En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
En la pista, quince o veinte parejas bailando en orden inverso a las agujas de un reloj. A su alrededor, una docena de mesas ocupadas por hombres y mujeres de semblante solitario. Pocas conversaciones. No hay escenario ni orquesta. En una esquina, una pequeña barra, detrás, estantes casi sin género. Apenas unas botellas de vino, alguna ginebra y cerveza. De comida, empanadillas de carne. Aquí no se viene a comer o a beber. Los hombres, poco vestidos, pantalones oscuros, camiseta o chándal, dos o tres con traje y uno, cincuentón, de manual. Las mujeres, infinitamente más hermosas, traen los zapatos en el bolso y tienen ojos perspicaces, que giran con lentitud. Mujeres morenas, pelirrojas, castañas, alguna rubia. Nada que ver con el modelo clasista de belleza que domina en el resto de Buenos Aires: rubia pelo lacio mandíbula larga tetas gimnasio cirugía estética culo respingón ropa más que de, con marca.
Estamos en una milonga. Si uno desea ver tango debe elegir entre venir aquí o ir a un show. Los shows de tango, normalmente con cena incluida, son turísticos, tienen "ambiente", buenos cantores y un tipo de tango que oscila entre lo gimnástico y lo acrobático. Pero si uno quiere ver bailar a los porteños debe venir a una milonga. Hay varias reglas. En primer lugar, estar enterado de la dirección y el día de cada una; la milonga no está vinculada con un lugar determinado y hay que ir el día adecuado. El anonimato viene de antiguo y es herencia del origen arrabalero y prostibulario. Ahora sigue igual. No tienen cartel que les delate, siguen escondidas tras portales anodinos por los que, tras pagar una entrada, se pasa a recintos, que, en algunos casos, son verdaderos "galpones" —en lunfardo, cobertizos grandes, tinglados—, repletos de penumbras y mujeres de cuellos extralargos y faldas asimétricas. Da gusto mirar a estas hembras sólidas, solitarias, fuera de la estética dominante. Cuando las ves otear entre las mesas buscando un compañero de baile o cuando las ves bailando, todavía más "lindas", sientes que lo último que aparentan es dependencia de alguien o de algo, y, sin embargo, ahí están, obligadas a seguir la estela de un guía masculino, abducidas por el baile más machista, sometidas a la disciplina del papel secundario.
A mí me llevó un profesor de gimnasia que tuvo una novia casi profesional y al que de vez en cuando, en clase, se le escapaba un molinete con el tacón en alto. La segunda o tercera vez, me presentó a un habitual, Fausto Cantore, quien me explicó algunas normas: "Normalmente, damas y varones acuden por separado si quieren bailar con otra persona; si una dama acude acompañada por un varón y se sienta con él a la mesa, no será invitada a bailar con ningún otro. La forma de invitar a bailar es el "cabeceo", es decir, un intercambio de miradas. Se hace un movimiento de la cabeza rápido y casi imperceptible hacia el hombro que mira a la pista. La mujer acepta asintiendo y dirigiéndose a la pista, donde ambos se encuentran, o bien le rechaza mirando con disimulo hacia otro lado. Cuando salga a bailar, no tenga miedo por el espacio, siempre le va a parecer que no tiene, pero le bastará. Mientras se baila no se chamuya -se habla-, ni se dan clases, ni se eructa ni se dejan escapar gases. Para hablar están las mesas, para dar clases, las academias, y para el resto, el aseo. Se baila limpio y como mínimo, duchado, por respeto a la pareja. Si es necesario, traiga remeras o camisas de cambio para asearse a media milonga. Y si fuma o no tiene buen aliento por problemas de salud, recuerde tomar caramelitos".
Hay más códigos. Cuándo se debe entrar, por dónde circular y cuántas piezas se deben bailar. Falta el cómo. En la práctica, nadie saca a bailar a una mujer sin saber si lo hace bien ("la mina tiene que estar rebuena para arriesgarse sin haberla visto"). Además, se baila por tandas -de temas-, y se cambia o se descansa en "las cortinas" -canciones no de tango-. Cantore, de edad indefinible, sigue gastando melena en la coronilla y va trajeado pero sin ostentación, con pañuelo de seda en el cuello. Aquí todavía se usa mucho, es normal esa imagen antigua del tipo con blazier cruzado, camisa clara y pañuelo. Otro día estaba en mi mesa mirando bailar a las parejas cuando él pasó por delante, señaló con un gesto de la mano la silla vacía y antes de que contestara, se sentó a mi lado. Parecía no reconocerme. Cuando me despedí, me dijo "Antes de sentarme con usted le había puesto a prueba". En la puerta, salí a la calle repitiendo mentalmente los últimos versos: Aquí estoy a su mandao, / Cuente con un servidor /-Le dijo el Diablo al dotor, / Que estaba medio asonsao.
En la pista, quince o veinte parejas bailando en orden inverso a las agujas de un reloj. A su alrededor, una docena de mesas ocupadas por hombres y mujeres de semblante solitario. Pocas conversaciones. No hay escenario ni orquesta. En una...
Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí