
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
¡Un Zaaf! Retumba el pedido en las paredes del añejo bar. Los parroquianos apenas levantan la mirada de su partida de naipes, acostumbrados a la especial sonoridad del nombre. Afuera sopla con fuerza el mistral, ese viento inmisericorde que lleva en invierno el frío de los Alpes al Mediodía francés y que en verano se disfraza de infierno hasta hacer irrespirable el aire. Estamos en un pequeño pueblo en las cercanías de Nîmes, junto a la carretera que une el Languedoc y la Provenza. Un Zaaf, ha pedido un cliente, y el camarero, solícito, pone un pequeño vaso de vino tinto sobre la sucia barra. Un Zaaf.
Abdel-Kader Zaaf (1917-1986) es una foto, la que le muestra apoyado en un árbol, inconsciente durante el Tour de Francia de 1950, mientras a su alrededor los aficionados le auxilian, posan para el fotógrafo o, sencillamente, miran con curiosidad. Pero es también el carisma, esa cualidad evanescente que se posee o no, y que hace a quien la tiene destacar de forma natural entre las multitudes. Porque Zaaf, que fue primero francés y luego argelino, no era un gran ciclista, no era guapo, no era jovial o simpático, ni siquiera fue jamás un caballero en la carretera. Pero el público le reconocía. Tenía carisma. Y eso ni se compra ni se entrena.
Empecemos por la leyenda, por esa instantánea que dibujó a Zaaf en la retina de toda una generación.
Aquellos primeros Tours tras la Segunda Guerra Mundial seguían siendo polvorientos, sucios, peligrosos y con un punto de heroísmo romántico que se perdió, quizás, entre los ojos azules y el pelo rubio de Jacques Anquetil. Pero estamos en 1950 y el Tour es aún áspero, es barro y piedras y aventura. Todo eso y además, en aquel año, un equipo africano.
Aunque no realmente, porque el conjunto de África del Norte representa a los tres departamentos argelinos y los dos protectorados de Marruecos y Túnez. En otras palabras, franceses de pura cepa desde el punto de vista administrativo que vestían un maillot pardusco con una franja azul rápidamente reconocido por el buen aficionado.
Aquel conjunto, el primero del continente en pisar un Tour, era dirigido por Tony Arbona, periodista del periódico argelino Dépêche Quotidienne, y estaba compuesto por una heterogénea mixtura de argelinos (cuatro) y marroquíes (dos)…o, si lo prefieren, mezclaba árabes, kabiles bereberes y pieds-noirs, los norteafricanos de origen europeo. Todo un exotismo que no pasó desapercibido para público y prensa, que convierte a los seis ciclistas (Zaaf, Zélasco, Molines, Khebaili, Dos Reis y Charroin) en protagonistas habituales de sus crónicas. Escritos paternalistas, con un tono racista que hoy nos resulta escandaloso y que en aquella época pasaba desapercibido. Por aquel entonces las revueltas de Argelia aún no habían comenzado, y aunque nadie había olvidado lo sucedido en Sétif cinco años antes durante las celebraciones del Día de la Victoria, la visión de la sociedad "oficial" francesa frente a sus colonias africanas era todavía condescendiente y algo naíf, lejos de la firmeza casi agresiva que vendría tiempo después. Así, el diario que organizaba el Tour, L´Équipe, no perdía oportunidad de ensalzar la gran acogida que los norteafricanos estaban teniendo tanto por la afición como por el resto de los ciclistas. Claro que esto se combinaba con artículos que comparaban a los argelinos con boxeadores negros como Joe Louis, otros en los que se les denominaba "vendedores de alfombra" (nada menos que en Le Monde) y comentarios como el de Jean Castera, que para loar el buen hacer de la escuadra terminaba uno de sus escritos diciendo que Zaaf había ganado tanto dinero en Francia que al regresar a Argelia "podría tomar otras tres esposas para él solo e invitar a todos sus amigos a un gran festín de cous-cous..."
En tal clima no es de extrañar que Abdel-Kader Zaaf se convirtiese pronto en figura reconocible del pelotón. En primer lugar, porque era el más veterano de los africanos, con 33 años, y el único que había corrido ya la Grande Boucle. Lo había hecho el año anterior enrolado en el equipo regional del Sudeste Francés, maillot gris y blanco sobre sus espaldas, y la experiencia no pudo ser peor: eliminado en la primera etapa por llegar fuera de control. Pero lo que popularizó para siempre a Zaaf, lo que le hizo inmortal, fue la foto, aquella foto. Y todo lo que la rodea.
La decimosegunda etapa del Tour de 1950 une las ciudades de Perpiñán y Nîmes. Bajo un sol abrasador, los norteafricanos deciden pasar a la ofensiva, y tanto el veterano Zaaf como Marcel Molinès, un pied-noir de apenas 21 años, escapan del pelotón nada más iniciarse la jornada y cuando aún quedan 200 kilómetros hasta la meta. El grupo sestea por detrás, y los dos argelinos abren un hueco que se antoja definitivo. Entonces alguien se empeña en escribir una historia digna de ser recordada.
