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Acabada la II Guerra Mundial, Italia era un país devastado. Masacrada en una contienda para la que nunca estuvo preparada, arrasada por varios ejércitos y sufriendo una sangrienta guerra civil, Italia era un polvorín. La única esperanza eran tres ciclistas, que reunían todas las contradicciones de su país. Gino Bartali, el piadoso que llevaba una vida poco profesional. Fausto Coppi, el campeón del pueblo que vivía como un burgués; y Gianni Motta, el tercer hombre, acusado de ser un pistolero fascista. Eran los tres hombres de Italia.
Dicen que fue el propio Mussolini quien convenció a Gino Bartali en 1937 para participar en el Tour de Francia. Así, dijo el Duce, toda Europa comprobaría la superioridad del atleta fascista. Gino, claro, aceptó, y a punto estuvo de ser el segundo italiano en vencer allí. El primero, Bottecchia, no contaba para ellos, pues fue un furibundo izquierdista.
Pero Gino, Gino Bartali, no era fascista. Ni por origen (hijo de un socialista, tuvo que ver cómo Gaetano Pilati, dueño de la fábrica donde trabajaba su progenitor y amigo personal de la familia, era asesinado por los camisas negras en 1925) ni por convicción propia (Bartali nunca perteneció al Partido Fascista, pese a las presiones que recibió para ello). No, Bartali era el hombre de la Iglesia, de la Democracia Cristiana, un campesino devoto conocido como El Piadoso o El Monje volador. Ese era Bartali, el archienemigo de Coppi; Bartali, a quien llamaban santo pero llevaba una vida disipada (le encantaba fumar y tomar café, apenas probaba el agua fuera de carrera y pasaba las noches charlando en lugar de descansar). Aquel fue Bartali, que aún seguía paseándose por el Giro de Italia de los años noventa, patrocinando su propio nombre, su empresa, su figura. Patrocinando su mito.
¿Su mito? Sí, el mito. Ese que en ocasiones nos hace olvidar que hablamos de uno de los mejores corredores de todos los tiempos. Tres Giros de Italia, dos Tour de Francia, cuatro Milán-San Remo, tres Giros de Lombardía, dos Vueltas a Suiza, cuatro veces campeón nacional y nueve veces rey de la montaña entre Giro y Tour. Un palmarés que constituye, por sí solo, uno de los más destacados de la Historia. Y que deja la incertidumbre de lo que podría haber ganado este hombre sin mediar la Segunda Guerra Mundial. Y es que entre su primer y segundo Tour transcurren diez años. Y no una década cualquiera, sino la que va de 1938 a 1948.
Pero hay algo más. ¿El mito? Sí, su mito. La primera vez que Bartali trasciende al propio ciclismo es en el Tour de 1937. Las cosas no pueden rodarle mejor a un joven Gino de 22 años, que conquista el maillot amarillo tras una soberbia demostración en el Galibier. Esa misma noche un sacerdote florentino viaja a los Alpes para bendecir la túnica sagrada… Quizás fue eso lo que salvó su vida al día siguiente, cuando en pleno descenso de la Côte de Laffrey su equipier Rossi derrapa durante la travesía de Embrun, arrastrando a su líder. La fatalidad hace que la caída se produzca mientras cruzan un puente, por lo que el joven campeón cae al torrente de Colau, aguas heladas, corriente furiosa en deshielo alpino. Será Camusso, otro italiano, el que se lance para salvar la vida de un Bartali conmocionado que se hunde sin remedio. Será también Camusso quien vuelva a subir a Gino en la bicicleta, el maillot de oro manchado con sangre y barro, los ojos cegados por el miedo, el respirar descompasado. Pero será la prodigiosa voluntad de Bartali la que lo empuje a una victoria épica en esa misma etapa. En las entrevistas posteriores dará las gracias a la Virgen, “sin Ella me hubiera ahogado”, dice El Piadoso. Días después abandona la carrera, tosiendo trocitos de pulmón y orinando sangre. Un mártir, proclamaron algunos. Un icono perfecto para la iglesia católica, que encontró en él un héroe profundamente devoto.
Año 1943. Los policías del Estado Fascista Italiano patrullan las carreteras toscanas y saludan a un Bartali que se entrena pese a la guerra. Todas las mañanas ven pasar a ese hombre, tan popular como respetado por el Gobierno debido a su postura política “de derechas”. Lo que nadie sabe es el enorme secreto que esconde el piadoso Gino en su bicicleta.
Cada día Bartali emprende una carrera frenética que le lleva a conectar su domicilio florentino con el Convento de Clarisas de San Quirico, en Asís. Cuando llega allí quita el tapón a los tubos del manillar y saca del interior hueco unos folios, su carga más preciada: documentos y pasaportes que permitirán a más de 800 judíos de la Toscana escapar de una muerte segura. Entregados en Asís, centro de una red organizada por Giorgio Nissim que prestaba asilo a judíos en conventos toscanos, Bartali oculta alguna otra consigna para sus enlaces en la ciudad y vuelve a Florencia realizando la segunda parte de su peculiar entrenamiento, ese con el que ayudó a salvar cientos de vidas. Ese que jamás quiso confesar, y del que sólo se supo tras su muerte y gracias a una investigación efectuada por los descendientes de uno de aquellos niños que nunca hubieran sobrevivido sin aquel hombre de aspecto tosco y sonrisa fácil.
