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Receta del libro Los dientes del corazón
Mucho antes de la guerra visité Palmira y Alepo. No lejos de allí, a la orilla del Éufrates que había convertido en un inmenso pantano el antiguo tirano Assad, conocí a una siria atea, rebelde y blasfema que me honró con su amistad y su fuego, su cocina y sus postres, sus labios y sus palabras. Ella me contó la leyenda de los guisos de Babel que aquí escribo recordando su voz:
…Hace miles de años, antes de que los hombres inventasen la cocina, las ciudades, los viajes y las lenguas, éramos obedientes y nos pasábamos todo el día en el Paraíso, no muy lejos de aquí, en pequeñas casas de adobe, rezando a Dios y comiendo el único alimento que la divinidad nos tenía permitido. Aún queda el recuerdo del eco su nombre: soma, ambrosía, néctar, amrita, maná…
La humanidad no necesitaba nada más para vivir salvo esa sustancia que nos nutría y nos daba la inmortalidad. Pero hubo unos pocos que no se conformaron, hombres curiosos, mujeres rebeldes, niños inquietos, niñas juguetonas que se preguntaban si podían tocar las nubes, salir más allá de los muros de oro del Edén o comer otras cosas distintas al aburrido y reseco maná.
Y esos pocos, por diversión, gracias a las matemáticas que habían aprendido en unos viejos legajos que descubrieron en una cueva, escritos por otros seres que Dios extinguió mucho antes, comenzaron a construir con ladrillos de barro cocido, grandes piedras de basalto y vigas de madera de caoba y de cedro una torre muy alta con la intención, no de llegar hasta la morada de Yahveh, sino de acariciar las nubes.
Otros, de noche, saltaron los muros dorados del Paraíso y se adentraron caminando muchas horas en los áridos desiertos hasta llegar a un pequeño oasis, no lejos de Palmira, y allí admiraron la belleza de las palmeras y los lirios en flor, las libélulas rojas y el agua transparente, llena de peces y ranas en la que se reflejaba el primer sol del día y descubrieron que todo eso no lo había creado el tal Jehovah.
Otro sintió el aguijón del hambre, pero en lugar de tomar un puñado de ambrosía de los cestos de junco trenzado que Allah les llenaba cada día, se hizo unas brochetas de lagartijas y arraclanes, como si fueran de pollo y de gambas, que asó en las brasas y sazonó con hierbas y sal fósil y que le parecieron exquisitas, llena de sutiles y distintos sabores, mucho más ricas que el empachoso y dulzón maná.
Aquel atardecer Ahura Mazda se dio cuenta de todo. Los hombres, las mujeres, los niños, las niñas y hasta algún perro listo, no habían obedecido su ley de sumisión y silencio. Sus adoradores, como otros antes que ellos, se habían rebelado construyendo la torre de Babel, jugando a inventar palabras nuevas para nombrar las cosas, y hasta para nombrarle a Él mismo, comiendo bichos inmundos o admirando la belleza en otros lugares remotos fuera del idílico Paraíso. Entonces Shang Di o Kamisama o Yavé o Alá o Jehová o Ahura Mazda o Elohim o Achamán o simplemente Dios, confundió las lenguas, los expulsó del Edén, los condenó a una vida corta y a tener que comer cualquier cosa del desconocido mundo, con la amenaza de que aquellos nuevos alimentos podían ser sabrosos o venenosos, amargos o indigestos, deliciosos o tóxicos.
Los hombres, las mujeres, los niños, las niñas y los pocos perros que les acompañaron sintieron miedo y salieron corriendo por el desierto sin lograr entenderse, cada cual hablando una lengua distinta, sin saber de qué alimentarse, con la certeza terrible de la vejez y la muerte. Pero pronto inventaron la música como idioma de todos y la cocina para no morir de hambre y grabar la memoria lo bueno para comer, siguieron con la arquitectura para tocar el cielo y protegerse también de sus inclemencias e inventaron unos zapatos de cuero crudo para caminar siempre hacia delante por el mundo desconocido y duro del futuro. Dios entonces, en otros remotos planetas, modeló con barro nuevas figuras vivas a las que esclavizar con sus antojos y sus prohibiciones, su aburrido Edén, su caduco y edulcorado maná y sus torvas y machistas leyes.
Nosotros aquí estamos, aún en el camino y en el Camino siempre, sin añorar ni el Soma ni el Paraíso, sin importarnos la confusión de lenguas, ni el frío, ni el hambre. Admiro la belleza de este río, que no creó Él, lleno de peces y salamandras, que baja de la montaña entre bosques de viejos pinos centenarios. Preparo unas brochetas de pollo y gambas que no son muy distintas de aquellas primeras de escorpiones y lagartos que guisó el primer cocinero o cocinera de la historia, también las aliño con sal fósil y las siete especias de Alepo. El futuro es incierto, el pasado leyenda. Y ahora dame un beso.
Luego llegó la guerra en nombre de Shang Di o Kamisama o Yavé o Alá o Jehová o Ahura Mazda o Elohim o Achamán o simplemente Dios o nadie. O tal fuera una cosa inventada, financiada o atizada por la ambición de otros y la maldad de algunos que estaban lejos de allí contando sus monedas. Espero que aquella mujer siria atea, rebelde y blasfema siga con vida. Estoy seguro que ella fue nuestra madre. La de todos.
Receta del libro Los dientes del corazón
Mucho antes de la guerra visité Palmira y Alepo. No lejos de allí,...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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