La brecha social
El declive del sueño americano
Mercedes Gallego Nueva York , 19/02/2015
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Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la
sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la
incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la
esperanza y el invierno de la desesperación.
‘Historia de dos ciudades’
Charles Dickens
Hay muchos hoteles en Times Square, pero sólo hay un Hotel Times Square. Y no es un hotel. Lo fue cuando lo construyeron en 1926, con el lujo arrollador de aquellos tiempos de desenfreno y dinamismo que acabaron de golpe con el crack de 1929, seguido de la Gran Depresión. Si en las siguientes décadas el New Deal de Roosevelt y todas las medidas para poner freno a la orgía de Wall Street lograron reducir las desigualdades de esos Roaring Twenties, 85 años después es estadísticamente posible decir que Estados Unidos ha vuelto a la desigualdad de esos años locos y le ha tomando la delantera a Europa.
El 1% de la población posee el 42% de la riqueza, casi la mitad, pero incluso la fortuna de muchos de estos privilegiados palidece frente a la del 0.1% de la población, que posee el 22% de toda la riqueza de EE UU, según puso de manifiesto el trabajo de Emmanuel Saenz, un profesor francoamericano de la Universidad de Berkeley que, junto con Gabriel Zucman, de la London School of Economics, el año pasado puso números al grito indignado del movimiento Occupy Wall Street.
José Carrillo, de 81 años, llegó a EE.UU. demasiado tarde como para subirse al carro de esa creciente clase media que sonreía al mundo en las series de televisión en blanco y negro. Entre los años cuarenta y los setenta, el 90% de los estadounidenses menos acaudalados vio subir su porcentaje de riqueza del 15% que tenía en los años veinte al 36% de los años ochenta. Con Reagan, sin embargo, llegó la amnistía que permitió a Carrillo instalarse en EE.UU., justo cuando empezaba el declive del sueño americano. Su teoría de que la bonanza de las grandes empresas levantaría a toda la sociedad no dio los resultados que prometió. Para 2012, la riqueza de ese 90% de la población había retrocedido del 36% al 23%. O en otras palabras, había vuelto a 1940.
Las maletas siguen rodando por el lobby de mármol con ángeles dorados del Hotel Times Square, pero ahora vienen llenas de latas y chatarra para vender. Sus huéspedes ya no son los que buscan el estímulo cultural de los teatros de Broadway y los escaparates de Macys, sino un medio de vida. Cuando sus dueños lo abandonaron entre los sin techo y los maleantes que se apoderaron de la calle 42 en los años ochenta, los turistas dejaron de frecuentarlo. En 1991 la organización Common Grounds lo adquirió con un préstamo federal para renovarlo y convertirlo en vivienda permanente para gente de bajos recursos subvencionada por la sección ocho de la Ley de Vivienda de 1936, una rémora de Roosevelt y su New Deal, con la que se dio respuesta a la Gran Depresión.
Carrillo pasó de la sordidez de un albergue a la diminuta habitación que ha habitado en los últimos doce años, con el espacio justo para una cama individual y un pequeño escritorio contra la pared. De acuerdo a la legislación, paga por ella el 30% de sus ingresos, 354 dólares al mes. La media por la que se alquila un estudio en Manhattan es 2.970 dólares al mes (2.605 euros), según el informe de Manhattan Rental Market, y aunque cualquier estudio será el doble o el triple del que habita el anciano, no hay duda de que está altamente subvencionado. El programa federal que hasta 2008 beneficiaba a 4.8 millones de personas de bajos ingresos en todo el país cuesta al Gobierno 20.000 millones de dólares al año. Pero mientras Carrillo sigue pagando el mismo porcentaje, para el resto de los estadounidenses el alquiler ha subido del 31% al 34% de sus ingresos sólo entre 2004 y 2012, según un estudio del Centro para Viviendas de la Universidad de Harvard, empujando a más gente a las filas de la pobreza y la marginación. En Nueva York, la segunda ciudad más cara de EE.UU. después de San Francisco, el alquiler se lleva ya el 40% del sueldo, y en ciudades como Nueva Orleáns ha pasado del 14% al 35%, según Zillow.
La vivienda pública en EE.UU. prácticamente ha desaparecido, demolida, literalmente, tras décadas sin mantenimiento que la llevaron a encajar en la imagen de los sórdidos guetos de las series policiacas. La de Nueva York, con una población protegida por los subsidios similar a la de toda la ciudad de Boston, es la más numerosa que queda en el país. Pese a tener las arterias de plomo tan atascadas de grasa como las de sus habitantes, las escaleras infectadas de ratones y cucarachas y las bandas cruzando tiros y navajazos en los soportales, estos pisos a los que podría optar por ingresos la mitad de la ciudad siguen teniendo tal demanda que la lista de espera es de 227.000 personas. Al escaso ritmo de desocupación, estadísticamente tendrían que esperar unos 20 años. “Eso, a pesar de ser un lugar en el que ni usted ni yo querríamos vivir”, aclara Jonathan Fisher, coautor del libro Projects Lifes, “lo cual demuestra la necesidad que hay de este tipo de viviendas”.
