LOS DOMINGOS
Sobre el estupor
La Idea es que no es posible que unos tengan tanto y otros no tengan nada
Guillem Martínez 16/02/2025
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Breaker boys, una obra de Lewis Hines. / CC
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El paso del tiempo es un indicio de que el universo está compuesto, únicamente, de tiempo. De que el tiempo es lo único que sucede. Mi vida, en ese sentido, está traspasando un umbral imprevisto, fabricado con tiempo, tras el cual todo el pasado empieza a ser incomprensible, precisamente por el paso del tiempo, que convierte lo vivido en lejano y huérfano del tiempo que lo envolvía, que lo hacía todo claro y soleado. Hoy, esos mismos recuerdos envueltos en otro tiempo, son insondables. Sucede también con las personas vividas. Nítidas en otro tiempo, las toneladas de tiempo vertido sobre ellas las convierte en un recuerdo borroso.
Sucede así con mi tía Carmen, poseedora de una biografía que en su día me conmovió y que hoy me sigue pareciendo estremecedora, si bien me cuesta explicarla en este otro tiempo, cuando el tiempo le ha vertido tanta arena de tiempo que empieza a ser difícil reconocer en ese túmulo su cuerpo.
Siendo una niña participó en la fundación de la CNT en su pueblo. Se creó de noche, lejos del pueblo, en una peña que sobresalía sobre la llanura y en la que un día había pernoctado el Cid, como atestiguan, aún hoy, las huellas, tatuadas en la roca, de las herraduras de Babieca, su caballo. A los 16 años, en plena Guerra Civil, un sorpresivo avance del enemigo le impide volver del trabajo a la casa de sus padres. Empieza su exilio, que tres años después le lleva a cruzar la frontera. Internada al lado del mar, en un campo sobre la arena, sin techo, después fue internada en otro campo, más estable, en Orleans. Estuvo varios meses ahí, descalza. Los pies descalzos crean una capa de dureza en la piel de varios centímetros, en verdad llamativa. Cuando salió del campo, eso fue lo que miraban con estupor los siguientes ocupantes internados, con los que se cruzó en la puerta. Eran judíos franceses. Algunos llevaban, como equipaje de mano, sus raquetas de tenis. No habían entendido su tiempo y, al ver esos pies, empezaban a hacerlo, repentinamente y demasiado tarde. Ya en libertad, mi tía Carmen prosiguió con la guerra que había abandonado momentáneamente. No me veo capaz de explicar lo que vivió durante cinco años de guerra, pues el tiempo, su peso y su volumen, impiden comprender hoy, en este otro tiempo, su nitidez. Yo conocí a aquella mujer mucho después, claro. Era una mujer mayor, divertida y bromista, de risa fácil. Un día, en mi adolescencia –envuelta por otro tiempo, que hoy tampoco existe– hablamos por fin de lo vivido en aquellas dos guerras. De las vicisitudes, de los golpes del destino que, en una guerra, son, fundamentalmente, golpes. Tras explicármelo se creó el silencio. Entonces le hice una pregunta ingenua, si bien ahora comprendo que resultaba excesivamente dura y difícil, al punto de que si hoy alguien me la preguntara, me resultaría imposible responder de una manera clara y concisa. Le pregunté por qué hizo todo ello, por qué se expuso a algo aún más borroso que la muerte. Me miró como si no entendiera la pregunta y, al poco, me contestó: “Por La Idea”. Yo ya sabía, claro, lo que era La Idea. Pero nunca había escuchado La Idea explicada por una persona viva. Por lo que le pregunté, a su vez, por La Idea. Ella me volvió a mirar incrédula. Y me respondió. Simplemente me dijo que La Idea es que no es posible que unos tengan tanto y otros no tengan nada. Es decir, no me explicó La Idea, sino que me explicó el estupor que la llevó, de noche, a una peña de roca pura, en la que un grupo de personas de todas las edades se explicaron unos a otros la Idea. No me explicó La Idea, sino el estupor que la condujo a su primera toma de decisiones.
El paso del tiempo es un indicio de que el universo está compuesto, únicamente, de tiempo. De que el tiempo es lo único que sucede. De que el tiempo lo envuelve todo y, con ello, todo lo envejece, todo lo oxida. El pasado empieza a ser incomprensible, precisamente por el paso del tiempo, que convierte lo vivido en lejano y huérfano del tiempo que lo envolvía. Para esta historia, un tiempo en el que aún existía un objeto tal vez hoy perdido para siempre. El estupor. Pueden pasar días, tal vez una vida, sin que el estupor, ese nudo, se produzca. La ausencia de estupor hace que no comprendamos vidas pasadas, momentos pasados, cuando el tiempo era otro, permeable al estupor. Hace que no entendamos lo que nos depara el tiempo futuro, ahora que el tiempo vuelve a envolver barbaries parecidas a las del pasado, si bien dejando fuera de ese envoltorio al estupor. El estupor solo nos acompañó, parece, durante un tiempo, hace mucho tiempo.
El paso del tiempo es un indicio de que el universo está compuesto, únicamente, de tiempo. De que el tiempo es lo único que sucede. Mi vida, en ese sentido, está traspasando un umbral imprevisto, fabricado con tiempo, tras el cual todo el pasado empieza a ser incomprensible, precisamente por el paso...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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