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Incursiones en el mundo sefardita
Desde el comienzo de este viaje tuve el propósito de acercarme a las zonas de los Balcanes habitadas por judíos sefardíes, una diáspora específica dentro de la gran diáspora judía que se instaló en el mundo mediterráneo años antes del comienzo de nuestra era. Los judíos son una de las muchas minorías que habitan en los Balcanes (como los gitanos o los turcos, entre las más conocidas). Están presentes en la mayoría de las ciudades importantes, si bien su número se redujo de modo extremo, como ya se sabe, a consecuencia de medidas exterminadoras, la «solución final» decretada y ejecutada por el régimen nazi alemán en Europa. Muchos de los supervivientes optaron por instalarse en el Estado de Israel o en lugares considerados más seguros de Europa y América. No obstante, los he encontrado en diferentes ciudades balcánicas y he podido intercambiar con ellos breves saludos en español.
Hoy en día, pese a lo reducido de su número, el judío sigue siendo un grupo respetado, activo, con voluntad de ser tenido en cuenta en la escena pública y de no quedar excluido por el monopolio político que detentan de hecho las tres comunidades étnicas dominantes, como sucede en el Estado de Bosnia y Herzegovina. Jakob Finci, miembro prominente de la comunidad judía en Sarajevo, en unión de Derro Seycic, dirigente de la comunidad romaní bosnia, igualmente postergada, reclamaron ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que sus dos comunidades respectivas contaran con la posibilidad de formar parte de las instituciones políticas del estado en proporción a su número y en igualdad de condiciones. La sentencia Sejdic-Finci de 22 de octubre de 2009 dio la razón a los demandantes y exigía a las autoridades del Estado de Bosnia y Herzegovina modificar sus leyes, incluida la constitución, para subsanar la exclusión política de los grupos étnicos representados por la demanda. Pese a este fallo y a las sucesivas confirmaciones del mismo, con severas advertencias al estado bosnio instando al cumplimiento, a día de hoy no se han producido los cambios exigidos. Las autoridades europeas no han sido capaces de obligar a las bosnias a cumplir con sus obligaciones. Todo hace prever que el cumplimiento se seguirá posponiendo indefinidamente.
Quería visitar Tesalónica (o Salónica), la capital de la provincia griega de Macedonia Central, por haber albergado durante muchos siglos la mayor comunidad sefardí, hasta el punto de ser llamada, literalmente, «Madre de Israel». En su cementerio judío se contaban 500.000 tumbas en 1940. A partir de este año su población de unos 49.000 empezó a disminuir hasta reducirse en un 96.5%. Hoy son poco más del millar los sefardíes residentes en la ciudad.
Mi llegada se produjo en un mal momento. A finales de junio empezó la semana negra griega, cierre de bancos incluido. Después de visitar el museo sefardí me dirigí al cercano centro judío. No era buen día para hablar con nadie. La gente, me dijeron, tiene hoy preocupaciones urgentes y no está disponible para otra cosa. Dejé, pues, la alegre y bulliciosa Tesalónica que se baña en las aguas tranquilas del Egeo, me alejé de sus calles en cuadrícula, de sus plazas espaciosas, vestigio lejano de los foros romanos y las vías continentales que la atravesaban, de las numerosas iglesias bizantinas, de los templos turcos y de las torres venecianas, para dirigirme de nuevo al interior de los Balcanes. Me despedí con pesar de los ciudadanos griegos que, por el momento, me daban la impresión de tomarse con filosofía los tiempos inciertos que se les venían encima. Los pocos con los que pude hablar me hicieron ver, ante mi asombro, su voluntad de resistir democráticamente lo que consideraban un atropello europeo.
En Sofia, la capital de Bulgaria, en la que va a ser la última etapa de mi viaje, sí se me dio la oportunidad de acercarme a la que es hoy la mayor comunidad judía de los Balcanes. Con más de 4.000 miembros, cuenta con la mayor sinagoga sefardí del mundo abierta al culto. Había quedado en visitar a Nisim Cohen en su casa, en el décimo piso de uno de esos bloques de viviendas, todos iguales, construidos en la época socialista, con un interior remozado y de mejor apariencia que el exterior muy degradado, solo salvado por el entorno ajardinado que separa las distintas moles monótonas de viviendas. Al proponerme que fuera a su casa, el Sr. Cohen me había escrito: «Me aviza kuando pensa de vinir para meter los bankos en mojo». Como me haría ver después, es la fórmula cortés para indicar que todo estaría bien dispuesto para recibirme. Así fue. En torno a una mesa y el pastel de chocolate con que me agasajó conversé más de una hora con este hombre de 90 años, lúcido y de ojos vivarachos, cada uno en nuestro respectivo español, sin sombra de dificultades para comprendernos. Lentamente desgranó ante mí alguna de sus experiencias vitales. Judío no religioso, comunista, como Karl Marx subraya, su historia se confunde con la de muchos otros búlgaros, salvo los años de la Segunda Guerra Mundial en que sufrió confinamiento y condena a trabajos forzados impuestos por los nazis y las autoridades búlgaras colaboracionistas. Liberada Bulgaria por el Ejército Rojo se incorporó a las fuerzas rusas con las que llegó hasta Belgrado. Ha trabajado como ingeniero químico hasta su jubilación. Recuerda con agrado los tiempos comunistas, más igualitarios que los actuales.
Aunque nunca ha ido a España, ni siquiera recuerda de qué región procedía su familia, confiesa que guarda un amor profundo al país de sus orígenes remotos. Los judíos de aquí «queremos a los españoles, ama aborrecemos a los alemanes». Israel también es su patria, si bien rechaza tajantemente la política de B. Netanyahu. Lamenta que se vaya perdiendo la lengua de Sefarad, el ladino, especialmente entre los «manzevos». De unos años a esta parte, un grupo de mujeres de la comunidad judía ha empezado a colaborar con el Instituto Cervantes de Sofia para la recuperación y conservación de la lengua de los judíos españoles.
Bulgaria entre Oriente y Occidente
Un paseo por el centro de Sofia me produce la sensación de estar en la más sovietizada de las capitales balcánicas, a pesar de su nombre greco-bizantino tan sugerente, personificado en la figura femenina elevada sobre un pilar con la corona de laurel en una mano y la lechuza en la otra, un monumento que se ha levantado hace pocos años en sustitución de una gran estatua de Lenin. Mi impresión se va confirmando ante los grandes edificios públicos del pasado reconvertidos y a la vista de las grandes avenidas con muy pocos paseantes –Sofia es una ciudad de calles vacías, al menos las que discurren por la zona monumental. Son admirables los museos, el histórico, el etnográfico y el arqueológico, los templos remozados de las tres religiones presentes en el país, con ventaja destacada para la ortodoxa, y los grandes parques, bosques más bien, que ocupan una amplia extensión de suelo urbano. En uno de ellos subsiste un controvertido monumento al Ejército Soviético. Las voluminosas figuras de los soldados liberadores no han sido trasladadas al Museo de Arte Socialista, conocido también como el Museo del Totalitarismo, único en su especie en los países comunistas. En un espacio anejo al Ministerio de Cultura, en una zona ajardinada, se distribuyen numerosas y repetidas estatuas de Lenin, Dimitrov, Che Guevara y de multitud de tipos que encarnaban las virtudes del socialismo. En una sala interior se exhibe una pequeña muestra de pinturas del más genuino realismo social.
Bulgaria es miembro de la OTAN desde 2004 y socio de la Unión Europea desde 2009. Su posición en el extremo oriental de Europa, muy próxima a Rusia, el país al que está unido por sólidos lazos de todo tipo, refuerza su atractivo para integrarse en la esfera occidental. No obstante, el peso de la influencia y atracción rusa se revela irreemplazable. El país, la población, la opinión pública y la administración política a corto y medio plazo basculan, no siempre ordenadamente, en torno a estos dos polos. «Con Alemania siempre, nunca contra Rusia», se repite hoy como ayer, según me recuerda Juan J. Jiménez, buen conocedor de la historia de este país en el que reside desde hace 25 años. El periodista Monchil Indjov precisa que los que desean la plena vinculación de Bulgaria a Occidente rechazan al mismo tiempo la dominación soviética, la pasada y la que quiere imponer actualmente el presidente ruso V. Putin. Eso no significa, ni mucho menos, rechazo de Rusia, país con el que están hermanados por razones de historia, por la cultura y las tradiciones desde siglos. Pero hoy son muchos los que quieren alejarse de una relación subordinada como la vivida en el pasado reciente. Para hombres como Indjov, el hombre providencia de Rusia fue Gorbachov, un dirigente ruso que con sus reformas hizo posible la desaparición de la URSS y de su dominación sobre Bulgaria.
Sin embargo, la transición a un sistema democrático ha sido demasiado larga. A falta de disidentes forjados en el periodo comunista, fue dirigida por excomunistas reciclados. El aparato estatal del pasado no fue reformado plenamente. El verdadero proceso reformista comienza en 1997 cuando, sostiene Indjov, Bulgaria se alinea con la política occidental. Con ello se ha empezado a soslayar la predominante influencia rusa y las amenazas de regresión, incluso de algún golpe de fuerza, unos enunciados que a buen seguro no comparte toda la población búlgara. Sin embargo, el proceso de transformación económica no ha sido transparente. Muchos recursos públicos han ido a parar a manos oligárquicas vinculadas al nuevo poder político, en muchos casos conectadas con poderosas redes mafiosas que dominan importantes tráficos ilícitos, flujos procedentes de Asia con destino a Europa y América en los que Bulgaria es pieza esencial. La administración de justicia está incursa en graves sospechas de corrupción. Desde antes de su ingreso, la UE monitorizaba el sistema judicial búlgaro, con resultados hasta hoy insuficientes. Bulgaria está a la cola de Europa, económica y políticamente. Ha vivido un proceso declinante, inverso al polaco, según Jiménez, partiendo de posiciones similares en la década de los 80 del siglo XX.
El Mar Negro
Estoy en Sozopol. He llegado al Mar Negro, el Ponto Euxino de los griegos, el mar que decidieron llamar así, hospitalario, desde que empezaron a establecer aquí sus colonias, como esta fundada por milesios en la que me encuentro, Apollonia, pueblecito luminoso, suspendido sobre el mar, mirando al Oriente del que le llegan la luz y la fuerza. La punta de la estrecha península, bien diferenciada y separada del núcleo de población principal, es un espacio encantador de casas con fachadas de madera, herencia turca, y callejas estrechas empedradas que rezuma tranquilidad y sosiego, milagrosamente ajeno a las invasiones turísticas y sus construcciones arrasadoras. Recorriéndolo despacio se descubren pequeñas brechas, pasadizos que dan al mar, a pequeñas plataformas colgadas desde las que se admira el acantilado, las islas cercanas y las líneas costeras recortadas en lontananza.
Llega el momento del punto final, del regreso, feliz después de un viaje sin el riesgo incierto de la aventura y sin el lastre de contratiempos inoportunos, un viaje abundante en experiencias, en intercambios, en vivencias enriquecedoras por el contacto con culturas y pueblos distintos, poco conocidos hasta ahora, desde hoy incorporados al siempre necesitado patrimonio vital propio. Me alegraría que una buena parte de todo ello haya pasado a estos Apuntes que aquí se despiden.
(Nota: para todos estos Apuntes he contado con informaciones de fuentes procedentes de distintas instituciones nacionales e internacionales presentes en los distintos países que piden respete su anonimato. Así lo hago, haciendo constar mi agradecimiento más sincero).
Incursiones en el mundo sefardita
Desde el comienzo de este viaje tuve el propósito de acercarme a las zonas de los Balcanes habitadas por judíos sefardíes, una diáspora específica dentro de la gran diáspora judía que se instaló en el mundo mediterráneo años antes del comienzo de nuestra...
Autor >
Felipe Nieto
Es doctor en historia, autor de La aventura comunista de Jorge Semprún: exilio, clandestinidad y ruptura, (XXVI premio Comillas), Barcelona, Tusquets, 2014.
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