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“Si no te gustan nuestras reglas sale un barco cada media hora”. El cartel te desafía, te escupe a la cara, te mira con aspecto torvo, intimidatorio. Junto a él una señal de tráfico marca el límite de velocidad: 130 millas, unos 210 kilómetros por hora. Es oficial, es el de verdad. Porque aquí, en la Isla de Man, todo es un poco diferente.
La Isla de Man es un cachito de verde y montañas que se sitúa entre Irlanda y Gran Bretaña. Aunque depende directamente del Reino Unido, directamente de la Corona Británica, Man tiene un gobierno autónomo con potestad legislativa, y los maneses exhiben con arrogancia su Tynwald, el Parlamento que más tiempo lleva funcionando de forma ininterrumpida en Europa, con reuniones de procuradores desde el año 979.
Al Tynwald se le conoce también como Ard-whaiyl Tinvaal en manés. ¿Ya dijimos que los maneses tienen una cultura particular, una idiosincrasia propia y un orgullo bien labrado a lo largo de años? Parte del mismo proviene de su gusto por la historia, por la raíces. Man es una isla con fuerte identidad celta, y las huellas de estos pueblos han quedado en todos los aspectos de la misma, desde su curiosa bandera (en realidad una triskel camuflada) hasta ese idioma manés (el gaelg vanninagh), hermano del gaélico o del bretón, que estuvo en trance de desaparecer en los años 70 (el último que lo habló como lengua materna falleció en 1974) y que hoy en día se está recuperando gracias al esfuerzo del gobierno de la isla. Praderas, bosques, piedra. Lluvia y niebla, espíritu inequívocamente celta, callado y afable, acogedor una vez que se supera la primera impresión de sequedad, de frialdad. Ese es el orgullo de Man. Bueno, ese y el Tourist Trophy.
A principios del siglo XX en el Reino Unido se van creando las primeras leyes para limitar la velocidad de los pujantes vehículos mecánicos en sus primitivas y peligrosas carreteras. El margen queda fijado en 20 millas por hora, irrisoriamente bajo para quienes empezaban a ver en el vértigo una nueva forma de vida. Así que los aficionados a estos nuevos sports decidieron emigrar. No muy lejos, para qué. Si a poca distancia, ahí, entre Belfast y Blackpool, existía un territorio autónomo sin límite alguno para correr. Es de esta forma como nace, el 28 de mayo de 1907 el primer Tourist Trophy de la Isla de Man.
Desde entonces, en torno a 250 personas, entre pilotos y aficionados, han fallecido en esta prueba. Un hecho que, entre otras cosas, la acabó sacando del Campeonato del Mundo de Motociclismo (en 1949 el Circuito de la Isla de Man supuso el comienzo de la primera edición de dicho trofeo) y hace que la Federación Española no conceda licencias para participar en esta prueba, lo que no impide que algunos cumplan su sueño de rodar por Man bajo otras banderas.
Porque Man es diferente, distinto a todo lo demás. En primer lugar porque el recorrido, llamado 'Ruta de la Montaña Snaefell', no tiene nada que ver con un trazado normal. De hecho, el único momento del año en que se cierra al tráfico es durante la prueba. En otras palabras, hablamos de carreteras normales, que pasan por pueblos, tienen mil y una curvas y suben y bajan la montaña más alta de Man, esa Snaefell, sublime topónimo de pico nevado, que le da nombre y hace gala de su denominación con lluvia, con niebla, con zonas mortíferas de umbría y tramos casi encharcados. Porque ese es otro aspecto particular de la carrera: el Snaefell tiene una longitud de 61 kilómetros. 61 kilómetros de pendientes, de giros peligrosos, de cunetas resbaladizas, de cambios de rasantes, de curvas mareantes, rápidas y lentas, honestas o traicioneras. Imposible aprenderlo de memoria. Allí solo queda apretar a fondo. Y rezar, si se es creyente.
Ese es uno de los grandes atractivos de este Tourist Trophy, el desafío de enfrentarse a un monstruo enorme, impredecible y mortal como es el Snaefell. Pero no es el único, claro. Otro de los factores que desplaza cada primavera a miles y miles de personas hasta esta pequeña isla (unos 20 kilómetros de ancho por 50 de largo) es su inequívoco aroma, entre tradicional y deliciosamente british. Porque sí, aquí había barbas frondosas antes de que estuvieran de moda, se fumaba en pipa en los pubs con total naturalidad y el estilo retro era casi una religión. En Man no hay marcadores electrónicos, y las clasificaciones de la prueba (que se disputa contrarreloj) las van apuntando los chavales del pueblo en enormes paneles situados en la zona de meta. Allí se congrega la mayor parte de la afición, pero no es el único punto, ni mucho menos. Disfrutar de la velocidad y el vértigo mientras tomas una pinta en un pub de Kirk Michael, comer en un restaurante de Ballaugh con el tronar poderoso de las motocicletas pasando a pocos centímetros de tu mesa o, sencillamente, tirarse en un prado, hierba fresca del rocío, para hacer un viaje en el tiempo y ver cómo debían de ser las carreras hace cincuenta años. O cien.
En la Isla de Man habita la “gente menuda”, pequeños seres, elfos, hadas y similares, que viven casi toda su vida en el país de las leyendas, en la tierra de la niebla perpetua, y que en esta isla, por azares del destino, se pasean libremente por entre sus camberas y sus bosques. No es un mito, no es una historia. Es un hecho, algo comprobado. Y todos ellos, traviesos y necesitados de atención, pueden influir en la carrera. Y los pilotos los saben. El hecho de que el circuito sea 'urbano', que recorra pueblos y carreteras abiertas en otros momentos ayuda a la comunión con el público, claro, pero también introduce un elemento de riesgo que los pilotos aprecian y temen por igual. Bocas de alcantarillas, farolas que pasan rozándote la pierna, baches, cambios en la calidad del asfalto o muros de piedra que se acercan más y más a la máquina son algunos de estos elementos. Por eso, por ese enorme riesgo, los participantes escriben en un papel sus mejores deseos para la gente menuda y los cuelgan en los árboles. O arrojan una moneda a un pozo. Sin pedir deseos, el más importante es salir vivo, y ese se da por supuesto. Que nos ayuden, al menos que no nos perjudiquen. Ellos. La gente menuda.
Y la bohemia. Porque una carrera que se corre en Man, entre pubs y autocaravanas aparcadas junto a la carretera no puede por menos que generar kilos de anécdotas, de atraer, como un imán implacable, a los más golfos, juerguistas y geniales pilotos. Como aquel Joey Dunlop que llegaba a la moto directamente de una noche de juerga, se subía en ella y ganaba (hasta 26 victorias llegó a conseguir en esta prueba). Claro que no siempre le salía bien, y en una ocasión debió detenerse en mitad del circuito para vomitar, después de que las pintas se empeñasen en salir por donde entraron pocas horas antes. O aquel Mike Hailwood que venció en 1965 chorreando sangre, después de caerse a mitad del recorrido, doblar el manillar de su MV Agusta y arreglarlo él mismo sobre el asfalto. Nada que ver con Georg Mier, que ganó la carrera sobre una BMW Kompressor de fabricación gubernamental en 1939, después de que el mismísimo Adolf Hitler le conminara a que fuera a aquella maldita isla a ponerles las cosas claras a los británicos… Pero esa es, seguramente, otra historia.
Sin duda, otros tiempos. Menos glamurosos, más artesanales. Más golfos, pícaros, aventureros. La Isla de Man, cervezas, pubs y motos. Y gente menuda. No se olviden de la gente menuda o se llevarán un susto…
“Si no te gustan nuestras reglas sale un barco cada media hora”. El cartel te desafía, te escupe a la cara, te mira con aspecto torvo, intimidatorio. Junto a él una señal de tráfico marca el límite de velocidad: 130 millas, unos 210 kilómetros por hora. Es oficial, es el de verdad. Porque aquí, en la Isla de Man,...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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