Ciclismo
Una tarde en el volcán: la historia de Pierre Matignon
"No quería pasar vergüenza nunca más, por eso me escapé", contó el ciclista francés sobre su hazaña en el Tour de 1969, cuando venció a Eddy Merckx en el Puy de Dôme, donde el legendario corredor belga nunca logró la victoria
Marcos Pereda 26/02/2015
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Movimiento en el pelotón. Salta el dorsal 88, Matignon, Pierre, clasificado en el puesto 86º y último de la clasificación general. El gran grupo deja hacer y parece que se va solo. Estamos en el kilómetro 132 de la etapa, a 66 de la meta en esta intensa jornada del Macizo Central francés.
Cuando alza la cabeza Matignon puede distinguir, a lo lejos, la silueta del monte hacia el que se dirige. Y es que aquella jornada no llega a un lugar anónimo, a un punto más del mapa francés. No, rinde visita nada menos que al Puy de Dôme, el gran volcán de la Auvernia. El Puy de Dôme, en cuya cima se pueden ver los restos de un templo galo dedicado al dios Dumias, que luego los romanos consagrarían a Mercurio. El Puy de Dôme, una montaña especial, el más alto de la gran Cadena de los Puys en el Macizo Central, el horno furioso extinguido hace casi 8.000 años. El Puy de Dôme, que nació para el ciclismo de la mano de Coppi, de la mente de Gémianini, que se puede observar con claridad desde cientos de kilómetros a la redonda, que dominó en el pasado Bahamontes, que vivió el más emotivo duelo del ciclismo en 1964, con Anquetil y Poulidor, dos Francias enfrentadas, cainitas, tocándose literalmente los hombros y jugando a ser por un día Mariannes con maillot. El gran Puy de Dôme, la subida que existe únicamente como desafío, como último espejo en el cual puede mirarse un hombre, escribió Paul Fournel. Ese Puy de Dôme hacia el que se dirige, la mirada gacha, el pequeño Matignon.
La ventaja del escapado aumenta, una pequeña flecha azul y blanca atravesando el verde paisaje auvernés. En su pecho una leyenda: Frimatic-Viva-De Gribaldy. Tres nombres para definir al equipo que todos saben propiedad de una sola persona: el Vizconde Jean de Gribaldy, un antiguo corredor con una aristocrática fortuna detrás que le permite dedicarse a la mayor de sus aficiones: el ciclismo. Así estuvo el Vizconde durante años, poniendo fondos de su bolsillo para poder dirigir a alguno de los corredores más peculiares de la época, gente como Agostinho, Maertens o, más tarde, Kelly. Hombres tenaces, duros, que apreciaban el cariño y comprensión de este auténtico bon vivant que no dudaba en abandonar el hotel en pleno Tour de Francia para disfrutar de largas noches en los casinos. Ese era Jean de Gribaldy, cuyo nombre pasea ahora Matignon por la cabeza de carrera.
El pequeño Pierre no está acostumbrado a los focos. A este antiguo limpiacristales, exitoso amateur, el servicio militar le cortó su progresión años atrás, y en ese 18 de julio de 1969, en aquel preciso instante en que salta del pelotón, ocupa la última plaza de la general del Tour de Francia. No quería pasar vergüenza nunca más, por eso me escapé, dirá después. Unos días antes, tras la etapa catorce, ha sido detectado como positivo en un control antidoping, y sancionado, como dicta el reglamento de la época, con quince minutos en la general, aunque se le permite continuar en carrera. Ese castigo le condena al último puesto de la carrera, a ser el simbólico portador de la lanterne rouge que distingue al ciclista más lento del Tour de Francia. Una distinción que daba fama y fortuna a quien la llevaba, pero de la que Matignon no disfrutaba en absoluto.
Como tampoco lo hacía su "rival" en esta particular lucha, el también francés André Wilhelm. Tan enconada era la batalla que a principios de esa etapa, la del temido Puy de Dôme, Wilhelm intenta escaparse justo en el mismo momento en que Matignon pincha. Crueldad del ciclismo, darwinismo en las abrasadoras rutas del Tour. El mecánico del Frimatic-Viva-De Gribaldy ayuda a Pierre y le pone una rueda nueva, una de las más ligeras, de las que solo llevan los líderes, dice, pero me tienes que prometer que ganarás la etapa, concluye con risas que se clavan, afiladas, en el orgullo de Matignon. Seguramente ahí empieza su aventura.
Quedan veinte kilómetros para la llegada y la ventaja de Matignon sobre el grupo es de siete minutos. Una buena distancia, pero que parece insuficiente teniendo en cuenta que los últimos catorce kilómetros, desde Clermont Ferrand hasta la cima del volcán, son de durísimo ascenso. Además por detrás un equipo se ha puesto a tirar a bloque para reducir distancias. No un equipo cualquiera, sino el Faema. O lo que es lo mismo, el equipo del líder que persigue al último de la general.
