Jazz
Pedro Iturralde, un caballero de ochenta y seis años
Ayax Merino 9/12/2015
Pedro Iturralde, durante una actuación en Jambore Jazz, Barcelona, en julio de 2003.
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Es admirable, sorprendente, que un señor de ochenta y seis años se pasee de garito en garito tocando un saxo o un clarinete como el que no quiere la cosa. Pero así es. Y sopla como un mozuelo veinteañero, el condenado. Y no se queda sin aire ni le falta el resuello. Algo milagroso lo de este hombre incombustible que nunca se agota. Y dale que te pego. Una vez y otra y otra más. Sin tregua. Hace unos días, sin ir más lejos, actuó en Madrid con su cuarteto. Y tiene más conciertos previstos ¡La leche, qué menda!
Don Pedro Iturralde. Genio y figura. Caballero de hidalga estampa. Un señor pleno de señorío que goza del respeto de todo el mundo. Que se ha ganado el don a pulso, vaya. A mí, desde luego, no se me ocurriría jamás de los jamases apearle el tratamiento. Un maestro. Un grandísimo compositor y un excepcional intérprete que domina con arte de virtuoso total y absolutamente su instrumento, al que le saca un sonido muy propio y personal. Patriarca del jazz español. Tete y él. Ambos dos los músicos nacionales más reconocidos y admirados allende nuestras fronteras. Un navarro universal. Ya, ya, ya sé que la expresión está muy manida, pero aquí viene al pelo y casa a la perfección. Por estas.
Hijo de un molinero que por añadidura era un muy buen músico y que, tras la molienda, en sus ratos libres se sentaba tranquilamente a tañer la guitarra para pasmo de su cachorro, don Pedro, entonces un churumbel que no levantaba medio palmo del suelo. Así desde su más tierna infancia le fue inculcando el amor por la música y terminó por despertarle el gusanillo ese de ir por ahí vagabundeando para ganarse las habichuelas tocando. Para su pesar, pues al buen señor, padre de don Pedro, no le parecía ni remotamente posible que nadie pudiese mantenerse de semejante cosa y veía con malos ojos la inquebrantable voluntad de su retoño, empecinado en vivir de la música. Pero don Pedro es muy terco y al fin se salió con la suya ¡Faltaría más!
Ya de muy chico aprendió a tocar el saxofón y el clarinete. Y la guitarra y el piano. Precoz que era la criatura. Y sin apuntarle aún el bozo andaba ya en las filas de una banda que tocaba música de baile. Ahí descubrió el jazz, que no le ha abandonado en toda su larga vida. Y es que el baile de entonces tenía mucho de jazz, el swing y esas cosas. Parece, además, que el director de la banda le descubrió la música de Ellington, Basie y compañía. Dios se lo pague al buen hombre que tal hizo.
De modo que don Pedro, a sus dieciocho añitos, andaba ganándose el sueldo en las romerías, fiestas y cafés, cuando se largó por ahí al extranjero en una gira que le llevó, entre otros sitios, a Argel. Y pasado el tiempo y ya de vuelta obtuvo en un año su título en el conservatorio. Y luego de nuevo a viajar por el ancho mundo, culo de mal asiento.
Decía don Pedro que aquí no se le entendió, pues sólo pretendía hacer jazz, puro jazz. Nada de fusión ni de mezcolanzas. Y que si juntas el jazz y el flamenco, uno de los dos muere
Hasta que harto de tanto ajetreo, digo yo, decidió afincarse en Madrid. Entonces entró a formar parte del conjunto habitual del Whisky Jazz, club emblemático de la capital en el que se le podía ver actuando un día sí y otro también. Con gente de la talla del saxo barítono Gerry Mulligan, el trompetista Donald Byrd o el pianista barcelonés Teté Montoliú, entre otros muchos ¡Casi nada!
1967. Don Pedro se saca de la manga un disco espectacular. Un disco capital, esencial, del que proviene todo lo que después se ha dado en llamar jazz flamenco. Un disco con un jovencísimo Paco de Lucía: Flamenco jazz. Y se armó la gorda. Dice don Pedro que aquí no se le entendió, pues sólo pretendía, a partir de aires y ritmos flamencos, hacer jazz, puro jazz, simple y llanamente jazz. Nada de fusión ni de mezcolanzas. Y que si juntas el jazz y el flamenco, uno de los dos muere. Si no me falla la memoria, algo parecido sostenía el gran Cifu. En principio, estoy de acuerdo. Y, sin embargo, no sé, no sé, la verdad es que cuando escucho a Jorge Pardo o Chano Domínguez, por ejemplo, no sé, en ocasiones no estoy muy seguro de si lo que tengo delante es jazz, flamenco o entrambas cosas a la vez.
Bueno, el caso es que don Pedro, músico ya conocido por entonces, degustó las mieles de la popularidad; o los sinsabores, que eso nunca se sabe. Y le invitaron al festival de Berlín, donde compartió cartel con Thelonious Monk, Miles Davis y Sarah Vaughan, ni más ni menos. Y no mucho después sacó don Pedro otro disco imprescindible, maravilloso, con su cuarteto y el gran pianista Hampton Hawes. Un trabajo redondo, soberbio.
Hace años que le jubilaron de su cátedra de saxo. Pero a ver quién es el guapo que intenta impedirle subir a un escenario
Andaba don Pedro, pues, en la cresta de la ola, gozando de fama y fortuna, de gloria y renombre, cuando de repente, ¡bum!, lo abandonó todo. Lio el petate y cruzó el charco. A Boston. A estudiar, a seguir estudiando, a aprender más si cabe, a no dejar de aprender nunca. Mas como todo se acaba, a don Pedro se le agotó el tiempo de andar yendo a clase y no le quedó más remedio que regresar. A la fuerza ahorcan. De nuevo a la brega del día a día.
Fue más o menos por aquellas fechas cuando se le metió en la mollera la idea de que había que crear una cátedra de saxofón en el Real Conservatorio Superior de Música. Que se empeñó. Venga y venga a porfiar. Hasta que le hicieron caso, claro. Y no contento con eso, se presentó a las oposiciones y sacó la cátedra. Músico y profesor. Jazz y música clásica. Otra de las muchas facetas de este proteico señor. Numerosas han sido las veces en las que ha acompañado a la Orquesta Nacional de España y a la Orquesta de RTVE. Eso sin contar que también es el compositor de la música de alguna película, como El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán-Gómez. Ya digo, hombre de múltiples y variados talentos.
Y así hasta hoy. Hace años que le jubilaron de su cátedra de saxo. Pero de lo que nadie, ni Dios, le puede jubilar, es de su amor por la música. A ver quién es el guapo que intenta impedirle subir a un escenario. Siga así, don Pedro, y no desfallezca.
Es admirable, sorprendente, que un señor de ochenta y seis años se pasee de garito en garito tocando un saxo o un clarinete como el que no quiere la cosa. Pero así es. Y sopla como un mozuelo veinteañero, el condenado. Y no se queda sin aire ni le falta el resuello. Algo milagroso lo de este hombre incombustible...
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Ayax Merino
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