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Escultura El barco de Nelson en una botella. / Mike Peel
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Los museos no son inocentes. A lo largo de los últimos siglos, han configurado una ideología dominante que define qué y a quiénes debemos admirar. Como instituciones ilustradas, encumbraron las visiones de los hombres blancos, cisgénero, heterosexuales y privilegiados, silenciando todas las demás perspectivas y relatos del mundo. En su tránsito de colecciones privadas a espacios públicos, los museos no solo legitimaron estas narrativas, sino que también moldearon el concepto de gusto, estableciendo qué historias eran dignas de ser contadas y qué objetos merecían ser conservados. En ese proceso, se invisibilizó todo aquello que escapaba a los márgenes de este discurso hegemónico. Las voces, los cuerpos y las producciones de mujeres, personas racializadas, identidades disidentes y culturas no occidentales quedaron relegadas a lo anecdótico, lo exótico o incluso lo primitivo.
Como bien explica Alice Procter en El cuadro completo (Capitán Swing, 2024), esta construcción no fue casual; respondía a una jerarquización que buscaba legitimar los valores de una élite dominante. Al hacerlo, los museos se convirtieron no solo en espacios de representación, sino también en dispositivos de poder que decidían qué relatos debían ser recordados y cuáles podían ser olvidados. Revisar el museo como institución no implica solo cuestionar qué se exhibe, sino también cómo se exhibe. ¿Qué narrativas se construyen en las cartelas? ¿Qué espacios se reservan para ciertos artistas? ¿Qué decisiones curatoriales perpetúan las exclusiones? Reimaginar los museos significa reconocer que cada vitrina y cada texto curatorial son, en sí mismos, declaraciones políticas. El desafío actual es agrietar ese canon para abrir paso a una representación más inclusiva y plural.
Alice Procter desarrolla a lo largo del libro diferentes conceptos para el museo: como palacio, como aula, como patio de recreo o como monumento. Quizá el más potente sea el de museo-palacio, porque marca las bases que sustentan todo su ensayo. El palacio es una metáfora que encierra tanto la materialidad como la ideología detrás de estas instituciones. Desde sus inicios, los museos han adoptado una arquitectura monumental y majestuosa que los asemeja a palacios reales, una elección nada casual. Estos edificios, inspirados en la opulencia de la realeza o la grandiosidad de los templos religiosos, se construyeron para impresionar, imponer respeto e incluso intimidar. Pero más allá de su apariencia, la comparación con un palacio subraya las dinámicas de poder y exclusión que históricamente han definido estas instituciones.
Los museos han adoptado una arquitectura monumental que los asemeja a palacios reales
Como un palacio, el museo establece una distancia entre quienes lo habitan y quienes lo visitan. Al igual que los palacios reales simbolizaban el poder absoluto de un monarca, los museos simbolizan la autoridad cultural y la legitimidad de un discurso artístico e histórico que rara vez es inclusivo. Lo que se exhibe en sus salas se presenta como digno de admiración, mientras que lo que queda fuera de sus muros se invisibiliza o se considera carente de valor. En su configuración inicial, los museos actuaron como vitrinas del botín colonial, donde las élites occidentales exponían los tesoros saqueados de las culturas que habían subyugado. Así, el museo-palacio se erigió como el escenario perfecto para mostrar no solo riqueza, sino también control sobre el pasado, la narrativa y el conocimiento. Este control perpetuaba la idea de que ciertas culturas eran superiores y merecían ser preservadas, mientras que otras eran exóticas, primitivas o prescindibles.
A lo largo de todo el libro, una pregunta sobrevuela las páginas: ¿es posible descolonizar las galerías y los museos de arte? La autora cree que sí. De hecho, Alice Procter lleva años trabajando en transmitir estos relatos alternativos que enfrentan el relato hegemónico desde que, en 2016, organizó los llamados Uncomfortable Art Tours, visitas guiadas a diferentes galerías británicas que buscan cuestionar las narrativas tradicionales y hegemónicas de los museos. Estas visitas ponen énfasis en las historias de explotación, colonialismo, racismo, sexismo y desigualdad que a menudo quedan silenciadas o minimizadas en la presentación de las colecciones artísticas. Este enfoque crítico se ha popularizado en los últimos años como una alternativa para explorar las instituciones culturales. El libro parece conducirnos a través de uno de estos tours alternativos. En lugar de resaltar únicamente la grandeza de las obras o los artistas, tanto las visitas como las páginas de El cuadro completo analizan cómo estas mismas piezas están conectadas con sistemas de opresión, saqueo cultural o desigualdad. Replantear el museo no es solo una cuestión estética o académica, sino también un acto político que exige desenterrar las historias silenciadas y repensar el espacio como un lugar donde todas las voces puedan resonar.
El cuadro completo finaliza con un capítulo en el que el museo es concebido como un patio de recreo. En este apartado, Alice Procter analiza obras realizadas en los últimos años que no solo reflexionan sobre piezas ligadas a la historia colonial, sino que también reformulan y reescriben los relatos de racismo y violencia histórica para comprender mejor su impacto contemporáneo. Estas obras no ignoran las dinámicas de control y poder; en cambio, los y las artistas reclaman ese poder y se resisten a ser controladas. Es particularmente interesante observar cómo artistas como Kara Walker, Michael Rakowitz, Andrea Fraser o Tania Bruguera desarrollan intervenciones que desentrañan las estructuras de poder, revelando los contextos políticos y culturales que, de otro modo, sería más cómodo ignorar.
En sus propuestas, estas artistas no solo desafían las narrativas tradicionales, sino que también convierten los espacios expositivos en lugares de confrontación y resistencia. Sus obras juegan con las dinámicas de autoridad en los museos, desafiando las formas en que el poder ha moldeado la memoria histórica y la representación artística. Al hacerlo, revelan que el museo no es un espacio neutral, sino un terreno de disputa cultural donde se negocian significados, identidades y valores. Como afirma la autora al final del libro, debemos pensar en el museo y, por extensión, en la conmemoración, como un acto político y como un proceso en constante construcción. Esto implica cuestionar continuamente a quién recordamos, por qué lo hacemos y cómo lo hacemos. Significa también aceptar que, en algunos casos, será necesario retirar, destruir o sustituir monumentos. Este replanteamiento debe ir acompañado de una revisión crítica de las formas en que nos han enseñado a mirar y de la ideología subyacente que ha moldeado nuestra percepción de la historia y el arte. Aprender a cuestionar esa mirada es fundamental para construir una memoria más inclusiva y una representación más justa en los museos del futuro.
Los museos no son inocentes. A lo largo de los últimos siglos, han configurado una ideología dominante que define qué y a quiénes debemos admirar. Como instituciones ilustradas, encumbraron las visiones de los hombres blancos, cisgénero, heterosexuales y privilegiados, silenciando todas las demás perspectivas y...
Autora >
Deborah García
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