Del Hotel Times Square tampoco se va nadie, como no sea con los pies por delante, “o que se gane la loto”, dice Carrillo. Hace menos de un mes a una de sus inquilinas la mataron en el mismo lobby donde el limpiabotas y otros humildes huéspedes tocan el piano de cola, que sórdidamente recuerda tiempos más glamurosos. Los sofás los han tenido que quitar, “porque había gente de mal vivir que dormía en ellos”, aclara el hombre. Como anunciaban los folletos de cuando la “habitación con agua corriente” se alquilaba a dos dólares y medio por noche, la bienvenida empieza nada más cruzar las pomposas escalinatas. Sólo que ahora no es un portero con frac y sombrero de copa el que saluda, sino un afroamericano adormilado al otro lado del mostrador que pide el carné de identidad, para asegurarse de que sólo entran los inquilinos, en lugar de maleantes o periodistas con ganas de echar más leña al fuego.
Carrillo, que el verano pasado logró juntar dinero para visitar por primera vez en 17 años al único hijo que dejó en su Perú natal, no le guarda resentimiento a EE.UU.. Sólo a los jefes de empresas como la suya, McDonald’s, que pagan a sus empleados 8,75 dólares la hora -el salario mínimo en Nueva York-, mientras ellos ganan cuatro millones de dólares anuales, dice el panfleto que le ha dado el sindicato, con la foto de Donald Thompson, consejero delegado de la empresa que el año pasado tuvo unos beneficios netos de “1,07 billones de dólares (1.070 millones). “¡Billones! ¿Lo está viendo usted? ¡No millones, sino BILLONES!”, exclama indignado el anciano que limpia el McDonald’s de la Sexta Avenida y la calle 43. En realidad, si le suman bonos y acciones, el consejero delegado de McDonald’s ganó en 2013 casi 9.5 millones de dólares, unas 600 veces más que sus empleados, según Bloomberg. Para estos consejeros delegados que en 1965 ya ganaban de media 24 veces más que un trabajador y en 2009 la friolera de 185 veces más, Carrillo sólo tiene una palabra: “Ladrones”. “Está bien que ganen, pero que le paguen un salario justo a la gente”.
Para ahorrarse el seguro médico y otros beneficios que tendrían que proporcionar a los empleados a tiempo completo, la empresa les contrata a tiempo parcial. Carrillo trabaja ocho horas diarias tres días a la semana, y de la nómina le descuentan la media hora diaria para comer. O sea, 752 dólares brutos al mes, de los que todavía hay que quitar impuestos y seguridad social, para vivir en una ciudad en la que, recuérdese, el precio medio de un estudio es de 2.790 dólares al mes. Después de diez años trabajando le han subido el sueldo “diez centavitos”. En España, el país donde antes de la crisis nos llevábamos las manos a la cabeza ante el escándalo de los mileuristas, que es a lo que ahora aspiran los que ganan 600 euros, el sueldo de estos trabajadores puede parecer justo pero, según la Oficina de Estadísticas Laborales, el salario medio de un empleado en Manhattan era en el primer trimestre del año pasado de 2.749 dólares a la semana, lo que supone casi 11.000 dólares mensuales, dos veces y media más que la media nacional (1.027 dólares). Una media abultada por las nóminas de los financieros de Wall Street y los altos ejecutivos de Park Avenue, que disparan el coste de la vida para todos los demás.
El de McDonald´s era un trabajo que solían hacer los estudiantes en esa América rosada de las películas de tupé, pero que hoy es el ingreso de una familia. “Tengo compañeros con mujer e hijos que no sé cómo lo hacen”, dice el hombre, “pero no se atreven a protestar por miedo a que les vayan a botar”. Él es demasiado viejo como para tener miedo. Además, está respaldado por una pensión de invalidez y una habitación subvencionada en el Hotel Times Square, en la que cada noche se hace su tacita de quinoa en un hornillo eléctrico, que alterna con garbanzos, lentejas o frijoles y la inseparable lata de sardinas. No necesita mucho para vivir. Lo que gana se lo descuentan de la pensión, así que trabaja porque le gusta trabajar, a su edad quedarse sentado es el fin. Por eso, cuando en diciembre la policía desalojó la manifestación de trabajadores de comida rápida por un salario justo, a él tuvieron que llevárselo esposado. “Esto es un salario de miseria”, sentencia. “En Seattle ya están pagando 15 dólares la hora”.