Zaaf es impulsivo, anárquico, individual, mal compañero. Aunque con el tiempo conseguirá domar sus ánimos (concluirá sus días como ciclista haciendo de gregario para Gaul o Bahamontes), en 1950 todavía era un guerrillero, un rompepelotones. El casseur de baraque, así le llamaban los franceses. Una escapada corta no es una escapada digna de Zaaf, decía, orgulloso. Quizás por eso, y en contra de toda lógica, Abdel-Kader ataca a su joven coéquipier (Lloré de rabia mientras lo veía alejarse) y se marcha solo en pos de una victoria que parece segura.
Hasta que ocurre.
Sabemos qué pasó, pero seguramente jamás conozcamos las causas. Los hechos: faltan solo 30 kilómetros hasta la meta de Nîmes y Zaaf empieza a ir más despacio, zigzaguea por la carretera y acaba cayendo al suelo, los ojos en blanco. Cuando se incorpora vuelve a subir a su bicicleta y pedalea en sentido contrario a la marcha, en dirección al punto de salida. Son solo unos metros, puesto que vuelve a caer al suelo. Unos aficionados arrastran al ciclista, casi inconsciente, hasta la sombra de un plátano, uno de esos árboles que delimitan los grandes caminos en Francia desde hace siglos. Allí intentan reanimarle durante dos horas en las que el argelino apenas entiende lo que ocurre a su alrededor. Llegará a Nîmes en ambulancia. Al día siguiente se fuga del hospital saltando un muro y recorre todos los hoteles de la ciudad aún de madrugada buscando a Jacques Goddet, cabeza de la organización, para expresarle su intención de continuar en el Tour. Goddet se muestra inflexible, no puede seguir en carrera porque hizo los últimos kilómetros de la etapa anterior en un vehículo. La respuesta de Zaaf es clara: Entonces haré ahora mismo esa distancia sobre mi bicicleta y ya estamos en paz. El Tour, siempre cruel, no se apiada de él.
Pero, ¿qué le pasó a Zaaf? ¿Por qué ese desfallecimiento? La leyenda, que es siempre la hija más guapa de la Historia, nos dice que el argelino tomó una botella de líquido que le ofreció algún espectador aquel caluroso día y la apuró de un trago sin darse cuenta de que no contenía agua sino el espeso y fortísimo vino tinto que se produce en la zona. Según esta versión, Zaaf, musulmán practicante, jamás había probado el alcohol, y la mezcla de esfuerzo intenso y morapio hizo que se deshidratara por completo, quedando inconsciente. El público, en su intento de refrescar al argelino, le rocía la cara con lo que tenían más mano… lo han adivinado, de nuevo es vino. Así tenemos a nuestro valiente ciclista tendido inconsciente bajo un árbol, desvanecido por el esfuerzo y la deshidratación, y apestando a alcohol. La fotografía da la vuelta al mundo, y es, en sí misma, una de esas historias que merecen ser contadas.
Aunque… aunque quizás no ocurrió como nos dijeron.
A lo mejor lo que deshidrató a Zaaf no fue nada que bebiera, sino las orthedrinas, unas anfetaminas que había tomado esa jornada, y que eran algo común en el pelotón de aquellos tiempos. Todos las consumían, pero también todos sabían que en días de mucho calor había que pasar sin ellas porque provocaban desmayos. Y quizás Zaaf, el arriesgado, el casseur de baraque, el hombre sin ley, no hiciese caso de tal advertencia. Puede, entonces, que el olor a vino solamente viniera de lo que rociaron sobre su rostro los espectadores, puede que todo el mito no sea más que eso, un cuento que jamás existió.
Puede…
No importa, la historia del ciclista derrumbado por tomar vino en plena carrera es popular, es carismática, y Zaaf se convierte en toda una personalidad, alguien bien conocido por el público francés. Tanto que ese mismo año hará su debut en el mundo de la publicidad, como imagen de la marca St. Raphaël. ¿Qué anunciaba? Un vino dulce de aperitivo, qué si no…
Por cierto, aquella etapa la ganó el joven Molinès, primer africano en vencer un parcial del Tour.
En cuanto a Zaaf, aún estuvo en muchos otros episodios que se mueven dentro de la bruma que separa realidad y ficción. Decidiendo carreras en beneficio de otros, traicionando lealtades y siguiendo pactos de forma anárquica, siendo, en suma, el mismo casseur de baraque de siempre.
¿Qué es un hombre? Si un hombre es aquello que llegó a lograr quizás Abdel-Kader Zaaf no merezca entrar en los libros de historia. Pero si un hombre es todo lo que queda de él en aquellas personas que le recuerdan, entonces Zaaf, el buen musulmán, pudo esbozar una sonrisa satisfecha antes de morir. Y todos los cuentos que sobre él existen en la gran mitología del ciclismo, los ciertos y los falsos, temblarían durante un momento de emoción.
¡Un Zaaf! Retumba el pedido en las paredes del añejo bar. Los parroquianos apenas levantan la mirada de su partida de naipes, acostumbrados a la especial sonoridad del nombre. Afuera sopla con fuerza el mistral, ese viento...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí