
Maurice Garín, en el centro de la imagen, ganador del primer Tour de France celebrado en 1903.
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Los últimos siempre tienen algo de especial. Las últimas palabras, los últimos libros, el último beso. Seguramente hasta lo último que piensas cada noche antes de irte a dormir, o lo último que estabas haciendo aquella madrugada antes de que te olvidases todo lo demás.
Con los ciclistas pasa algo similar. El discreto encanto del farolillo rojo, del hombre que más tiempo tarda en completar un recorrido. No el peor, no, o no necesariamente. Solo el más lento en ese momento, en esa carrera. Y también, por ello mismo, uno de los más carismáticos. El penúltimo… ese sí que no tiene remedio, ese sí que será relegado al olvido. Porque, quizás, las derrotas son más bonitas de contar que las victorias. Y, quizás, solo desde la sonrisa de quien no compite para ganar se puedan entender aquellos secretos oscuros que la vida juega a esconder entre los radios de las ruedas…
Y de entre todos los últimos él, Arsène Millochau, fue el primero. Nada menos que el hombre que cerró la clasificación en el Tour de Francia de 1903, el que inauguró la carrera, con un retraso de 64 horas y 57 minutos respecto del ganador, Maurice Garin.
Pero, ¿fue realmente así? Es decir, ¿llegó el bueno de Millochau a terminar aquella carrera? Max Leonard, con la ayuda del historiador francés Pierrot Picq, concluye en su magnífico Lanterne Rouge que sí, desgranando la maravillosa historia que tuvo detrás este pionero.
Arsène Millochau nace en Champseru, un pueblecito cercano a Chartres, en el año 1867 y pronto destaca como apasionado del floreciente sport que enfervorece a las multitudes francesas de la época: el ciclismo. Así, tomó parte en la primera edición del Tour de Francia, igual que antes lo había hecho en la Paris-Roubaix inaugural, o en eventos como la Marsella-París, la Burdeos-París y la prestigiosa carrera en pista de la Bol d´Or. Resultados siempre más bien discretos, lo que no desanimó a este hombre corajudo y cabezota, con un entusiasmo tal que le llevó a repetir experiencia en la Burdeos-París el año 1922, cuando contaba 55 primaveras sobre sus fornidos hombros…
Pero volvamos a 1903, a aquel Tour de Francia en pañales, esa empresa de locos que estaba naciendo y que se iba a convertir, con el tiempo, en icono de la personalidad del Hexágono. La inscripción para tomar parte en la carrera se había visto rebajada en varias ocasiones ante la falta de entusiasmo por parte de los deportistas, que veían la prueba como un trabajo demasiado duro, imposible de llevar a buen término. Al final se acaba fijando el precio en la modesta cifra de diez francos (el equivalente actual serían unos cien euros), y la lista de inscritos aparece cada mañana en la edición de L´Auto. El martes 16 de junio de 1903 consta el siguiente nombre: A. Millochau (Chartres) Era el corredor número 67 que se inscribía, sobre los 80 que al final iban a hacerlo. Solo 60 de ellos tuvieron las agallas de presentarse a la primera salida de una etapa del Tour de Francia, que tuvo lugar en un pequeño café de Montgeron, al sur de París, llamado Au Reveil Matin. Una curiosidad: Maurice Garin, que venció en aquella etapa inaugural (París-Lyon, de nada menos que 467 kilómetros) y terminó ganando la carrera fue también el primero que se apuntó. Segunda curiosidad…no intenten buscar ese café en Montgeron hoy, porque su edificio lo ocupa íntegramente un restaurante de comida tex-mex. El progreso, lo llaman…
Pero volvamos a nuestro protagonista. Millochau se coloca pronto en las posiciones traseras de la carrera, llegando a Lyon en el puesto 33 de los 38 supervivientes. Es decir, en la primera etapa de su historia el Tour ha visto cómo se le retiraban casi la mitad de los participantes. La causa es una mezcla de distancia y velocidad: Géo Lefèvre, periodista de L´Auto, se pierde la entrada triunfal de Garin en Lyon porque el ciclista acaba haciendo los últimos kilómetros a mayor velocidad que el tren en el que viaja traqueteado el escritor… Es en la crónica de esta etapa inaugural cuando aparecerá la única referencia a Millochau durante toda la carrera: "En Orleans, a 155 kilómetros de París, a las 9.50 de la mañana, pasa Millochau, muy fresco. Se detiene a comer". Nada más…
En la segunda etapa, camino de Marsella, nuestro protagonista ya entra el último, destacado, y será al término de la tercera, que rinde final en Toulouse, cuando caiga a la plaza final de la clasificación que ya nunca más iba a abandonar. Eran tiempos duros, distancias kilométricas por carreteras que apenas podían recibir ese nombre. Tiempos en los que los ciclistas debían arreglarse su bicicleta, proveerse de avituallamiento y, cuando llegaban al final de su jornada, buscar un hostal barato donde les dejaran dormir por unas pocas monedas, obtenidas la mayoría de las veces tras hacer algunas demostraciones circenses sobre la bici y pasar después la gorra entre la concurrencia. “¿El Tour de hoy en día?”, se pregunta un avejentado Millochau en las páginas de Miroir Sprint en el año 1947, “es un paseo por el campo, una simple salida dominical”. La foto muestra a un hombre aún fuerte, sonriente, que saluda a la cámara desde su taller de bicicletas parisino. “Solo piense que mi bicicleta en aquella carrera pesaba 33 kilos”, continúa, “iba preparado para cualquier eventualidad, y llevaba una pieza de repuesto de casi todo”. Siguió perdiendo tiempo con los primeros en cada etapa, mientras sufría lo que, quizás sin él saberlo, se iba a convertir en una de esas historias que siempre se recuerdan. “No existe ningún ciclista sin la esperanza de clasificarse de forma honorable”, dijo en una de sus inflamadas editoriales ese Henri Desgrange que es considerado el padre del Tour (y que tiene historia aparte, cómo no, con su chauvinisme exacerbado y rectitud moral que no le impedían vivir “en pecado” junto a una artista de variedades de la época). Millochau también compartía esa ilusión, pero no fue aquella su carrera. Acabó a casi tres días de distancia de Maurice Garin.
Un hombre feliz, este Arsène, un hombre orgulloso de sí mismo. Uno de los grandes pioneros de este deporte, tanto en su faceta de ruta como en la pista del velódromo. Un amante de la bicicleta, un pícaro que siempre encontraba la forma de ir un poco más allá, de sobrevivir otra noche más. Alguien que ni siquiera sufrió una decepción al no poder dar la vuelta de honor en el mítico velódromo del Parque de los Príncipes de París, ante una multitud bulliciosa que saludaba a los supervivientes de aquella primera epopeya. Él, sencillamente, no llegó a tiempo... Y si eso no es la mejor metáfora de lo que representa el farolillo rojo, yo no sé qué puede serlo.
Los últimos siempre tienen algo de especial. Las últimas palabras, los últimos libros, el último beso. Seguramente hasta lo último que piensas cada noche antes de irte a dormir, o lo último que estabas haciendo aquella madrugada antes de que te olvidases todo lo demás.
Con los ciclistas pasa algo...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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