En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El Eiger es una de las cumbres sagradas del alpinismo europeo. Sin alcanzar los 4.000 metros (su cota máxima es de 3.970), su privilegiada posición, el embrujo de sus paredes verticales y la leyenda negra que arrastra lo hacen especial. Pero a mediados de los años treinta del siglo XX el Eiger era algo más. Era un desafío político, era la forma de demostrar al mundo la superioridad aria. Era, aunque muchos aún no podían sospecharlo, una trampa mortal para los deseos impuros de los hombres que miran a la montaña con ojos de codicia.
Eiger significa ‘Ogro’, y es el pico más alto de una cresta de tres donde también se alzan el ‘Monje’ y la ‘Doncella’. Pura simbología rural, puros recuerdos de la dura Edad Media centroeuropea, con sus persecuciones, su feudalismo cruel, su clima de violencia soterrada. El primer hombre que holló su cima fue el irlandés Charles Barrington. Lo hizo acompañado de los guías suizos Peter Bohren y Christian Almer en el año 1858, subiendo por una sencilla ruta de la cara Oeste. Pero el Eiger escondía algo más, escondía un acceso casi imposible, casi vedado. La cara Norte, una pulida pared vertical de más de 1.500 metros de altura, umbría y gélida, que acaba en un nevero con forma de estrella llamado ‘La Araña’. El punto mágico de Heinrich Harrer, el final de muchos otros. La Nordwand (‘cara Norte’ en alemán) del Eiger se conoce popularmente, en un chiste macabro, como Mordwand. ‘Pared asesina’. Allí es donde se llevó a cabo hace casi un siglo una de las competiciones más absurdas y trágica del alpinismo. Cuando los gobernantes dictaron las reglas a los montañistas…
En vísperas de los Juegos Olímpicos de Berlín, Goeabbels lanza a los alpinistas alemanes el desafío de conquistar la cara norte el Eiger, la cumbre infranqueable, el obstáculo definitivo
Es el año 1936 y Joseph Goebbels, ministro de Propaganda nazi, lanza a los alpinistas alemanes el desafío de conquistar la cara norte el Eiger, la cumbre infranqueable, el obstáculo definitivo. Para mayor gloria del Reich, para demostrar a todo el mundo que solo la pureza de la raza puede deparar los más increíbles ejemplares de la especie, aquellos capaces de las mayores proezas. Publicidad para el Estado Alemán justo antes de celebrarse los Juegos Olímpicos de Berlín, los de Jesse Owens, los de Leni Riefenstahl. Goebbels y los suyos temen que sean fascistas italianos los que culminen esa hazaña en los Alpes. Fascistas italianos o, aún peor, dice reprimiendo una mueca de disgusto, esos decadentes franceses del Frente Popular. Así que, os lo ruego, lanzaos a la empresa. Os lo ruego, repite, sonriendo.
Lo cierto es que la Nordwand era el reto de moda entre los aventureros europeos, y alpinistas de todos los países intentaban su culminación. Sin éxito, claro. Incluso el año anterior, en 1935, se había producido la primera gran tragedia del Eiger. Sus protagonistas son, precisamente, dos bávaros, Karl Mehringer y Max Sedlmeyer, que fallecieron en una dramática noche de vivac en mitad de esa pared ominosa, en mitad de una de esas tormentas apocalípticas que en ocasiones se desatan entre las rocas. Ambos quedaron congelados a unos 3.300 metros de altitud, tras varios días de ascenso penoso. El lugar donde se hallaron sus cuerpos se conoce aun hoy como ‘El Vivac de la muerte’. Pura fama, el Eiger, fama y gloria.
Y entonces entran en escena nuestros protagonistas. También eran bávaros, pero estos eran militares, miembros del cuerpo de montaña de la Wehrmacht. La élite del alpinismo alemán. Nazis hasta la médula, por más señas, dispuestos a entregar su vida para mayor gloria del Reich, exacerbados sus ánimos por las palabras de aliento, por las frases casi conminatorias de ese felón de Goebbels. Así que emprendieron viaje a Grindewald, al pie del Eiger. Sus nombres eran Andreas Hinterstoisser y Toni Kurz.
El Eiger tiene un punto de macabra ostentación del que carecen otras grandes montañas. Es una cumbre que permite contemplar, sin problemas y con las mayores comodidades, la evolución de sus ascensos
El Eiger tiene una particularidad exhibicionista, un punto de macabra ostentación del que carecen otras grandes montañas. Y es que es una cumbre que permite contemplar, sin problemas y con las mayores comodidades, la evolución de sus ascensos. Desde la elitista estación invernal de Kleine Scheidegg es posible ver, con telescopios o prismáticos, a los alpinistas colgados en aquella pared mortífera. Así que en aquellos tiempos de fiebre, de obligación casi nacional por clavar la bandera con la esvástica en la cumbre, no eran pocos los que seguían diariamente desde sus sillones lo que se había convertido en una competición malsana. Tomando chocolate caliente, leyendo a ratitos los periódicos cuando los montañeros descansaban. Contemplando, también, los cuerpos inermes de muchos colgando como si fueran fardos de sueños rotos…
Así fue también con la ascensión que iniciaron el 18 de julio de 1936 Kurz y Hinterstoisser, a quienes acompañaban los austriacos Willy Angerer y Edi Rainer. Entre comentario y comentario sobre la bolsa muniquesa, sobre las nuevas leyes que estaba aprobando el canciller Hitler o sobre el golpe de Estado que tenía lugar ese mismo día en España, los extraños espectadores se deleitan con el ascenso, potente y sin titubeos, de los cuatro alpinistas. El tiempo era perfecto, la cumbre estaba cada vez más cerca. Hasta que cayó la noche, y el nuevo día trajo silencio, trajo nubes sobre la cara del ogro. Trajo tragedia.
