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Desde la ventana de mi trabajo veo teñirse de flores rosas la calle dos veces por año. El culpable es un árbol magnífico, un palo borracho, cuyo hermano mayor, el lapacho mítico de Figueroa Alcorta, con ramas como troncos, ocupa la plaza de la entrada. Camino de mi casa, en automóvil, se vuelca sobre la avenida un largo corredor de jacarandas durante varios kilómetros. Son parte del legado de uno de los autores del mejor rostro de Buenos Aires, Carlos Thays, quien, a principios del siglo pasado, diseñó la mayoría de sus jardines y mandó plantar más de ciento cincuenta mil árboles.
Pero ya se sabe, esta es una ciudad de absurdas convicciones y la mayoría de los porteños están empeñados en sostener —y explicarte— que lo mejor de su ciudad es el parecido de tal o cual barrio con París, Londres o Madrid, olvidando no solo la banalidad inherente de cualquier imitación, sino su mejor cualidad, la semejanza de Buenos Aires consigo misma. La identidad de Buenos Aires, más allá del trazado urbano, la arquitectura, la música o las costumbres, se asocia, en su lado más americano, con el aliado inesperado del paisajismo, conformando un espectáculo que no comparte ninguna urbe de sus dimensiones, excepto Río.
Empecemos por el espectáculo de los colores. Buenos Aires tiene el lujo de alojar al menos un color por mes. Desde el rojo intenso en las copas de los ceibos de diciembre hasta mis favoritos morados de noviembre cuando, inesperadamente, por unas semanas las calles se visten con el dosel violáceo de las flores de las jacarandas y el asfalto se convierte en una resbaladiza alfombra cárdena, pasando por los amarillos ibirá pitá de enero con los pastos ávidos de riego y, no obstante, a veces, cubiertos de nieblas. Los rosas magnolia de febrero, los blancos jazmines de septiembre, los azules radiantes de diciembre, los verdes aceitosos de octubre. Todos los colores. Recuerdo ahora una lluvia intensa de mayo desde la terraza de mi casa sobre los bosques de Palermo, que se cerró con un arco iris tan gaucho que el semicírculo se transformó en una herradura de colores cuyas patas se anclaban entre la cumbre de uno los rascacielos de la Avenida Libertador y la mancha uniforme color barro del río de la Plata.
Y los árboles, ¡ah, los árboles! Son el mejor recurso arquitectónico de la ciudad. Hay algunos colosales como el gomero de la plaza de San Martin de Tours, el santo que, contra toda lógica, acabó convirtiéndose en el patrono de Buenos Aires. Plantado siete años antes de la Revolución Francesa, en 1782, las hendiduras de su tronco pardo y sus descomunales dimensiones le dan un aire entre paquidérmico y prehistórico, con ramas de más de treinta metros de largo, que han obligado a disponer apoyos artificiales para intentar contener ese despliegue irresistible. Era inútil, tanto este como los otros gomeros —y también los ombúes— son árboles poderosos con raíces que se aferran a las plazas y se levantan desde la tierra formando nudos amenazadores, inquietantes. Luego están las humildes tipas, quizás los árboles más comunes de Buenos Aires, de flores amarillas y sombra perenne, con su extraña particularidad, tirar miles de minúsculas gotas de azúcares entre primavera y verano. Los porteños llaman a esa pequeña lluvia, que no mancha, el llanto de las tipas. Un poco por delante, un árbol distinguido, esbelto, la araucaria, abre paso a las palmeras, las washingtonias y los ceibos, cuyas flores rojas y acampanadas se han convertido en el estandarte oficial argentino. Otras flores locales se emplean en el hanami, una celebración poética y reflexiva que festeja la belleza efímera arrojando pétalos de cerezo al aire. El ceremonial transcurre en el más grande jardín japonés construido fuera del archipiélago nipón. Todas las flores. Por tener los porteños tienen hasta una de dieciocho toneladas de peso y 23 metros de altura, la Floralis Genérica, que acampa frente a la Facultad de Derecho, y contiene, bajo su fachada brillante de acero, un mecanismo de relojería que le hace abrirse durante el día y cerrarse al anochecer.
Nubarrones en el cielo. Uno de esos días de invierno en los que se cuela el otoño y se camina pendiente de la lluvia tibia, sin ruinas memorables a tu alcance. Buscas acomodo bajo un buen árbol y te detienes a contemplar el brillo de bronce que se apodera de la atmósfera, ilumina las orquídeas silvestres del Paraná, aterciopela los rosales y tiñe de reflejos las hierbecillas naturales. Cuando cesa la lluvia, se produce el milagro del cambio de luz y contienes el aliento intentando prolongar el diminuto temblor del instante, el frágil ensamblaje de luces, olores y colores. Al salir del jardín, mientras caminas bajo la línea de jacarandas patinando sobre aceras pintadas de morado, recuerdas a quienes siguen empeñándose en convencerte de que esta es una ciudad europea.
Como dirían los amigos mexicanos, ni modo.
Desde la ventana de mi trabajo veo teñirse de flores rosas la calle dos veces por año. El culpable es un árbol magnífico, un palo borracho, cuyo hermano mayor, el lapacho mítico de Figueroa Alcorta, con ramas como troncos, ocupa la plaza de la entrada. Camino de mi casa, en automóvil, se vuelca sobre la...
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Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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