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Barcelona, ciudad cosmopolita y heterogénea, aglutina culturas y gentes de cientos de orígenes. Ofrece alma. Aunque sólo en la superficie. El subsuelo, sin embargo, es per se un lugar sin aliento en el que simplemente nos miramos cuando nos cruzamos en el camino.Tan cerca, pero a la vez tan lejos de la vida, tan ajeno a lo que sucede ahí arriba, el metro de Barcelona yace como realidad paralela sólo conocida por aquellos que espontáneamente la frecuentan para ir de un sitio a otro. O quizá no sólo por ellos.
En los pasillos de la parada de metro de Marina, situada justo al lado del Bar Restaurante Andalucía, entre los estudiantes madrugadores que deambulan con legañas y más sueño que otra cosa, Rodrigo Casas desenfunda su guitarra, extiende la funda a modo de bolsa para donaciones, y se sienta encima del ampli, ya conectado. “A mí no me quería una mujer, a ti se te moría una ciudad”, resuena en el túnel. Le encanta Sabina, por eso toca canciones suyas.
Casas, de 43 años, llegó a Barcelona hace 12 primaveras, después de haber estado haciendo cursos de teatro durante diez años en Asturias. Entre unas cosas y otras por aquel entonces no pudo hacer teatro aquí, y como traía unos ahorros para subsistir y la música ha sido siempre su pasión, decidió afiliarse a una asociación de la que le habían hablado muy bien; una asociación ciudadana de músicos que, si bien no estaba ni registrada como tal —por lo que era formalmente ilegal—, ni contaba con reglas ni regulación alguna, agrupaba a los músicos del metro de Barcelona, que se identificaban desde 2001 bajo unos mismos ideales de autoprotección y organización, y bajo unas siglas: AMUC.
Un parto sufrido, pero necesario
Las siglas AMUC responden a la Asociación de Músicos de las Calles de Barcelona, pero paradójicamente sus socios no tocan en la calle, sino debajo de ella: en el metro. La asociación nació para dar respuesta a la iniciativa de Transports Metropolitans de Barcelona (TMB), entidad adscrita al Ayuntamiento de Barcelona, de regularizar la actividad de los músicos en el metro de la ciudad. “Era una realidad imparable”, asevera Rubén H., actual presidente y músico de AMUC. “Cuando en 2001 TMB observó que la presencia de músicos en el metro era muy frecuente, decidió entablar comunicación con nosotros para regular nuestra actividad, hecho ante el que reaccionamos asociándonos para defender nuestros derechos”.
Los músicos se coligaron para garantizarse a ellos mismos “lo último que les queda si lo pierden todo: la posibilidad de expresarse libremente en el espacio público”, explica Rubén. Ariel González, de 37 años, que era maestro en una escuela de música de México, es licenciado en Composición Musical y toca la guitarra en una banda de rock que está en proceso de sacar un disco. Al llegar a España, por mucho que buscó, no encontró trabajo. “Trabajo” que hace 6 meses AMUC le dio.
Rubén explica que de 2001 a 2006 todo fueron comunicaciones entre los músicos asociados y el ayuntamiento vía TMB, pero nada estrictamente legal, pues ni existía convenio ni la asociación estaba registrada. Durante ese tiempo, e incluso antes de que TMB tomara la iniciativa, los músicos del metro de Barcelona vivían una situación de desprotección, en ocasiones caótica que podía degenerar en un vacío legal e incluso moral, pues “los seguratas no sabían si darles puerta o monedas”. No era muy frecuente, pero al no estar organizados, los músicos a veces tenían roces. “Yo en Barcelona he llegado a ver a músicos apalearse a hostia viva por ocupar un mismo sitio”, asegura Rodrigo.
Además de conflictos por falta de organización, también podían darse abusos. Rodrigo conoce ejemplos en Granada —allí nunca ha habido regulación de los músicos callejeros— de mafias que se turnan una misma ubicación durante todo el día, sin permitir a nadie más entrar, generando así un monopolio cuyo rédito se reparten entre los que participan en el fraude, y Rubén reconoce que eso mismo ha pasado en Barcelona durante la época del vacío legal. Por otra parte, el hecho de que los músicos no pudieran tocar en el metro les obligaba a estar en las calles, sin garantías y al albur de lo que la superficie les deparara. “En el metro como mínimo nos protegen los seguratas cuando pueden", dice Rodrigo, "aunque yo pocos problemas he tenido. Una vez un borracho me cogió el micro para cachondearse y un hombre de por allí me defendió, le empezó a decir que me dejara en paz. Hasta me sorprendí”.
Los músicos reconocen estar más seguros en el metro, donde muchas veces los seguratas les cuidan, que en la calle.
Ssttella Ella, otra integrante de AMUC, suele ubicarse en el metro de Verdaguer. En vez de llorar, como hacen la mayoría de recién nacidos, canta, y lo hace muy delicadamente. Empezó en el metro por probar, con bromas entre amigas, sin pensar que se quedaría, y lleva ya 5 años. Hoy está ya ahí, justo debajo de la Diagonal. Una turista que pasa le echa unas monedas, y Ssttella aprovecha para darle la mano como símbolo de agradecimiento.
La madurez
En 2006, después de varios años de negociaciones y cordialidad entre AMUC y TMB, la situación de los músicos del metro de Barcelona asociados pasó a estar completamente legalizada. AMUC se registró oficialmente en el Registro de Asociaciones de la Generalitat, y la asociación y TMB firmaron un convenio, vigente actualmente, mediante el cual el Ayuntamiento de Barcelona se comprometía únicamente a ceder el espacio público para que los músicos desarrollaran su actividad. Rodrigo lo ve claro: “El acuerdo tuvo doble filo. Nos dieron un sitio para tocar, pero al mismo tiempo consiguieron limpiar las calles y quedó bonito. Aun así, no podemos quejarnos de nada porque aquí nos dieron la oportunidad, pero en otras ciudades como Madrid, donde no es legal, tienen que estar todo el día escaqueándose”.
“¿Y no obtienen ningún tipo de financiación por gestionar algo asimilable a un servicio público como puede ser la cultura en el metro?”. “No, qué va, ni la queremos”, afirma Rubén. El presidente de AMUC explica que los músicos no anhelan una subvención permanente y periódica, pues eso les convertiría en “una asociación más, cerrada y dependiente del poder”, cosa que no quieren. Lo que ellos pretenden es “empoderar a los músicos para gestionar de manera organizada ese espacio público”, y que el Ayuntamiento, si quiere y les reconoce el trabajo realizado, les financie algún proyecto determinado, sin que ello comporte dependencia. “El Institut de Cultura de Barcelona —también gestionado por el Ayuntamiento— no ha financiado el proyecto Músics al Metro propiamente, pero sí ha subvencionado parcialmente iniciativas concretas nuestras, como el proyecto con el que hemos ido a centros cívicos de Barcelona a hacer más de 100 conciertos, exposiciones fotográficas y charlas de cómo nos autogestionamos”, explica el presidente.
El presente de los músicos en el metro no pasa únicamente por establecer relaciones formales con las instituciones, sino también por cumplir su propia normativa interna y sus pactos éticos, entre los que está no airear los beneficios que cada músico suele recaudar. En 2012 se actualizó la normativa interna, y actualmente existen un reglamento general y unas faltas y sanciones especialmente previstas para las contingencias que puedan darse en el suburbano.
Los músicos pagan una cuota anual de 36 euros —que a todos les parece bien, “qué menos”, dicen— y no pueden tocar dentro de los vagones, sino en los 38 puntos de música oficiales habilitados expresamente —sobre los que AMUC va a solicitar 14 más para aumentar la oferta—, pueden apuntarse a un máximo de 14 turnos por semana de 2 horas cada uno —sin poder elegir más de 2 turnos por semana en el mismo punto ni tampoco seguidos, “para no cansar a los trabajadores del metro”, dice Félix Egea, otro músico de AMUC—, y deben también variar el repertorio, “que a los guiris les gusta”, comenta Rodrigo.
Tampoco pueden beber o fumar a escondidas dentro del metro, ni orinar o defecar en sus instalaciones, cosa que pasó y acabó con la expulsión de un músico a instancia de TMB. Pero ahí va lo más curioso: desde 2006 todo el que quiera tocar en el metro de Barcelona también debe pasar un examen de idoneidad. “No hay que ser Paganini. Con tocar en ritmo y no desafinar, ya está. El examen está bien pensado, porque aquí debe haber músicos que aporten cosas, no buscavidas”, opinan Rodrigo y Ariel. “Somos la viva imagen de la ciudad, estamos en el espacio que ocupan a diario los miles de turistas que vienen, así que debemos hacerlo lo mejor que podamos”, afirma Ssttella.
No hay que ser Paganini. Con tocar en ritmo y no desafinar, ya está.
A pesar de su autoexigencia y compromiso con la imagen de Barcelona, los músicos no entienden la música como virtud, como competición, sino como derecho. “Por eso el examen no consiste en mirar currículos ni cualificaciones de los aspirantes”, asegura Rubén, sino en una prueba que se hace delante de un jurado independiente formado por profesores ajenos a AMUC y TMB –de la Escuela de Música Juan Pedro Carrero, concretamente– con los que los músicos no quieren tener ningún tipo de relación para mantener su independencia. Tocar tres temas de una lista variada de 30 con “calidad agradable al oyente en cualquier circunstancia” es el único requisito desde este 2015 (antes había que pagar una cuota de 10 €) para aprobar el examen y poder acceder a la asociación. Bueno, eso y que no haya saturación, caso en el cual se prevé un sorteo para determinar los aspirantes.
El año pasado hubo 60 solicitudes de ingreso de nuevos músicos, así que en 2015 las pruebas de idoneidad se han tenido que aplazar “de manera indefinida hasta como mínimo finales de año”, por la saturación de músicos que quieren tocar en los túneles de Barcelona, que según Rubén tiene como causa la crisis. He ahí la extravagancia: la crisis deja en el paro incluso a quien ya está en él. Quita oportunidades también a quién no las tiene. “Si quisiera mantener una familia, con esto solo creo que no podría”, reconoce Ariel.
Cada dos semanas, los lunes, los músicos organizan dos asambleas —nunca antes hubiera siquiera imaginado la existencia de una asamblea de músicos del metro—, la general y la de participación, y ambas suelen estar concurridas, cada vez más: en AMUC hay 540 socios, 80 en activo —que toquen habitualmente— y a la asamblea general suelen ir unos 60-70, aunque las asambleas son abiertas en el sentido más absoluto del término: “puede venir quien quiera, incluso tú”, me dicen. A la asamblea de participación, sin embargo, acuden entre 20 y 30 músicos, pero son “el cerebro”.
“El cerebro” porque es en la asamblea de participación donde la Comisión de Fomento y Gestión de la Participación, con nombre complejo para función sencilla, debate, ordena y presenta propuestas para que en la asamblea general, a la que acuden la mayoría de los socios, únicamente se tengan que votar y como mucho debatir brevemente. Fue en esas asambleas —“que funcionan mejor que el Gobierno”, dice Félix— precisamente donde se votaron las reglas que hoy rigen la actividad de los protagonistas de este reportaje. “Aquí no hay nada obligatorio, ¿sabes por qué? Porque las únicas reglas que hay nos las impusimos nosotros; las redactamos nosotros mismos y no se hizo ni en un día ni dos, todo está muy meditado”, afirma el presidente.
Del suburbano al cielo: la inmortalidad
AMUC tiene el privilegio de ser un modelo mundial único de autogestión del espacio público. “Todos vienen aquí a preguntar y a estudiarnos”, dice Rubén, que asegura que una investigadora estuvo conviviendo con ellos para copiar el modelo en Valencia. Además, otras asociaciones de músicos de calle —no de metro— barcelonesas, como las de Ciutat Vella y Parque Güell, también se han fijado en AMUC para entablar relación con el Ayuntamiento y empezar a legalizarse.
Tanto es así que entre las tres han creado recientemente la Coordinadora de Artistas del Espacio Público de Barcelona, que pretende promover un Código Ético para los músicos, además de intentar –aprovechando el talante del nuevo Ayuntamiento de Colau– que se respete no sólo a los músicos en asociaciones legales, sino también a los “no asociados” –los que van por libre, como Ariel cuando empezó–, “cosa que hasta ahora no se ha hecho, pues se han producido contra ellos abusos como multas desproporcionadas sólo por tocar, y es inadmisible porque la música, siempre que no moleste, suma”, denuncia el presidente de AMUC.
Los asociados de AMUC también defienden, en sus conversaciones con el Ayuntamiento, a los músicos que van por libre.
La receta del éxito parece sencilla: de la pasión y la aceptación llega la inmortalidad. En primer lugar, pasión por parte de los músicos. “Me da igual no cotizar porque me quiero morir trabajando como el actor Agustín González, que murió ensayando para una función que tenía al día siguiente. Sería capaz de dejarlo todo por la música, incluso rechazar a la típica chica guapa que te da a elegir”, bromea Rodrigo. Ariel reconoce que tocar en el metro supone “vivir cosas mágicas como que la gente se ponga a bailar o a cantar, estar con ellos en un escenario sin escenario, a su mismo nivel, en contacto directo”.
En segundo lugar, aceptación por parte de la ciudadanía de Barcelona. El último estudio oficial de TMB, de 2008, con casi 1000 entrevistas a clientes del metro, revela que el 95,2% de los encuestados está a favor de la iniciativa de los músicos en el metro, y que valoran con una nota de 8 sobre 10 la afirmación de que la música hace más agradable la estancia en el metro: “Proporciona a la gente la alegría que le quitan los políticos”, comenta Félix. A pesar de la enorme aceptación, es curioso que la ciudadanía en general no conozca la situación real de los músicos del metro: que están asociados, que su actividad es completamente legal y autorizada por el Ayuntamiento, y que hacen incluso un Festival de Música en el Metro de Barcelona una vez al año, concretamente en la estación de Universitat.
Acudo a la décima asamblea de los músicos del metro de Barcelona en lo que va de año. Entro a la sala de la Asociació Foment Martinenc, donde AMUC hace sus asambleas, con reparo, a la expectativa. Y empiezo a sorprenderme. Estoy sentado entre músicos que llevo viendo años y años en las estaciones de la Línea 1, la roja. Siempre los he visto como personas lejanas, ajenas a todo, como gente apartada, y hoy están sentados junto a mí, como si fuera yo un artista más. Los músicos hablan entre ellos, de sus actividades o de sus vidas, votan propuestas, dan sus opiniones libremente.
Cuando acaban las votaciones de la asamblea general, empieza “la apuntada”. Mientras los músicos son llamados para apuntarse en los turnos de las próximas dos semanas, la sala se convierte en una espontánea exhibición, esta vez al nivel de la calle: algunos músicos se ponen a cantar, otros a tocar la armónica, otros la guitarra. Cada uno va a lo suyo, pero entre todos crean un microclima cultural tan anárquico como intenso que resulta curiosísimo. Al presenciar tal espectáculo, es inevitable trasladarlo mentalmente al subsuelo de Barcelona, ese donde el único incentivo antes era validar la T10 y entrar al vagón.
El mismo subsuelo que hasta 2001 sobrevivió a la enfermedad de la incultura y de la carencia de alma es el que hoy escucha a Sabina en la voz de Rodrigo y ve a Ssttella saludar a los turistas que la saben apreciar. Ahora los túneles del metro de Barcelona también vibran cuando el metro no viene, porque han cobrado vida. Vida bajo la vida.
Barcelona, ciudad cosmopolita y heterogénea, aglutina culturas y gentes de cientos de orígenes. Ofrece alma. Aunque sólo en la superficie. El subsuelo, sin embargo, es per se un lugar sin aliento en el que simplemente nos miramos cuando nos cruzamos en el camino.Tan cerca, pero a la vez tan lejos de la vida, tan...
Autor >
Manuel Arenas
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