El tiempo había empeorado y la subida era más lenta, casi agónica. En un momento dado, entre nube y nube, se puede ver a los alpinistas empezando el descenso. Se habían rendido, volvían a casa. Titubeos, una velocidad cada vez menor, la fatiga que lastra piernas y mentes. Dos días más de esfuerzo.
La lluvia que estaba cayendo de forma inmisericorde sobre el Eiger se transforma en hielo, provocando un alud que arrastra a los cuatro alpinistas. Hinterrstoisser se despeña y su cuerpo cae golpeándose con las rocas, hasta acabar destrozado casi en el valle. Los otros tres quedarán colgados en el vacío, sostenidos en cordada. Los dos austriacos fallecen casi en el acto. Angerer, que abría cordada, fallece en pocos minutos asfixiado por el clavo que lo mantenía unido a aquella montaña de pesadilla. Rainer se golpea la cabeza contra la piedra, se abre el cráneo. Toni Kurz, apenas 23 años, es el único que está con vida. Situado entre los cuerpos inermes de dos de sus compañeros. Colgado del rostro asesino de un Ogro.
Los gritos de socorro de Kurz llegan al guardavía de la estación. Comienza una de las misiones de salvamento de montaña más alucinantes de la historia. Desde el hotel hay gente que observa con morboso deleite
Los gritos de Kurz pidiendo socorro llegan al guardavía de la estación de Jungfraujoch, situada unos cientos de metros más debajo de donde él está, otra de esas paradojas civilizadas que hacen aún más extraño al Eiger. Comienza así una de las misiones de salvamento de montaña más alucinantes de la historia, con los guías Hans Schlunegger y los hermanos Christian y Adolf Rubi de Wengen arriesgándose hasta extremos inimaginables. Desde el hotel, claro, hay gente que observa con morboso deleite.
Los salvadores no pueden llegar donde está Kurz debido al hielo, y empiezan a darle instrucciones al bávaro para que haga frente a la situación. “Corta la cuerda que te une al compañero de abajo”, ahora es solo un lastre. Y Kurz, obediente, la corta, esfuerzo supremo de dejar caer el cuerpo inerte de otra persona.
Ha perdido el guante de su mano izquierda y tiene esa mano y ese brazo congelados, muertos, pero consigue sobreponerse. Milagrosamente, deja caer el cuerpo de Angerer para aprovechar unos metros de su cuerda. El equipo de salvamento le va dando instrucciones desde abajo, ahora haz eso, ahora esto otro... Intentan que su agotada mente no se abotargue en exceso y decida rendirse. Pero no, Kurz lucha por su vida, deshace nudos con los dientes, vuelve a hacerlos con una sola mano. Lanza el cordel hasta donde están los hermanos Rubi de Wengen, que atan a él clavos, cuerdas, mosquetones. Él lo iza, al borde de sus fuerzas, vuelve a fijarse en la roca, empieza a descender con una sola mano. Hasta que el nudo que une las cuerdas choca con el mosquetón del asiento de descenso. En la práctica, Kurz queda inmovilizado. “Puedes hacerlo”, le dicen, “puedes hacer pasar el nudo”. Está a solo cuarenta metros de la salvación, cuarenta metros verticales de la vida. Él niega con la cabeza. Saca sus últimas fuerzas para gritar.
-- Ya no puedo más, dice.
Y allí, delante de los ojos aterrados de los guías, delante de la mirada fascinada de los espectadores que hacen muecas de espanto desde el hotel, se deja morir. Su cuerpo queda inerte, como una muñeca de trapo, caído hacia delante. Le hablan, le tiran piedras. Nada. Nadie escucha ninguna otra palabra de sus labios…
Dos años después cuatro escaladores, los alemanes Heckmair y Vörg, y los austriacos Kaspareck y Heinrich Harrer, hermanos de anchluss, lograron alcanzar la cima del Eiger a través de su cara norte. Hecmair escribió: “Nosotros, hijos del viejo Reich, unidos con nuestros compañeros de la Frontera Oriental para marchar juntos a la victoria”. Harrer es aún más contundente: “Hemos vencido la pared norte del Eiger y hemos superado su cima para llegar al Führer”. Habían salido de noche a intentar el ascenso, avisados de que una cordada italiana estaba de camino a la Nordwand. No fascistas, no, el ‘Ogro’ sería nazi.
Goebbels sonríe, claro. A unos cientos de metros de donde estaban aquellos cuatro pioneros aun se podían ver restos de las cuerdas de Kurz…
El Eiger es una de las cumbres sagradas del alpinismo europeo. Sin alcanzar los 4.000 metros (su cota máxima es de 3.970), su privilegiada posición, el embrujo de sus paredes verticales y la leyenda negra que arrastra lo hacen especial. Pero a mediados de los años treinta del siglo XX el Eiger era algo más. Era...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí