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"La corona estaba sin norte, el Gobierno sin brújula, el Congreso sin prestigio, los partidos sin bandera, las fracciones sin cohesión, las individualidades sin fe, el Tesoro ahogado, el crédito en el suelo, los impuestos en las nubes, el país en la inquietud".
Estas palabras no son de hoy: fueron escritas por Juan Valera en 1864. Director de periódicos, novelista, diplomático, diputado liberal, elegante ensayista y feroz crítico literario, el olvidadísimo don Juan fue uno de los españoles más cultos de su época. Así eran los oradores de entonces: brillantes políticos y lustrosos periodistas. Como don Emilio Castelar. Decir demócrata, republicano, diputado, presidente de la I República y el más famoso orador de España, es decir poco. También fue escritor, catedrático de Historia en la Universidad de Madrid y periodista: con un solo artículo escrito en 1865 (titulado El rasgo) en el que criticaba la venal actuación del Gobierno de Narváez para favorecer los intereses económicos de Isabel II, provocó que lo apartaran de la cátedra, lo detuvieran y lo condenaran a muerte. Indignados, los estudiantes madrileños se manifestaron en la Puerta del Sol (¿casualidades históricas?) hasta que el Gobierno los disolvió con una matanza llamada La Noche de San Daniel. El artículo de marras fue el aldabonazo de la revolución Gloriosa y el advenimiento de la I República.
Dicen que la querencia de este prócer por los manolos (chulitos o ragazzi di vita madrileños) era entonces cosa tan sabida entre los de la prensa como las preferencias borbónicas por hembras de baja ralea: pues bien, en aquella época carpetovetónica, cuando las pugnas periodísticas podían acarrear el morir tontamente en un duelo, nadie encontró honorable ni decente increpar o chantajear a don Emilio por sus intimidades sexuales. Sin embargo, en nuestro tiempo supuestamente tan tolerante, el prohombre tiene más entradas en la red de redes como "Castelar homosexual" o "Castelar gay" que por sus logros como orador. Si levantara la cabeza, don Emilio se quedaría de piedra; más concretamente de mármol, granito, caliza y bronce, los materiales del monumento de Benlliure levantado en su memoria y que forma rotonda en el Paseo de la Castellana. Dirán algunos que tales señorones empingorotados se dirigían a unos pocos privilegiados mientras que las muchedumbres desheredadas permanecían ajenas a tales delicias dialécticas. Pues no: un caballero como Castelar hacía discursos para los señores diputados o escribía artículos para lectores cultos, pero el eco y el poder de sus palabras lograron la abolición de la esclavitud. (Primero en Puerto Rico, aunque no en Cuba, pues los propietarios de esclavos cubanos --el Ibex 35 de aquel entonces-- ejercieron toda la fuerza de sus dineros para que fracasase la República y con ella la abolición de la esclavitud.)
El mejor ejemplo del poder de la tribuna para crear opinión pública es, sin duda, Émile Zola, elevado a categoría de mito por su “J’acusse”, la carta abierta en el diario L´Aurore con la cual destapó el feroz antisemitismo de la sociedad francesa y provocó un escándalo político mayúsculo. "La verdad está en camino y nadie la detendrá", afirmó el autor de Germinal antes de atufarse con el brasero asesino y misterioso. Así eran los líderes de opinión en tiempos pretéritos, cuando la vida política bebía tinta de periódico y el destino de una nación se escribía en papel prensa. En la actualidad, nos sorprendería que tamañas personalidades se dedicaran a un oficio tan envilecido como el de periodista. Según un barómetro del CIS de 2013, la profesión menos valorada, junto a la de juez, por los españoles.
Es probable que hoy en día existan profesionales de la Prensa capaces de encontrar ese "camino de la verdad", pero no con la precisión y elocuencia de nuestros próceres; no con su vuelo poético, ni mucho menos con su conciencia cívica ni con su carácter trascendente. Más que nada porque los medios tradicionales les asfixiarían cual brasero a Zola. Por otro lado, es fácil escribir: lo difícil es escribir bien, y más difícil aún, que lo escrito tenga la relevancia suficiente como para remover conciencias, enardecer públicos, hacer caer gobiernos, propiciar revoluciones e inspirar momentos históricos. La degeneración de la raza periodística queda patente en su nula influencia política: los periódicos ya no pretenden ser la voz clamando en el desierto de sus lectores ni creadores de eso que llamaban "opinión pública" (dentro de nada, con Internet, ya no serán ni "opinión publicada"). Jibarizadas las plantillas, los titulares, las portadas, las supuestas noticias y las columnas de opinión a meros instrumentos de la voluntad empresarial de sus dueños (negreros modernos), los periódicos, las revistas, las radios (de las televisiones ni hablamos) intentan sobrevivir convertidos en una nueva “Partida de la Porra” que pasea sus reales no apelando, sino apaleando a la Verdad, al Crédito, la Estética, a la Lengua y a nuestra inteligencia.
Cuando pasamos por delante del monumento a Castelar, rodeado del tráfico del siglo XXI, en esa piramidal alegoría de la Verdad, con las estatuas de Demóstenes y Cicerón y las tres gracias revolucionarias (Libertad, Igualdad, Fraternidad) haciéndole compañía, miramos a don Emilio con su levantada mano de bronce, apoyado en la tribuna con un gesto eterno de pasión oratoria mientras parece decir: "Este es el camino de la verdad". Después rodeamos la glorieta y lo perdemos de vista.
Pilar Ruiz es escritora, guionista y directora de cine. Desgraciadamente.
"La corona estaba sin norte, el Gobierno sin brújula, el Congreso sin prestigio, los partidos sin bandera, las fracciones sin cohesión, las individualidades sin fe, el Tesoro ahogado, el crédito en el suelo, los impuestos en las nubes, el país en la inquietud".
Estas palabras no son de...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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