El líder es Eddy Merckx y Eddy Merckx nunca regala nada, el Caníbal no hace prisioneros. Y menos en aquel año 1969 cuando arrasa por completo en el Tour de Francia. Solo dos días antes el belga ha protagonizado la gesta de Mourenx, una demostración de fuerza, valentía y, sí, eso que los franceses llaman panaché, que se cuenta entre las más espectaculares de todos los tiempos. Es, seguramente, el mejor Merckx, el Merckx anterior a sufrir la brutal caída en el velódromo de Blois que, en septiembre de ese mismo año, casi le deja paralítico, y de la que arrastrará secuelas en forma de dolores en la espalda durante toda su vida. Es un Merckx ágil en montaña, agresivo y con una pedalada imposible de seguir. Es el mejor corredor de todos los tiempos en su mejor forma de siempre. Y ha olido la posibilidad de una nueva victoria de prestigio. Esta vez en el Puy de Dôme.
Esa montaña no quiere al belga, nunca lo querrá. A lo mejor le hace pagar caro su orgullo, aquel que le hizo afirmar que el Puy de Dôme es menos duro de lo que esperaba. Igual es por eso, pero el volcán siempre se mostrará inmisericorde con Eddy. Le arrastrará a la lona en 1971, superado por un Ocaña celestial. Y, sobre todo, será especialmente cruel con él en 1975, cuando en estas mismas pendientes un hooligan agrede al belga dándole un puñetazo en el estómago. El golpe, unido a la velocidad del ciclista, lesionarán su hígado. Es el comienzo del fin para la mayor tiranía que jamás el deporte haya contemplado…
Empero aquel día de 1969 Merckx aún no tiene cuentas pendientes con el Puy de Dôme, y tan solo quiere añadir otro trofeo más a su colección. Así que salta como un loco en pos del escapado, del hombre que cierra esa clasificación general que él comanda. Con una aceleración brutal que parece poder quebrar el cuadro de su bicicleta, el del Faema sale disparado tras el único rival que podrá nunca hacerle sombra: su propia ambición. Pingeon y Gimondi aguantan unos metros y después ceden, el italiano con el rostro contraído por el esfuerzo en una mueca que bien pudiera pasar llanto. Así que Merckx empieza a volar sobre un asfalto que parece plomo fundido en las ruedas de todos sus rivales.
Los minutos empiezan a caer de su lado. Por delante, Matignon se retuerce, la barbilla casi pegada al manillar, el zigzagueo de un lado a otro de la carretera. Uno es un ángel amarillo, osado y elegante; el otro carga sobre su espalda un farolillo rojo y parece no avanzar sobre las ásperas pendientes. Jamás en mi vida sufrí más que ese día, dirá después. Pero ahora tiene los ojos en blanco, no piensa, no se permite sentir. Si siente, duele. Si duele, quizás afloje. Si afloja, Merckx, implacable, le dará caza.
El tiempo es eterno para el francés y centellea en las ruedas del belga. Falta menos de un kilómetro, y Merckx puede ver el parachoques trasero del Citroën DS que sigue a Matignon. Lo tiene ahí, al alcance de la mano. Ochocientos metros y puede distinguir la gorra calada de su rival, el pedalear arrítmico, casi escucha el crujir de su cadena engarzada en el piñón más grande. Medio kilómetro, es tan alta la pendiente, parece que ambos corredores están juntos, pero no, hay una cierta ventaja aún para el primero, los dos se retuercen en aquel punto mágico en el que Anquetil y Poulidor se convirtieron, cinco años antes, en iconos, en Historia.
Trescientos metros. Ya se ve la línea de meta. Matignon aprieta los dientes. La muchedumbre zumba en sus oídos como un grito monocorde que, más que animarlo, lo aturde. No ve al maillot amarillo, pero lo puede sentir allí, detrás, cerca de él, oliendo su sangre. Como un depredador que ataca al cachorro herido, al más débil de la manada. Trescientos metros. Un último esfuerzo. Uno más.
Trescientos metros.
En toda su exitosa carrera Merckx jamás conseguirá vencer en el Puy de Dôme. Saltó demasiado tarde, dice el venerable Antonin Magne, ha sido su único error en todo el Tour. La mirada del belga es agresiva, asesina. Para él cada victoria es la primera y esta se le ha escapado entre los dedos. A unos metros de allí, tendido sobre la carretera, Matignon intenta sonreír mientras recupera el aliento. Ya no es el farolillo rojo, ya no. Ahora le esperan felicitaciones en el pódium, besos de las azafatas, el apretón de manos de la inefable acordeonista Ivette Horner.
Me sentía ridículo, dijo Pierre Matignon (1943-1987). No quería pasar más vergüenza. No lo hizo, y en la cima de aquel volcán apagado, en aquel hervidero de emociones y esfuerzos, dejó aparcado su lanterne rouge y recuperó, de la mano de Dumias, un orgullo que creía perdido.
Movimiento en el pelotón. Salta el dorsal 88, Matignon, Pierre, clasificado en el puesto 86º y último de la clasificación general. El gran grupo deja hacer y parece que se va solo. Estamos en el kilómetro 132 de la etapa, a 66 de la meta en...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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