El salario mínimo fue otra de las medidas implantadas en 1938, tras la Gran Depresión, y estancado también desde la era Reagan. Para alcanzar el valor real que tenía en 1968, los 7,25 dólares la hora que se pagan a nivel federal tendrían que ser 10,69 dólares, según un informe de los Servicios de Investigación del Congreso, pero sólo se ha subido 22 veces en la historia, pese a que la inflación generalmente ha subido cada año. Barack Obama propuso el año pasado incrementarlo a 10.10 dólares la hora, pero el Congreso de mayoría conservadora insiste, en contra de lo que señalan numerosos estudios, en que eso dañaría la creación de empleo. “Si de verdad creéis que se puede trabajar a tiempo completo y mantener a una familia con menos de 15.000 dólares al año, intentadlo”, les retó el mes pasado. “Si no, votad para darle un aumento a los millones de personas que trabajan más duro en EE.UU.”.
En la recta final de su Gobierno, cerrada la posibilidad de un entendimiento con el Congreso republicano del “Hell, no!”, acuñado por el portavoz de la oposición, John Boehner, Obama ha vuelto la mirada a los principios de justicia social que adquirió en sus tiempos de organizador comunitario en los barrios pobres del sur de Chicago. Su último discurso del Estado de la Unión fue bautizado por The Washington Post como su momento Piketty, en referencia al economista francés cuyo libro sobre la desigualdad, El capital en el siglo XXI, fue el año pasado el más vendido según la lista del New York Times. Piketty ha analizado los datos de cientos de años para poner cifras incuestionables a lo que el Nobel de Economía Robert Solow resume como “la dinámica de que el rico se hace más rico”.
Para Piketty, la desigualdad no es un accidente del capitalismo sino una consecuencia endémica y hasta cierto punto necesaria para el crecimiento, mientras no se desboque como ha ocurrido. Según la simpleza de su fórmula r>g (en la que r es la tasa de retorno del capital y g, la tasa de crecimiento), el capital siempre multiplicará sus ganancias a un ritmo mucho más rápido que el crecimiento de la economía, lo cual provoca un inevitable aumento de las desigualdades. Su solución es la imposición de un impuesto global que tanto Solow como el también Nobel Joseph Stiglitz consideran políticamente imposible en EE.UU.
“Si bien Piketty tiene razón en cuanto a la severidad del problema, no está totalmente en lo cierto en cuanto a su causa ni a cómo arreglarlo”, le rebatió Stiglitz en su estudio Phony Capitalism. “Esto quedó abundantemente claro durante la crisis financiera, cuando socializamos las pérdidas de los bancos pero les permitimos privatizar los beneficios. Espléndida generosidad hacia los verdugos, pero se hizo poco para ayudar a las víctimas que perdieron sus casas y sus trabajos”.
Stiglitz pone el dedo en la reforma del sistema fiscal nacional para que grave las ganancias del capital bursátil ahora exento, lo que permite que gente como Warren Buffett, el segundo hombre más rico de EE.UU., pague porcentualmente menos impuestos que su secretaria. Ideas que ha recogido Obama, sin posibilidad de que triunfen en el Congreso conservador. El dinero de oligarcas como los hermanos Koch, que han puesto su nombre a fuerza de cheques en las instituciones culturales más importantes de Manhattan como si fueran los nuevos Rockefeller, se encargará de comprar la próxima campaña presidencial. La nueva oligarquía se queja de que los pobres exprimen el sistema de beneficencia, pero el penthouse del nuevo rascacielos en la calle 57 y la Quinta Avenida que se ha vendido por cien millones de dólares evadirá el 95% de los impuestos.
“Manhattan”, reflexiona Carrillo desde su refugio en el Hotel Times Square. “La Manzana podrida. Esto está pero que muy podrido. ¡Las cosas que se ven aquí!”. Con su jersey raído se va a coger el ascensor, a seguir leyendo el librito de Las cuatro nobles verdades del Dalai Lama que alguien le ha regalado. Mañana seguirá limpiando los suelos de McDonald’s.
Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al
cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella
época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades
insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es
aceptable la comparación en grado superlativo.
‘Historia de dos ciudades’
Charles Dickens
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la
sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la
incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la
Autor >
Mercedes Gallego
Corresponsal del Grupo Vocento en Nueva York desde hace 16 años, autora del libro 'Mas allá de la batalla: Una corresponsal de guerra en Irak' (Temas de Hoy) y codirectora del documental 'Rape in the Ranks: The Enemy Within'.
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