen cosas no mercantiles o sin precio en las sociedades contemporáneas? ¿Existen? Un realista descarnado como Marx se reiría un poco de la pregunta: “En el capitalismo no se salvan de convertirse en mercancía ni los huesos de los santos”. ¿Te acordás? Y, sin embargo, la insistencia en ese rastreo de lo gratuito y lo fuera de precio, un descubrimiento, pero también una memoria, es quizá un amor por los trabajos de amor perdidos que cuidan, o salvan, el mundo. Por ahí. Me quedo pensando. Le demos vueltas.
Me parece que vamos de la gratitud al cuidado, como si cuidar de algo o de alguien fuera una forma de agradecer su existencia y de querer preservarla
30 de enero
Démosle vueltas, dices, y señalas la relación entre cuidado y agradecimiento. Ya sabes que el cuidado es una de las formas del estar-en-el-mundo en la analítica existenciaria de Heidegger. Y hace tiempo que pienso que también lo es la gratitud, y tal vez aún más fundamental, más originaria. Me parece que vamos de la gratitud al cuidado, como si cuidar de algo o de alguien fuera una forma de agradecer su existencia y de querer preservarla, o tal vez aumentarla. La pregunta sería qué mundo se abre cuando sabemos y sentimos que todo lo que tenemos es un don, que nuestra vida misma es un don, que nada de lo que somos tiene su origen en nosotros mismos. Un mundo completamente distinto al que se nos da cuando creemos que somos nosotros los que nos hacemos a nosotros mismos, cuando nos parece que todo lo que tenemos es porque lo merecemos (o porque lo pagamos, que viene a ser lo mismo). La gratitud como antídoto a la meritocracia. Lo gratuito como antídoto a lo mercantilizado. Lo que tenemos por gracia, y nos viene dado, como antídoto a lo que tratamos de conseguir por nosotros mismos, seguramente compitiendo, seguramente con vistas a la propiedad y a la apropiación. La gratitud, lo gratuito y la gracia como antídoto a la soberanía del yo, tan de esta época. ¿Hay una forma de vivir que es agradecer? ¿Una forma de enseñar, o de amar, o de escribir, que es agradecer? A lo mejor todo esto tiene que ver con el motivo con el que empezabas esta correspondencia. Eso de “pasar del yo a la vida o a mi vida”, a una vida que depende de lo que le viene o le adviene y que por eso se la pasa agradeciendo. Eso que, como tú decías, contiene “la posibilidad de que el narcisismo y la vanidad no ocupen demasiado espacio, o todo el espacio”. Hace un par de años, en un viaje de estudios a Roma, fotografié un detalle de un cuadro que había en la residencia (de una orden religiosa) en la que nos hospedábamos. Es de un San José con el Niño en la que hay algo así como una presentación o una ofrenda de cerezas. No se sabe quién se las da a quién o quién se las muestra a quién. Pero qué imagen del mundo, o de la realidad, o del dar y el recibir, o de la alegría.
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Diego Tatián (Córdoba, Argentina, 1965) es docente y escritor. Enseña estética y filosofía política. Ha dedicado buena parte de su trabajo a la filosofía de Spinoza y a la literatura. Entre sus últimos libros se cuentan los ensayos Spinoza y el arte (2022), La filosofía y la vida. Doce lecciones con Spinoza (2023), y la novela La soledad de las cosas (2023).
Jorge Larrosa (Valderrobres, Teruel, 1958) fue, hasta su jubilación, profesor de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona. Ha impartido cursos y conferencias en diversas universidades europeas y latinoamericanas. Entre sus últimos libros se cuentan Elogio del profesor (2020), Elogio del estudio (2020) y Alma se tiene a veces. Ejercicios de retirada (2023).
Jorge Larrosa y Diego Tatián se conocieron en la ciudad brasileña de Juiz de Fora, en 2018, con motivo de un encuentro cuyo tema era “Elogio del estudio” (y que dos años más tarde dio lugar a un libro del mismo título). Desde entonces mantienen una conversación esporádica, pero muy intensa, hecha de los...
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Diego Tatián / Jorge Larrosa
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