Año 1948. Un ya veterano Bartali regresa al Tour de Francia, la carrera que ganó hace una década. Entretanto, Europa se ha desangrado en la más cruel guerra que jamás el mundo vio, una contienda que ha dejado a Italia partida en dos, con desconfianzas mutuas y un ambiente de violencia soterrada que amenaza con explotar en cualquier momento.
Y, en medio, Bartali. Bartali como único elemento de nexo (junto a Coppi) entre las dos Italias. Bartali, católico, piadoso, hombre de la Democracia Cristiana. Bartali, que es el ídolo de Palmiro Togliatti, líder de los comunistas. En mitad de ese clima prebélico, el líder comunista recibe tres disparos a la salida del Parlamento, en Roma. Es el 14 de julio de 1948. Conocida la noticia, todo el país se levanta en armas. Togliatti era adorado por los simpatizantes de base del Partido Comunista, muchos más de los dos millones de afiliados que en aquel momento tenía la organización. Su intento de asesinato (en aquellas primeras horas no estaba claro si moriría o no), parece un golpe casi definitivo a la naciente democracia italiana. Por toda la península se suceden huelgas y barricadas. Aquel día aparecieron perfectamente engrasadas las armas que la guerra parecía haber enterrado. Comunistas y miembros del MSI, el partido neofascista, ocupan periódicos, estaciones de tren, edificios oficiales. Italia está al borde de una guerra civil. En ese momento el Primer Ministro italiano, Alcide de Gasperi, de la Democracia Cristiana, realiza una llamada sorprendente.
Gino Bartali está ese día en Cannes, disfrutando de la jornada de descanso del Tour de Francia. Es entonces cuando recibe en su hotel la extraña llamada. Un agitado De Gasperi, amigo personal de Bartali, le cuenta lo sucedido con Togliatti, y hace una alucinante petición. “Gana la siguiente etapa, Gino, eres el único que puede unir a los italianos ahora. Haz que todos se alegren con tus triunfos, que todos se unan como tifosi, haz que se vean nuevamente como hermanos. Evita la guerra civil en Italia, Gino, por favor”. Evitar la guerra civil, ahí es nada. El futuro de un país en las piernas de un ciclista. Nunca hubo mayor responsabilidad.
Pero, ¿existió aquella llamada? Los últimos estudios sobre esos decisivos días en la historia italiana apuntan a que no, a que todo es una leyenda. De hecho no aparece citada en ningún sitio hasta el año 1979, y a partir de ahí se convierte en un cliché repetido sin apenas cambios. El mismo Bartali jamás habló de ello hasta bien entrados los años noventa y Alfredo Binda, seleccionador italiano en aquel momento (y furibundo fascista aun en 1948) niega que sus ciclistas se enterasen del atentado hasta el día después. Lo más seguro es que la llamada jamás tuviera lugar y todo sea una invención posterior de la prensa católica en la búsqueda de un héroe querido por todos.
Cierta o no la leyenda, la actuación de Bartali en las tres etapas siguientes será la más contundente de la historia del ciclismo. Gana el triplete alpino, sentenciando el Tour a su favor. El anterior líder, un bisoño Louison Bobet, asiste impotente al vuelo de Bartali sobre el Izoard, la primera vez que estos dos campeones se cruzan. Años más tarde, en 1959, Bobet abandona el Tour y el ciclismo en la cima del puerto más alto de la Grande Boucle hasta aquel día, el Col d´Iseran, más de 2700 metros. La imagen muestra a un cariacontecido Bobet intentando abrigarse, mientras junto a él Bartali, retirado y con ropa de calle, observa la escena tranquilo, fumando un cigarrillo. Elegancia y fotogenia en una postal de enorme dramatismo.
Pero volvamos a 1948. Con llamada o sin ella las victorias de Bartali ayudan a contener los ánimos en su país. Togliatti va mostrando una leve mejoría (finalmente se recuperará por completo) y la insurrección queda apagada. Gracias (entre otros) a Bartali Italia ha evitado un nuevo baño de sangre. De allí en adelante su vida, su memoria, su nombre quedarán para siempre ligados a esos decisivos tres días de julio de 1948. Porque jamás unas piernas tuvieron tanta importancia para un país.
Dice John Foot que los mitos son una llave que permite ver caminos a través de los cuales la identidad de cada nación se construye y transmite. Dice John Dickie que las naciones no pueden existir sin ser imaginadas. En ambos casos, mito e imaginación, Bartali fue, durante un tiempo y aun hoy, todo lo que Italia siempre ha sido.
Acabada la II Guerra Mundial, Italia era un país devastado. Masacrada en una contienda para la que nunca estuvo preparada, arrasada por varios ejércitos y sufriendo una sangrienta guerra civil, Italia era un polvorín. La única esperanza eran...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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